jueves, 31 de octubre de 2024

Cuba: Crusellas y Compañía

 


Fue una de las empresas más antiguas de la isla. Fundada en 1863 por José y Juan Crusellas y Vidal, dos emigrantes catalanes que al llegar comenzaron con un negocio de fabricación de velas de sebo, jabones, gaseosas, cervezas, lubricantes… Incursionaron en muchos giros. Había que salir adelante.

Más tarde llegaron de España los sobrinos de los fundadores, que unieron sus fuerzas a las de sus tíos. En 1885 se creó «Crusellas Hermanos y Compañía» en la que incluyeron como socios a sus sobrinos José y Ramón Crusellas y Faura quienes, tras la muerte de los fundadores quedaron como únicos dueños. Era una institución familiar.

En 1921 organizaron de nuevo la empresa bajo la razón social de «Crusellas y Compañía». En 1925 se asociaron con Colgate–Palmolive para comenzar a producir, bajo licencia, los prestigiosos productos de la firma norteamericana. Aunque la transnacional estadounidense llegó a tener el 51% de sus acciones, la dirección de la empresa en Cuba estuvo en las manos de sus antiguos dueños que ocupaban el cargo de presidente y vicepresidente.

Los productos de los Crusellas eran: jabón Candado, jabón de tocador Palmolive, pasta dental Colgate, Hiel de Vaca, Kolonia 1800 y Myrka, agua de tocador Rhum Quinquina, agua de violetas Lavanda, champú Halo Colgate y otros productos de aseo personal como brillantina, desodorantes, polvos y talcos. Fue la única fábrica en Cuba que producía glicerina.

El edificio de la calle Monte resultó ser insuficiente. No había espacio para lo que demandaba el mercado. Así que se trasladaron a la calle Balaguer, cerca de la Calzada de Buenos Aires.

Como mercado la empresa tenía: Cuba, México, Estados Unidos, Centro y Sur de América y España. Fueron proveedores de la Casa Real española.

Tras producirse el triunfo de la Revolución Cubana, el 19 de octubre de 1960, todas las propiedades de Crusellas fueron expropiadas por el Gobierno.


Nuestra amiga Ada trabajó en Crusellas y Compañía, en La Habana, durante muchos años. Cuando emigró a New York se presentó en Colgate-Palmolive Companys. Le dieron trabajo de inmediato. Allí estaba su expediente que reflejaba su buen hacer y su inglés impecable.

Quizás ahora que tomó rumbo a las estrellas pueda dar las gracias a los fundadores de Crusellas, por haber tenido una vida laboral digna.

 


martes, 29 de octubre de 2024

Cristina Vázquez: Venganza

 



Comenzó a tener el hábito de la displicencia y al escuchar a las personas aplicaba el preciso juicio del ejecutor. ¡Condenado! En general esa era su conclusión, lo que le producía una incómoda inquietud.

Nadie satisfacía su exigencia y las conversaciones empezaban a carecer de interés. Palabrería. Simple palabrería inculta y poco edificante, se decía desencantado. Y su boca apiñonada tras el estrecho bigote se descolgaba en un gesto que contenía el desprecio por lo que acababa de oír. Aunque él sabía que esa inquietud la causaba otro motivo.

Solo su educación y fortuna hacían posible que la gente le siguiera tratando. Sobre cómo había conseguido ser tan rico corrían muchas historias: negrero en su juventud o haber destripado a una esposa que nadie conoció, eran las más frecuentes que se contaban. Pero su soledad era un hecho, como sus buenas maneras que tampoco nadie supo dónde y cómo las había adquirido.

Tenía la costumbre don Ramiro de caminar al anochecer por el paseo marítimo, a esa hora incierta en que el sol se recoge. A la gente ya no le extrañaba ver su oscura y erguida figura desplazarse con la exactitud y rigidez de un autómata. Una de esas tardes llamó su atención un brillo pequeño pero intenso en medio de la arena cercana al murete del paseo. Bajó los escalones y se acercó a ver qué era. Los finos botines se le llenaron de arena, pero algo en ese brillo le dominaba y, pese a la incomodidad de andar sobre ese incierto suelo, aceleró el paso igual que si temiera que algo pudiera arrebatarle lo que intuía.

—Dios mío —murmuró desolado al cogerlo.

Se puso en pie con dificultad y sacudió el reloj que acababa de sacar de entre la arena. Eso era lo que brillaba y sintió las sienes sacudidas por un imparable galope. Las manos le temblaban. No era posible. Después de tantos años.

