No era rubio —rubio trigo, o rubio sol, o rubio verano— como se supone que deben ser todos los ángeles, ni poseía bucles dorados cayéndole suavemente hasta los hombros, elemento que le hubiera otorgado un aspecto dulce y etéreo como a sus propios compañeros, pues sus compañeros parecían así, dulces y etéreos. Tampoco era moreno, lo cual incluso habría sido admisible considerando la lógica existencia entre ellos, tan numerosos, de rizos color sombra, o color hechizo, o color noche oscura. Por el contrario, los cabellos de Aiyel se asemejaban a las hojas algo mustias de un incipiente otoño, a punto de caer de los árboles. Se diría que sus extraños cabellos —extraños para el resto de los habitantes del lugar, ya que en vez de olas parecían pinchos— podrían ser de color zanahoria, en caso de que hubieran existido zanahorias en la Morada Eterna. Pero, tal y como cabe suponer, no existían las citadas hortalizas en tan regio lugar, por lo que los cabellos de Aiyel resultaban un tanto diferentes y realmente incomparables con ningún otro elemento, no sólo por su color netamente rojizo, sino también por la clara ausencia de bucles en su pequeña cabeza. En la Morada Eterna nadie recordaba la presencia de un ángel pelirrojo.
Si las diferencias entre Aiyel y sus compañeros hubieran terminado en ese punto, nada habría hecho que se distinguiera del resto, pasando desapercibido al igual que los demás, pero, por suerte o por desgracia, tales diferencias no acababan ahí sino muy al contrario.
Aiyel parecía estar fabricado de la energía que impulsaba a las estrellas y a los cometas, una suerte de energía cósmica y dinámica que las mantenía en eterno movimiento. Diríase estar hecho de pólvora, en caso de que hubiera existido pólvora en la Morada Eterna lo cual, evidentemente, resultaba harto improbable a la par que imposible. Porque Aiyel, construido de chispas saltarinas y dotado de una fortaleza poco común, a diferencia de sus compañeros, se escabullía en cuanto podía, se alejaba suavemente procurando pasar desapercibido y dedicaba las jornadas a investigar lugares lejanos, en compañía de esas estrellas que parecían haberle prestado su fuerza y a quienes consideraba sus grandes amigas. En el preciso momento en el que sus cuidadores tenían el más mínimo despiste, el ángel pelirrojo batía sus alas y, en un abrir y cerrar de ojos, se elevaba, desaparecía, se perdía, se volatilizaba, se introducía en el maravilloso mundo de los soles perdidos, las lunas ocultas y los astros infinitos, el mundo del silencio y de la soledad. Era allí, en la deliciosa e interminable compañía de las galaxias sin fin, donde se sentía realmente a gusto, invadido de las cosquillitas suaves que dejaba aquel inmenso infinito entre sus poros.
Aiyel iba y venía, corría y saltaba, subía y bajaba, estaba siempre donde no tenía que estar y no estaba nunca donde se le requería.
Aiyel se asemejaba a la estela de un cometa veloz, plagada de una fuerza arrolladora.
Aiyel, travieso pero inteligente, sabía sin ninguna duda —siendo plenamente consciente de ello— que descuidaba sus obligaciones, que no atendía a sus clases, que desobedecía a la menor ocasión, que no se comportaba como supuestamente debería comportarse un ángel en período de aprendizaje. Sí, lo sabía, pero no podía evitarlo. El grito del mundo que tenía alrededor era superior a él mismo. ¿Cómo hacer oídos sordos a tan dulce llamada?
Aquel ángel de cabellos rojos y sonrisa tierna era lo que podría denominarse un rebelde. Y en la Morada Eterna no se tenía conocimiento de ningún tipo de rebeldía. Era un caso realmente extraño.
Por tales motivos, tras muchas jornadas repetitivas plagadas de ausencias y desapariciones, huídas y desconcierto, búsquedas e interrogantes, sus cuidadores, serenos y responsables, se percataron de aquella actitud tan fuera de lo normal por parte de uno de sus pupilos, en general tan obedientes y tan tranquilos como ellos mismos, al igual que cualquiera de los habitantes de tan idílico lugar, y, tras celebrar una reunión secreta a nube cerrada, decidieron por unanimidad informar al Gran Señor de la dificultad que se les había presentado. Era la primera vez que algo así sucedía, y aquellos seres etéreos y volátiles desconocían cómo hacer frente a tamaño problema.
