ANTE LA SUBLIME PUERTA
Dieciséis
días habían transcurrido desde la mañana gris en que, con tronar de centellas y
estremecimientos telúricos, el Etna erupcionaba una vez más. Nada hacía
predecir que el amanecer dominical iniciaría una enésima alteración de la vida
siciliana. Este día trece no caía en martes ni en viernes; por tanto, ni
anglosajones ni latinos habrían recelado de tan infausta fecha. Todo se
desarrollaba con normalidad en la calle Santa Justa de Sevilla. Iban los niños
al colegio de mañana acompañados por sus madres y éstas, como de costumbre,
luego de dejarlos al cuidado de sus educadores se dirigían a sus puestos de
trabajo, a sus compras cotidianas y a otras muy diversas ocupaciones. También
los padres habían iniciado su jornada laboral o se dirigían hacia ella. La
ciudad, pues, como otras tantas, se metía en su plena actividad con un bullir
de tráfico creciente que indicaba estados de opulencia generalizada, aunque no
uniforme, en un área del llamado “primer mundo”, cuya capital indiscutida
experimentaba aún la sangrienta realidad en que dos meses antes nos sumiera el
mayor acto terrorista de la historia.
El
otoño sevillano exhibía a ratos su matizada luz de oro, suavizada por la
humedad con que el río a menudo envuelve la ciudad. Eran dos ciudades
diferentes compartiendo referencias mediterráneas. Pero en Messina el cielo se
cubría con negras y amenazantes vaporadas que parecían escapar de las entrañas
del planeta. Hacia las nueve despegó el avión que, desde el aeropuerto de San
Pablo, me acercaría hasta El Prat de Barcelona, donde hora y media más tarde
abordaría un vuelo con destino a Milán para desde allí volar nuevamente hasta
Catania, en un perfecto ensamblaje de horarios ajustados casi milagrosamente
que me permitirían desayunar en Sevilla y cenar en la ciudad epónima del
estrecho que separa al continente de la mayor isla del Mediterráneo. Mi
destino, en este viaje algo desafiante, era esa urbe medieval martirizada en
1783 y ahora de nuevo amenazada por la furia de los titanes que parecen no
aceptar jamás su derrota ni el castigo subterráneo que el triunfador del Olimpo
para ellos diseñó.
Ya
en el aeropuerto de la ciudad condal todo pareció comenzar a dilatarse más allá
de lo usual en las actuales circunstancias de la aviación comercial. Casi una
hora más tarde de lo previsto se anunciaba en las pantallas horarias el retraso
oficial de nuestro vuelo. Los viajeros, justificadamente inquietos, se
acercaban al mostrador de información demandando respuestas a sus múltiples
preguntas, lugar donde obtenían vagas alusiones a dificultades para el
aterrizaje en el destino final. Hacia las dos de la tarde se anunció la definitiva cancelación de todos los vuelos
a Catania y se informó a los pasajeros que debían pasar por las oficinas de
Iberia a fin de determinar si regresaban a sus lugares de origen o
desarrollarían otras alternativas. Ante dichas inesperadas circunstancias, se
me planteó un gran interrogante: ¿regresar a Sevilla, habiendo perdido el
tiempo y las ilusiones de asistir a la inauguración de la temporada en el
Teatro Massimo de Palermo – aquella Madame Butterfly prometía una velada
excepcional -, de vagabundear entre las ruinas de la mayor concentración de ciudades
de la Magna Grecia? En fin, tras quince minutos de meditación “trascendental”,
tomé la decisión por unanimidad conmigo mismo, de sacar partido de aquella
inesperada situación por otros derroteros, y puesto en contacto telefónico con
mi agente de viajes en los grandes almacenes donde había comprado mi billete,
cancelé aquel itinerario y allí mismo en el aeropuerto del Prat gestioné y
compré un nuevo paquete para el primer destino interesante que se me ofreció:
Estambul, ciudad siempre envuelta en ensoñaciones sugerentes, umbral de la
Sublime Puerta, fusión de edades y culturas diferentes.
