domingo, 7 de septiembre de 2025

Amantes de mis cuentos: Los virus

 


La prima María Engracia ya nació con mocos.

Desde entonces resfriados, gripes, catarros, constipados anidaban en ella. No se privaba de nada. Casi estuvo a punto de tener tuberculosis, pero cuando esa enfermedad se percató de que no paraba de toser cada dos minutos y medio y de que hablaba tartamudeando, salió huyendo.

Hasta que un día, ya con cincuenta años, estaba tejiendo una bufanda en el salón cuando sintió un golpe en la cocina. Fue a ver y se encontró en el suelo a un hombre inconsciente y en el techo un gran agujero. Sabía que los vecinos estaban en obra, pero aquello la dejó patidifusa. La casa se llenó de obreros, pero fue ella quien tosiendo sin parar señaló el móvil y comprendieron que debían llamar a la ambulancia.

Pensaban que estaba muerto. Era un emigrante sin familia. Los sanitarios se la llevaron a ella junto con el posible cadáver a urgencias. Le registraron los bolsillos y supieron que se llamaba Casimiro Blanco González. Trámite solucionado.

Allí estuvo María Engracia hasta las dos de la madrugada en que le dijeron que el muerto, vivo estaba, y que se quedaba allí hasta que recobrara el conocimiento. Ella prometió regresar al día siguiente. Y al llegar a casa se encontró con la sorpresa que llevaba cinco horas, quince minutos y veintidós segundos sin toser. Sin sonarse la nariz.

Y sonrió pensando que hasta los virus tienen su corazoncito. En reciprocidad ella cuidaría de aquel hombre.

 

© Marieta Alonso Más

 

viernes, 5 de septiembre de 2025

Sol Cerrato Rubio: Recuérdame

 





*Recuérdame quién soy y porqué vivo.


Recuérdame que la semilla

busca el momento adecuado para germinar,

recuérdame que en una gota de agua

prolifera la vida infinitamente.


Recuérdame que la venganza

no es comestible

y las mareas se comunican con la luna.


Recuérdame ubicarme en el querer,

soltar el rencor y la rabia

que a veces se retuercen en las entrañas.


Recuérdame que nuestro tiempo es finito,

todo tiene su principio y su fin.


Recuérdame que los amaneceres

son más brutales, si tu estas a mi lado.


Recuérdame que soy mar y sol,

luz que se regenera

para tal vez renacer en otro plano.


Recuérdame que la vida

está llena de acantilados

desde donde se divisa el mar.


Recuérdame que ya no somos tan ingenuos,

aprendimos a pisar fuerte en los caminos.


Y si alguna vez lo olvido

recuérdame hacer wifi con el universo.


Y si vuelvo a olvidarlo

apriétame muy fuerte,

de nuevo,

vuelve a decirme quien soy

y todo lo que amo.




© Sol Cerrato Rubio

miércoles, 3 de septiembre de 2025

Amantes de mis cuentos: El secreto de la vida

 



 

Abrió el frigorífico, lo volvió a cerrar y protestó por no tener leche fría. Ningún recipiente, bote, frasco, brik, estaba a la vista.

¡Mamá! ¿Dónde está la leche?

Silencio

¡Mamá!

El abuelo levantó la vista del crucigrama. Este adolescente se creía que con desear y pedir lo obtenía todo.

—Hijo, no sé si sabrás que las vacas, las cabras, las llamas no dan leche, así como así. Hay que ordeñarlas.

El chaval, por un momento dejó el móvil, lo miró con cara de aburrimiento y soltó:

—Abuelo, estás tonto.

Este, puesto en pie, se ponía la chaqueta para dar su paseo diario.

—Hijo, para que tú bebas leche, alguien se levantó a las cuatro de la madrugada, fue al establo, caminó entre excrementos, ató las colas, las patas, se sentó en un banquito, colocó el balde e hizo los movimientos adecuados.

—Déjame en paz, carcamal. Ya estás con tus historias.

El abuelo se dio la vuelta. No sabía cómo hacerle entender que no todo es fácil, que la realidad no es color de rosa, que la felicidad es el resultado del esfuerzo.

Al llegar a la puerta de la calle, retrocedió. Se acercó a su nieto y le dio un ligero coscorrón y un beso en la espesa cabellera. Nunca se sabe, pensó, si al doblar la esquina, llega el último día, el último abrazo, el último…

Y no quería que, cada vez, que su nieto tomara leche recordara lo borde que había sido con su abuelo.

 

© Marieta Alonso Más

lunes, 1 de septiembre de 2025

Amantes de mis cuentos: La musa enamorada

 



A veces, en primavera, cuando la luz de la tarde se filtra por la ventana, se le escapaban suspiros.

Un olor a pimienta y canela, hizo que levantara la cabeza y husmeara el aire. Se preguntó atónita si no sería cierto aquello de que el dueño del cortijo y la lavandera hablaban de amores. Pero, eso a ella… ¿Qué le importaba? Su pensamiento voló muy lejos.