El Gran Señor, majestuoso y pausado, recibió de inmediato a los cuidadores en sus aposentos privados, escuchó sin alterarse las quejas relacionadas con un pequeño ángel rebelde y, tras despedirse de sus súbditos, con la serenidad que caracterizaba todos sus actos, decidió llamar a su presencia al causante de tan díscolo comportamiento.
Por primera vez en su corta vida, Aiyel, un poco sobrecogido, un poco tembloroso, con un retortijón de sombras trasegando por sus venas, se encontró frente al Gran Señor. En su fuero interno pensó que el Gran Señor no era en realidad para tanto, que parecía uno más de entre todos los habitantes de la Morada Eterna, quizás algo más cansado o posiblemente algo más viejo, pero sin grandes diferencias con el resto, tal y como él había imaginado. Aunque no dijo una palabra de aquellas ideas que atravesaban su cabeza de pinchos pelirrojos, porque en esos instantes estaba recibiendo una buena reprimenda y no era el momento de comentarios que quizás llegarían a enojar a tan grandioso Ser.
El Gran Señor habló durante largo rato sobre las quejas recibidas por parte de los cuidadores, el comportamiento que demostraba Aiyel, sus ausencias, sus desapariciones, sus viajes hacia nadie sabía dónde, su manifiesta desobediencia, sus grandes diferencias con sus compañeros, su constante rebeldía al fin y al cabo. El Gran Señor se mostró realmente enojado. Y Aiyel escuchó las palabras que pronunciaba con los ojos bajos y el alma muy apretada, como si una de sus amigas las estrellas hubiera llegado de puntillas, sin percatarse, y la hubiera estrujado y transformado en polvo fino. Y al término de la perorata, el Gran Señor le informó que, como cabía esperar, debía ser castigado por su indisciplina y por su desastroso comportamiento.
Aiyel no se atrevió a levantar los ojos. No podía imaginar cuál podría ser el castigo infligido a un ángel.
Y el Gran Señor continuó expresando su disgusto para finalizar diciendo que, a partir del instante en que desapareciera de su presencia, por orden y por deseo expreso de la Suprema Autoridad que gobernaba los destinos de toda la Creación, es decir, Él mismo, Aiyel se vería privado de sus alas durante un tiempo indefinido, de manera que no le fuera factible desplazarse a ninguno de aquellos lugares a los que con tanta frecuencia escapaba, debiendo permanecer clavado en el suelo de la Morada Eterna hasta que su comportamiento experimentara una notable mejoría.
Aiyel, al escuchar las terribles palabras pronunciadas por el Gran Señor, permaneció petrificado, sin creer que aquello pudiera ser cierto. Levantó lentamente la vista deseando hallar un punto de compasión en los ojos del Supremo, algo que le hiciera cambiar de opinión, algo que consiguiera variar aquella terrible sentencia, y se encontró repentinamente solo, abandonado a su suerte, perdido en lúgubres pensamientos… y privado de sus alas.
Aquello no podía estar sucediendo. No podía estar sucediéndole a él.
A lo lejos percibió la figura del Gran Señor alejándose, sin más palabras, sin una sonrisa, indiferente a la pena que embargaba a uno de sus súbditos, ajeno al dolor que experimentaba. Porque lo cierto es que Aiyel sentía un gran dolor por dentro.
No era posible…
El Gran Señor había hablado y había dictado su sentencia.
No era posible…
¿Qué iba a hacer ahora? ¿Cómo iba a desplazarse sin alas? ¿Y sus viajes a los fantásticos lugares de soles y lunas? ¿Cómo llegar al infinito que gritaba reclamando su presencia? ¿Tendría que permanecer allí clavado para siempre?
No era posible…
Aiyel, sumido en un sinfín de cábalas y conjeturas, empezó a caminar, cabizbajo y meditabundo, y solo, muy solo, sintiendo que la pena y la desesperación mordían su alma con dientes diminutos.
¿Cómo moverse sin alas?