Entre
todas las expectativas que me despertaba aquel itinerario de emergencia, no era
la menor el hecho de pisar por vez primera lo que ya es considerado parte del continente
asiático. Cruzar el Bósforo se me antojaba entonces como “poner la pica en
Flandes” para las huestes castellanas del S. XVI. Estambul y sus palacios
otomanos son ya en sí mismos potentes acicates para los curiosos de exotismos
culturales. Pero si a ello añadimos la presencia dentro de su perímetro de
auténticas joyas bizantinas, irrepetibles fuera de su entorno; de múltiples
vestigios de previos modos de pensar, así como de testimonios que dejara la
fugaz presencia de la cultura europea occidental, todo yuxtapuesto dentro de
una limitada dimensión peninsular; todo ello, en fin, modificó el rumbo de mi
interés vacacional original a resultas de lo cual, me vi arrojado, de forma
inopinada en un modestísimo alojamiento (¿pensión con ínfulas de hotel?) de una
tercera planta de la calle Istiklal.
Pasaba
de las once de la noche cuando subía las escaleras cargado con mochila y
arrastrando una vieja maleta de aspecto algo destartalado. Suelo evitar los
equipajes suntuosos para no atraer el interés de los desaprensivos. Accioné el
timbre una y otra vez hasta que, pasados diez minutos, al parecer
interminables, se abrió la puerta y un casi anciano de bigote prominente me
franqueó la entrada. ¿Cómo pudimos entendernos? Un mal inglés compartido por
ambos interlocutores y la ayuda-testimonio del voucher que blandía en mi
diestra hicieron el resto del milagro. Cuarenta minutos más tarde yacía sobre
un camastro estrecho revestido de una barata colcha de múltiples colores.
Abrí
los ojos a las diez de la mañana. Entraba un sol dorado a través del pequeño
cristal de la única ventana que, al abrirse, llenó de ruidos la estrecha
habitación, casi un pasillo entre la puerta de acceso y la del minúsculo aseo
en el extremo opuesto. En total, seis metros de distancia aproximadamente. Tomé
una ducha, único lujo en medio de tanta sordidez. Salí a la calle y busqué algo
de comer. La oferta era variada, al gusto otomano y también occidental. La
única dificultad era la, al parecer, la infranqueable muralla lingüística que
entorpecía la rápida satisfacción de mis necesidades. Luego de mucho andar y
alguna indecisión, entré a un bar-cafetería donde mediante indicaciones
digitales intenté hacerme entender. Cuando finalmente me sirvieron el pedido,
oí decir a una voz con fuerte acento:
-¿Eres
del Barca o del Madrid?
Cuando
mi sorpresa inicial dejó paso a una sonrisa, solo pude preguntar:
-¿Cómo
sabes mi procedencia?
-Porque
llevas la bandera en el reloj.
Entonces
fue cuando caí en la cuenta de algo que ya había olvidado, lo cual me hizo reír
una vez más.
-Y a
ti, ¿cuál es el equipo que te gusta?
-Para
mí, el Madrid es el mejor del mundo. Sus jugadores no tienen competencia.
-Será
por el dinero que les cuesta-, respondí mientras trasegaba una tostada.