Sus padres tenían una cabaña de troncos al pie de la sierra del Rosario, en Cuba. En ella nunca Robert Redford le lavó el pelo. Lástima. Un paisaje tropical como aquél era un recreo para la vista, y a lo mejor, ese hombre que levantaba pasiones se hubiese olvidado de que ella no era Meryl Streep. Por ese detalle insignificante, su querido actor nunca podría oír el murmullo del riachuelo, ni el canto del sinsonte, ni el ulular del viento entre los árboles.

Regresó del ensueño y posó sus pies en su nueva tierra. No se podía ser tan soñadora. ¡Era tan dada a mecerse entre las nubes! De pronto, percibió un leve olor a gasolina. Oyó el ruido de un motor. Giró la cabeza, un Land Rover aparcaba enfrente de su ventana. Se bajó un hombre. Más feo, imposible.

Pero no fue hacia su casa, sino a la que lindaba con la de ella que siempre había estado cerrada. ¡Si hasta las telarañas se habían adueñado de aquella preciosa vivienda! Oyó el ruido de una puerta al cerrarse. Luego, el silencio. Al rato el sonido de las teclas de un piano inundó la plaza.

Despacio se levantó, siguiendo las notas musicales. Subió a un árbol a fisgonear y vio unas manos deslizándose por el teclado. Unas manos de dedos largos, finos, ágiles… Unos dedos capaces de crear no solo sonidos, también profundos sentimientos. Y quizás, incluso, podrían lavarle el pelo…

 

© Marieta Alonso Más

 

domingo, 31 de agosto de 2025

Bandera de la Comunidad de Madrid

 



Siete estrellas sobre un fondo rojo carmesí, color del pendón de Castilla, reino al que pertenecían las tierras madrileñas. 

Madrid, pueblo castellano y castellana su historia.

Siete estrellas blancas y de cinco puntas. Representan las cinco provincias que rodean a Madrid desde 1833: Ávila, Cuenca, Guadalajara, Segovia y Toledo.

También se dice que representan a Alcor, Mizar, Alioth, Megrez, Phecda, Dubhhe y Merak las siete estrellas principales de la constelación de la Osa Mayor, que se recorta sobre la sierra de Guadarrama.

Aparece regulada en el artículo 2º de la Ley 2/1983, de 23 de diciembre, que establece la bandera, el escudo y el himno de dicha comunidad autónoma de España. 

Fue un encargo del primer presidente de la Comunidad de Madrid, Joaquín Leguina, la diseñó José María Cruz Novillo y la definió el poeta Santiago Amón Hortelano.




viernes, 29 de agosto de 2025

Cristina Vázquez: Puesta de sol

 


El plan se había truncado. Me gusta este término: truncado. Me suena a muchas cosas, truco, tronco, caído… Todas esas tonterías me las imaginaba al despertarme en ese hotel de carretera a una hora muy temprana. Las cortinas eran unos visillos de desconfiada blancura y la persiana no bajaba, así que la luz inundó temprano el cuarto. Y yo soy muy pesada para las luces, tengo lo que se llama un dormir ligero, histérico, según Miguel que roncaba plácido a mi lado. Además, la cama era muy estrecha, de matrimonio cariñoso, se atrevió a decirme la noche anterior la recepcionista después de hacerme un tímido guiño. No te fastidia, matrimonio cariñoso y quien le ha dicho a esta pava que es un matrimonio y, además, cariñoso.

Nuestro plan era habernos ido a la playa, pero ya en la carretera avisaron del hotel que habían tenido un incendio y que estaba inutilizado. Lo sentían, pero pasarían meses hasta que pudieran volver a abrir. La playa a la que íbamos, nunca cambiamos de destino, era adusta y las montañas casi se caían sobre el mar y los vientos, terriblemente caprichosos, ponían y quitaban aires destemplados cada poco, pero nos gustaba, sobre todo a Miguel. Siempre hemos sido felices en ese pueblito costero en el que descubrimos un hotel discreto, pequeño, volcado al oscuro mar y con unos cócteles estupendos que nos atizábamos contemplando el anochecer.

—Es nuestro momento mágico —repetía él casi como un mantra, después de que brindáramos.

Era un pequeño ritual que quizás empezaba a tener un punto reiterativo. Si alguna vez cometí el error de dar un sorbo sin brindar —él siempre se quedaba con su copa ostensiblemente en el aire hasta el momento de hacer chinchín—, me reprendía en tono doctrinal:

—Los rituales son importantes, querida —un rictus de seriedad dominaba su cara.

Yo me disculpaba. Su voz y su mirada suspicaz me hacían sentir en falta, aunque Miguel intentara sonreír de una manera forzada. Todo estaba previsto, el hotel Isla Verde, el paseo matutino y vespertino por la playa, la comida en uno de los dos chiringuitos, la copa en la terraza del hotel durante la puesta de sol, aunque estuviera nublado, y hacer el amor un día sí y otro no. Cuando le dije en tono de broma que parecía un contable escrupuloso y algo maniático, no le hizo gracia.