Sus pasos tristes le llevaron a un lugar apartado donde tomó asiento. Necesitaba pensar.
Todo a su alrededor se movía, todo a su alrededor se desplazaba, todo a su alrededor iba y venía continuamente, los soles, las nubes, las estrellas, los planetas, los habitantes de la Morada Eterna, todo, absolutamente todo… menos él.
No era posible… No podía ser posible…
Así permaneció callado durante mucho tiempo, arropado en pensamientos, con el silencio dando saltos a su alrededor, a la vez que unas nubes silenciosas y suaves acariciaban sus pies mientras se deslizaban a su lado. Ellas podían moverse, ellas podían desplazarse tranquilamente, no habían sido castigadas, gozaban de una libertad que a él le había sido negada, tal vez para siempre y, al igual que el resto de los elementos, bailaban en torno a su cuerpo una danza inagotable de movimientos eternos.
La tristeza se había adueñado de su alma.
Mientras tanto, las nubes seguían haciéndole cosquillas en los pies. Extendió una mano para tocarlas a la vez que un rayo de alegría temblorosa atravesó repentinamente su cerebro.
¡Nubes!
Claro que sí. ¿Cómo no lo había pensado antes?
¡Nubes!
Ésa sería la solución.
Se levantó como impulsado por un relámpago, a la vez que cogía y recogía trocitos de nubes entre sus brazos.
¡Nubes!
Ellas le ayudarían. Ellas serían su salvación. Con ellas podría desplazarse a cualquier lugar sin necesidad de alas. Una enorme sonrisa iluminó su rostro. ¡Nubes, nubes, nubes! ¡Claro que sí! Repentinamente había olvidado su pena y su dolor transformándolo en retazos blancos a los que acariciaba y besaba.
Eso haría. Se movería gracias a todas aquella nubes que tenía delante, y había tantas, tantísimas, que no se acabarían jamás.
Con el alma sonriente y una energía renovada, empezó a recoger trocitos de nubes, procurando que no fueran demasiado finos a efectos de que lo que pretendía construir tuviera consistencia. Porque su pequeña cabeza, en constante ebullición, estaba pergeñando la idea de fabricar un objeto mediante el cual pudiera ir y venir a su antojo, un medio de locomoción con el que desplazarse a sus anchas, en sustitución a sus perdidas alas.
Una sonrisa de felicidad se instaló en su rostro mientras se ponía manos a la obra.
Dedicó un tiempo indefinido a recoger y amontonar nubes blancas y grises a su alrededor, procurando que no escaparan ya que, como bien sabía, eran éstas elementos muy volátiles y no se dejaban apresar con excesiva facilidad. Y una vez reunido un pequeño montículo de tan etérea sustancia, empezó a amasar, a apretar, a configurar y a dar forma a aquella especie de barro blanco entre sus manos, mientras su mente decidía qué era lo que podía construir. Tal vez un avión, tal vez un coche, tal vez una moto… en caso de que hubieran existido aviones, coches o motos en la Morada Eterna, lo cual, evidentemente, no sucedía, pero sí algo similar, algo como… como… un triciclo, o una bicicleta, o un tren. ¡Un tren! ¡Eso iba a fabricar con sus manos! ¡Un tren! Un tren de nubes con una locomotora para él y un vagón por si alguien, tal vez algún otro ángel rebelde, quisiera acompañarlo en sus correrías.
Alegre y esperanzado, con el corazón aullando de alegría en el pecho y una sonrisa infinita inundando su rostro, Aiyel continuó con su labor de escultor improvisado, muy concentrado en la tarea y sin detenerse un instante, hasta conseguir dar forma a lo que podría asemejarse a una pequeña locomotora y a una especie de vagón, un poco torcido, un poco achaparrado, pero vagón al fin y al cabo.