Aquella
mañana, ya casi mediodía, la pasé acopiando información turística. La premura
de mi decisión no me había dado opción a preparar el viaje. Mis conocimientos
previos acerca de la ciudad carecían de detalles. Direcciones, horarios, medios
de transporte y otras cosas que de ordinario dispongo antes de emprender
itinerarios. En una oficina de turismo solo pude hallar folletos en inglés,
pues de francés ando peor. De esa forma, algo imprecisa, comencé mi recorrido
por aquella populosa urbe. Dos días más tarde, tras haber visitado los principales
hitos monumentales de Bizancio-Constantinopla, casi extenuado por un calor
inesperado en dichas fechas y por los paseos agotadores entre mezquitas,
palacios, iglesias, zocos y museos, decidí aceptar el consejo dado por mi
conserje-recepcionista y dirigí mis pasos hacia los baños llamados
“Chamberlitas”. Lugar frecuentado por paisanos y turistas, cuyas puertas
traspuse no sin cierta suspicacia. El exterior del edificio, emplazado sobre un
esquinazo de dos calles principales de un barrio periférico, no hace suponer el
encanto modesto y decadente que atesora en su interior. No busque el visitante
derroche suntuario en sus instalaciones. Tras una primera sala donde se abonan
los servicios y hasta puede disfrutarse un refrigerio, se dirige a los usuarios
en dos direcciones diferentes hacia donde se encaminan los bañistas según el
sexo a que pertenezcan. Tras pasar estos umbrales, ya en pleno reino de barbas
y bigotes, comienza a percibirse un ralentizarse de los ritmos y una gradual
disminución de la iluminación. Tras el desnudo y ceñido de la toalla a rayas de
sencillo algodón multicolor para cubrir los genitales se pasa a la gran sala
circular bajo bóveda estrellada que difunde una amable iluminación cenital. No
hay palabras, quizás una apenas perceptible música ambiental que hoy, en
occidente, llamaríamos “chill out”. La temperatura interior uniformemente
mantenida alrededor de 27 grados facilita la apertura de los poros de una piel
antes predispuesta a ello mediante baños de agua tibia que se obtiene de varias
fuentes de mármol circundantes.
Tras
dicho ritual, el entrante o primer
plato. Lo que sigue es yacer sobre la gran mesa de mármol circular cuya
temperatura constituye el corazón térmico de las instalaciones. ¿Cuánto tiempo
ha de yacerse sobre dicha losa? Eso lo decide la voluntad de los yacentes. Cada
usuario sigue su propio ritmo y en silencio libera su imaginación. A este feliz
invento multicentenario le llamamos relajación en occidente. Allí es una suerte
de higiene mental, sólo a veces interrumpida por la acción del agua que un
empleado designado a tal efecto derrama a ratos sobre los bañistas.
A
este período sigue el plato fuerte. Según sea previamente convenido, llega el
turno de los masajistas. No espere el visitante un complaciente deslizar la
palma de unas manos sobre su piel ya relajada. Los masajes que allí se
practican pueden llegar a semejar verdaderas luchas contra la naturaleza.
Fuertes apreturas y contracciones de las extremidades. Sabios golpes impartidos
con los bordes de las manos sobre las masa musculares. Presiones ejercidas
sobre cada vértebra. Inesperada actuación casi brutal sobre la nuca… Luego, una
vez terminado el trabajo de estos humanos instrumentos, un posterior y último
reposo sobre la cálida losa, una ducha y finalmente un re-encuentro con la
calle, como flotando a bordo de una nube. Toda una experiencia para los
profanos, que creen sentirse entonces como Solimán resucitado.
Como
es fácil suponer, cada día tomaba el desayuno donde lo había hecho la primera
vez, más por comodidad lingüística que por otra cosa. Así, cada mañana echaba
una pequeña aunque imperfecta parrafada con Kemal, el camarero madridista que
unas veces me ofrecía una, según él, una magnífica dosis de auténtica viagra a
precios irrisorios, y otras veces direcciones donde disfrutar de las célebres
delicias turcas.
-Kemal,
vengo a tu país por otras cosas. Si algún día me apetece esa clase de
servicios, ya te lo diré.
-Vale,
pero en cualquier caso guarda esta dirección-, dijo mientras me alargaba una pequeña
y blanca tarjeta de visitas,- Puedes acudir a cualquier hora.
Intentando
amablemente obviar tanta insistencia, guardé en un bolsillo el objeto de sus
recomendaciones. Salí a la calle y me dirigí en busca de Topkapi, donde pasé
toda la mañana.
En una de sus múltiples terrazas junto al mar, surcado por docenas de barcazas y de blancos
navíos de toda envergadura, tomé un sándwich para luego partir con destino a
esa delicada mansión que llaman Dolmabache.