—Amor mío, además de cuánto te quiero —afirmó doctrinal—, poder mantener el orden en estos días, me hace doblemente feliz.

Y esa tarde, lo recuerdo porque fue un día sí, un viernes después de hacer el amor, me confesó que la locura de su mujer le estaba destrozando. No podía hacer nada, la había llevado a todos los psiquiatras conocidos, tratamientos diversos y aunque, sin duda, estaba mejor, era una persona frágil, inestable. Lo abracé compasiva, sus ojos me miraron acuosos y volvió a repetirme que, si no fuera por el trastorno de su mujer, hacía tiempo que ya estaríamos casados.

Todos estos recuerdos se me agolpaban en este desconocido hotel de carretera que no tenía vistas al mar, ni terraza, ni cócteles. Solo un espacio verde, rematado por unos árboles frondosos, al que daban las habitaciones. En la parte delantera estaba la piscina pequeña con pocas tumbonas y unos niños activamente acuáticos.

Notaba que Miguel se sentía desorientado, sin saber qué hacer, igual que si se encontrara aprisionado en un traje demasiado estrecho. Se quejaba de todo, proponía planes distintos que no llevábamos a cabo y yo sentí una incipiente rabia que me negué a que se apoderara de mí.

—Haz lo que quieras —le propuse con una sonrisa contenida—. Yo voy a ir a la piscina y mañana nos volvemos.

Él gruñó, con los puños apretados afirmó que iba a dar una vuelta a ver si encontraba un sitio decente para comer.

El tiempo pasó y no aparecía. Llegó la hora de la comida, le llamé, pero su teléfono daba comunicando o sin cobertura. Después de la inicial preocupación me quedé con la idea de que, si no hay noticias, son buenas noticias. Almorcé sola a la sombra de una jacaranda, la comida estaba deliciosa y la camarera resultó ser una mujer encantadora, dueña del hotel con la que tomé un café. Empezaba a estar preocupada, volví a la habitación para cambiarme y tomar alguna decisión y me di cuenta de que el armario estaba vacío. ¡Qué sobresalto! No entendía lo que estaba pasando y al entrar en el cuarto de baño vi que había una nota pegada en el espejo.

“Adiós querida, me he dado cuenta de que fuera del hotel Isla Verde y de la playa no sé qué hacer contigo”

Sentada en la cama intenté recuperarme de la impresión, pero por más que quería sentirme devastada después de ese abandono, hasta traición aullé en voz alta, me tumbé en la cama que ahora resultaba amplia y sentí una especie de liberación que me llevó a reír sin parar. Alquilé un coche para el día siguiente y esa tarde en mi terraza pequeña, que daba a la zona verde perfilada por los frondosos árboles, preparé una copa en el minibar y disfruté del esplendor de esa maravillosa puesta de sol, sin tener que brindar ni sonreír.

Luego supe por una amiga que lo de la mujer loca se lo contaba a todas.

© Cristina Vázquez

miércoles, 27 de agosto de 2025

MJ Pérez: Un mundo por descubrir

 


Superar una depresión había sido de las cosas más complicadas que había hecho la joven en toda su vida. Durante meses había comido lo justo para no convertirse en huesos, apenas dormía y había perdido el interés cualquier cosa que antes le produjese algún tipo de placer. Escribir, leer o montar en bicicleta habían pasado de ser sus actividades favoritas a auténticos tormentos.


Vivía el día a día como una autómata, se duchaba por costumbre, trabajaba y apenas salía de casa. Cuando su pareja la acompañó al psicólogo y se dio cuenta de lo que estaba pasando, una parte de ella se sintió liberada, otra, terriblemente culpable. Había hecho sufrir a su entorno sin ser apenas consciente de ello.


Desde aquella primera consulta, se tomó muy en serio su salud mental y puso todo lo que estuvo en su mano para salir del oscuro bucle en el que se había metido. Aunque se trató más de una carrera de fondo que de un sprint. Debía ser constante, no desanimarse y, sobre todo, confiar en el proceso. Recuperó su peso habitual, retomó las aficiones que tanto había disfrutado antes y cada vez sonreía más a menudo.


Cuando caía se levantaba y tras muchas idas, venidas y mucho amor por parte de las personas a su alrededor, su psicólogo le anunció que estaba lista para salir al mundo. Aunque resulte poco profesional, su terapeuta se dejó abrazar y ella salió de allí con lágrimas en los ojos y una enorme sonrisa en los labios. Vivió meses tranquila, centrada en todo lo que había perdido pero de pronto se dio cuenta que necesitaba más y expandió sus horizontes.


Primero realizando nuevas actividades al aire libre cerca de su hogar, después viajando. Porque se debía a sí misma recuperar el tiempo perdido, quería retomar aquello que había dejado por el camino. Porque tenía un mundo por descubrir.


© MJ Pérez