Una vez finalizado el trabajo, y sacudiéndose restos de nubes de entre los dedos, se alejó unos pasos para contemplar su maravillosa obra de arte, aquel curioso objeto que supondría su salvación. No dejó de sonreír un instante. Acarició su creación con los ojos. Allí estaba, perfecto, fantástico, único, un tren de nubes construido por él, el ángel pelirrojo, el ángel rebelde, el ángel castigado por el Gran Señor y privado de alas. Era realmente sublime. No podía dar crédito a lo que tenía delante. Empezaría a utilizarlo de inmediato, no esperaría pues no tenía por qué esperar, y podría pasearse por los cielos, a codearse con las galaxias, a escapar, a visitar soles y lunas, a moverse por todas partes, arriba y abajo, a trasladarse por doquier, a sentirse nuevamente feliz, a… Un lívido pensamiento borró por unos instantes la sonrisa de su rostro. De repente, como herido por un trallazo de dudas, quedó petrificado, un poco dubitativo, contemplando su tren de nubes y preguntándose cómo hacer para impulsarlo ya que sería necesario impulsarlo de algún modo. Un tremendo problema. Era evidente que no podía pedir al viento que soplase constantemente, pues el viento también necesitaría reposo de cuando en cuando, y tampoco podría estar de continuo a las órdenes de un ángel plagado de inquietudes.
Nada más finalizar su gran hazaña, empezaban a presentarse dificultades. Aiyel tomó asiento ante su obra y permaneció largo rato sumido en innumerables pensamientos destinados a buscar una solución factible a un problema de tal envergadura.
Aiyel pensó y pensó hasta quedar dormido. Y soñó con sus amigos los cometas y las estrellas, y se vio deambulando con ellos por todas partes, y recorriendo espacios infinitos, y buscando y descubriendo constelaciones ocultas, y persiguiéndose unos a otros en un mar de risas, y jugando incansables… hasta que despertó.
Y fue entonces cuando supo que serían ellos, sus amigos los cometas y las estrellas, quienes solucionarían su gran dilema. Ellos impulsarían el tren de nubes y le harían recorrer de nuevo los deseados y lejanos confines, llevándole a los lugares a los que jamás podría llegar sin sus alas.
Se puso en pie ilusionado e introduciéndose los dedos en la boca, emitió un estridente silbido que hizo temblar los objetos que merodeaban a su alrededor, incluido el pequeño tren compuesto de una locomotora y un único vagón un poco achaparrado.
Unos instantes después, y atraídas por su llamada, hicieron su aparición varias estrellas. Aiyel les explicó entonces el problema que se le había presentado y, dos de las estrellas, muy orgullosas por poder ayudar a un ángel, accedieron amablemente a prestarle sus servicios.
Aiyel sabía, al igual que todos los habitantes de la Morada Eterna, que las estrellas eran seres volubles y caprichosos y que, lo que en ese momento suponía una afirmación, al día siguiente podría transformarse en una rotunda negativa. Pero también sabía que el número de estrellas —a diferencia del viento— era infinito, y siempre podría contar con la inestimable e imprescindible ayuda de alguna de ellas.
Y dicho y hecho. Las dos estrellas amigas se colocaron de inmediato al mando de la locomotora, una a cada lado, y Aiyel subió detrás de ellas. Pese a encontrarse un poco estrechos dada la escasez de espacio, no quiso permanecer alejado de sus salvadoras, al menos en aquel primer viaje. Los tres se miraron sonrientes. Y fue entonces cuando las estrellas empezaron a desprender su fulgurante energía cósmica y, como impulsado por una fuerza descomunal, el tren de nubes salió despedido a velocidades astronómicas dejando tras de sí flecos blancos en forma de puntitos brillantes.
Aiyel y las estrellas reían a carcajadas mientras creaban lejanías.
Había logrado su propósito. Había conseguido desplazarse sin dificultad. Ahora podría ir y venir, subir y bajar, escapar, visitar soles y lunas, moverse arriba y abajo, recorrer las galaxias, trasladarse por doquier, sentirse nuevamente feliz, como siempre… y sin necesidad de alas.
Pero, pese a la felicidad que embargaba al pequeño ángel pelirrojo, Aiyel era consciente de que su gran hazaña debía permanecer en el más absoluto de los secretos ya que, hasta cierto punto, estaba burlando los designios del Gran Señor, a la par que incurriendo en una terrible desobediencia aunque… sólo hasta cierto punto, pues el castigo se había limitado a verse privado de sus alas, no a impedir que siguiera recorriendo los lugares que tanto le atraían. Por tal motivo, intentó mejorar su comportamiento en general, asistir puntualmente a sus clases y permanecer lo más tranquilo posible, a la vez que decidió llevar a cabo sus desplazamientos en los momentos más propicios, es decir, en las horas en que menos sospechas pudiera levantar.