Hacia
las ocho de la tarde-noche, la antevíspera de mi partida, tropezó mi diestra en
el bolsillo de la sahariana con la pequeña cartulina que había guardado durante
la mañana. Tomando un vaso de té verde leí varias veces el mensaje bilingüe con
la dirección. Comencé entonces a meditar la sugerencia de Kemal. Dicho de otro
modo, comencé a experimentar la tentación.-¿Por qué no probar el, para mí,
exótico placer que me ofrecía aquella dirección? Ni el propio camarero tendría
que enterarse, ya que no tenía intención de comentarlo…
No
era turca. Me dijo que era nativa de Bulgaria y ejecutó su trabajo con gran
sabiduría. De piel muy blanca y abundante en carnes, las ojeras que rodeaban
sus hermosos ojos negros, no obstante la aproximaban a las mujeres otomanas.
-He
vivido en Barcelona. Bueno, más bien en Mataró. Entré como turista y trabajé
ilegal durante año y medio. Luego todo se hizo más difícil y tuve que marchar.
-¿Qué
Hacías allí?
-Pues…
un poco de todo. Como aquí.
-¿Te
ganabas la vida con el sexo?
-Sí,
bueno, también hice otras cosas. Fregué escaleras, cuidé ancianos enfermos
durante unos meses. No fueron para mí tiempos peores.
-¿Vives
aquí, quiero decir en este piso?
-Cuando
estoy en Estambul, suelo trabajar y dormir en esta casa.
-¿Y
cuando no estás aquí?
-Vuelvo
a Sofía varios mese cada año.
Renuncié
a seguir investigando, por ello desistí de hacer otras preguntas. Había venido
a hacer lo que me apetecía y estaba satisfecho. Sentí deseos de salir de
aquellas dos habitaciones que conformaban la triste vivienda. Como había
abonado los servicios por adelantado, procedí a vestirme mientras ella, en
combinación de medio cuerpo, permanecía reclinada sobre una almohada.
-¿Cuándo
regresas a España?
-Pasado
mañana.
-¿Vives
en Barcelona?
A
punto estuve de decirle que en Sevilla, pero en un repentino esfuerzo por
distanciarme de mi interlocutora, respondí:
-No,
soy de Puertollano, un pueblo de Ciudad Real.
En
busca de algo amable como despedida, me escuché añadir:
-Ha
estado muy bien, que tengas suerte-, mientras esbozaba una sonrisa.
Así
comencé a bajar la estrecha y húmeda escalera apenas mal iluminada por una
desnuda bombilla en cada tramo, cuando se abrió la puerta de la calle y hacia
mí avanzó una figura masculina que emprendía la subida. Era inevitable el
encontrarnos para cedernos mutuamente el paso, momento en el cual la media luz
me permitió descubrir el sonriente rostro de Kemal.
-Sabía
que vendrías. ¿Lo has pasado bien?
Mi
perplejidad debió notarse mucho en la penumbra. Kemal se destocó el gorro de
punto con que se cubría y, colocando su diestra sobre mi hombro izquierdo,
preguntó:
-¿Subimos
y tomamos una copa?
-No
gracias, es tarde y me apetece descansar-, fue cuanto se me ocurrió decir.
-Bien,
regresa a tu hotel y que pases una buena noche.
Proseguimos
nuestros caminos divergentes mas, cuando alcanzó el rellano y yo estaba a punto
de girar el picaporte alzó su voz para decir, dejando ver sus dientes:
-Puedes
volver mañana si lo estimas conveniente.
Han
pasado varios años. Las ardientes lavas han regresado al corazón del Etna y
esta mañana, mientras hacía la maleta para viajar con dirección Palermo, he
recordado las incidencias de aquel viaje casual que me llevó al estrecho de los
Dardanelos. A bordo de esta nave recompongo por escrito unas ideas que no han
cesado de acompañarme desde entonces.
© Ramón L. Fernández y Suárez
Historias del Mediterráneo núm. 1 por Ramón L. Fernández y Suárez se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
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