El pequeño tren blanco permanecía oculto entre otras nubes durante las ausencias de su dueño pero, en el mismo instante en que Aiyel daba por finalizadas sus obligaciones, salía corriendo, llegaba hasta el escondite, emitía su estridente silbido, dos estrellas hacían acto de presencia, subían a la locomotora y los tres iniciaban un apasionante recorrido por lugares lejanos, mucho más allá de los sueños, las esperanzas y las ilusiones, donde incluso podía escucharse el ahogado susurro del silencio.
Transcurrieron los días suaves y las noches tibias. Aiyel continuó con sus viajes hacia ninguna parte, disfrutando de la veleidad de los luceros, el brillo de los soles y la somnolencia de los astros, pensando al mismo tiempo y cada vez con mayor frecuencia que, dado su perfecto comportamiento a lo largo de tantas y tantas jornadas, pronto, muy pronto, el Gran Señor lo llamaría de nuevo a su presencia y, con total seguridad, recuperaría sus alas. Estaba deseando que llegara el momento.
Y aquella mañana de colores malvas, uno de los cuidadores se acercó al ángel pelirrojo para comunicarle que el Gran Señor deseaba verlo al finalizar la jornada. El corazón de Aiyel dio un salto. Tenía la intención de salir a hacer un recorrido y pensó que aquel sería un buen momento, justo antes de su encuentro con el Gran Señor, ya que probablemente sería el último viaje que emprendería con su tren blanco. Estaba seguro de que al día siguiente volvería a tener alas.
Al término de las clases, a las que asistió atento y obediente, salió corriendo hacia el escondite, emitió su silbido, aparecieron sus amigas las estrellas, subieron al pequeño tren blanco y emprendieron lo que supuestamente sería el último recorrido en tan curioso medio de transporte. Disfrutaron como siempre.
Y a la vuelta, a escasa distancia de la zona donde se encontraba el escondite, justo al salir de una pronunciada curva, el tren de nubes chocó contra un objeto desconocido que se había cruzado en su camino y estalló en mil pedazos. Trozos de niebla blanca se difuminaron en el aire. Las dos estrellas salieron despedidas hacia las alturas, perdiéndose en el infinito, y Aiyel, tras dar varias vueltas de campana, acabó aterrizando a los pies de uno de los habitantes de la Morada Eterna.
Conmocionado y un poco asustado, pensando en su mala suerte por haber sufrido ese incidente justo en el último día de su castigo, Aiyel levantó la cabeza para saber contra quién había colisionado su desaparecido tren de nubes y, abriendo inmensamente los ojos, comprobó con verdadero terror que el cuerpo que tenía delante pertenecía al Gran Señor. De entre los cientos de moradores de aquel lugar paradisíaco, precisamente había chocado contra las piernas del Gran Señor. Un nudo de sombras se adueñó del alma del ángel pelirrojo. Y por unos instantes pensó con tristeza que, ahora con total seguridad, jamás volvería a tener alas.
Pero, con harta sorpresa por parte de Aiyel, el Gran Señor, en lugar de enojarse con él, en lugar de increparlo y de censurar su comportamiento, permaneció mirándolo con una sonrisa en los labios y empezó a reír, y a reír, y a reír sin parar, con unas carcajadas que resonaban por toda la Morada Eterna. Y en ese mismo instante, el resto de los ángeles le hicieron eco, formando un insólito coro de alegría desperdigada.
Aiyel, asombrado y extasiado, no daba crédito a sus oídos.
Y, sin decir una palabra, el Gran Señor continuó su camino y se alejó, sin dejar de reír, colándose por los entresijos de varias nubes cercanas.
El ángel pelirrojo permaneció quieto, con los ojos muy abiertos manchados de niebla y sin comprender nada de lo que estaba sucediendo. Los designios del Gran Señor eran realmente inescrutables.
Al día siguiente, un tenue rayo de sol despertó a Aiyel de su sueño y, al levantarse, comprobó con asombro y alegría que había recuperado sus alas.
© Blanca del Cerro