Se sentó en el escalón y respiró hondo para tranquilizarse. Concentrado en el objeto que tenía entre sus manos, lo limpió con el pañuelo y al abrir la tapa, temeroso, confirmó que era el temido reloj. Le vino a la cabeza la cara de aquel hombre al que dio por muerto antes de arrojarlo al mar, después de robarle su fortuna. No consiguió quitarle el reloj, con las prisas la cadenilla se quedó enredada en su chaleco. Muchas noches se le aparecía la cara del hombre flotando en el agua.

Creía que se iba a desmayar. Al rato, ya repuesto, se levantó con torpeza igual que si le hubieran echado encima un fardo de veinte años. Se guardó el reloj en el bolsillo y volvió a su casa con paso lento e irregular. No contestó al saludo de nadie. Quería llegar cuanto antes.

Ya en el escritorio y bajo la luz intensa de la lampara lo volvió a limpiar con mimo. Lo sacudió, y con la tapa abierta pasó las yemas de sus dedos por las iniciales grabadas. Igual que un furtivo que no quisiera ser visto apagó la luz y soltó un alarido que acabó en incontenible llanto. Sus brazos colgaban sin fuerza a los lados de su cuerpo. Se tomó un coñac de la licorera tallada que tenía en su despacho, dijo que no quería cenar y se sentó en la veranda del jardín.

La noche caía lenta, casi somnolienta y don Ramiro no encendió ninguna luz. Permanecía en una tensa inmovilidad. Giraba la cabeza cada vez que oía algún ruido y así pasaron cuatro horas que fue comprobando en el reloj que sostenía en las manos. Al cabo de ese tiempo decidió que no iba a suceder nada. Eran elucubraciones suyas. Estaba perdiendo la cabeza y permitía que sus recuerdos tomaran una presencia inadecuada. Él, que era un hombre que siempre había dominado sus sentimientos, que se consideraba superior por haber conseguido en la vida lo que se propuso, de ahí su displicencia por el resto, no podía ahora dejarse arrastrar por esos estúpidos y ya casi irreales recuerdos.

—Basta, Ramiro —dijo en voz alta para sí mismo—. Basta.

En el momento que iba a levantarse notó una mano en su hombro y algo frio y cortante en la garganta. Tembló. Le sujetaron el pelo con fuerza y no opuso resistencia.

—Demasiados años has disfrutado de lo mío —oyó a su espalda—. Pero la venganza se acaba cumpliendo.

A la mañana siguiente se oyeron gritos en la casa. Encontraron a don Ramiro con el cuello cortado y un reloj colgando de la mano.

 

© Cristina Vázquez

domingo, 27 de octubre de 2024

MJ Pérez: Serena

 


Buenas noches. Me presento, mi nombre es Serena y será tu anfitriona esta noche. Si quieres saber algo más de mí te puedo comentar que me considero una persona seria y trabajadora, me encanta vestir de oscuro y mi mejor amigo es un gato negro cuya mayor afición es dormir siestas de doce horas.

 

Lo siento, no puedo desatarte. Es política de empresa, mi jefa se enfadaría mucho si lo hago y tener un trabajo estable y que me guste siempre ha sido uno de mis sueños. Como comprenderás, no voy a renunciar a él después de haberme esforzado tanto.

 

¿Cómo, qué te suena mi cara? Bueno, suelen decirme que tengo un rostro muy común, que quizás lo conozcan de antes. Después insisten en que es imposible que sea la misma persona. Porque me vieron hace diez, quince, veinte años y sigo exactamente igual. Quizás, algún cambio en mi peinado o en mi estilo, pero la misma persona.

 

Según tú, me recuerdas de hace treinta años. Es todo un récord, querido. Yo también me acuerdo de ti, eras bastante atractivo y ahora pues bueno, ¿qué tienes, sesenta años? Tranquilo, no te exaltes, que con tu edad podría darte un ataque al corazón. Además, no vas a conseguir demasiado. Está escrito. Lo escribiste tú mismo.

 

No es maldad, ni venganza. Es justicia, por todas mis hermanas a las que has engañado. Por todas esas chicas, a las que has hecho sufrir, por todas esas mujeres a las que has lastimado. Cállate, por favor. Das pena y te aseguro que te conviene que esté yo aquí y no mi jefa. Porque ella se recrea, yo soy más rápida.

 

¿Así te vas a quedar en silencio? No me gusta amordazar a nadie, pero es que no aprendes, Matt. Todas las malas acciones tienen consecuencias. Esto que tengo en la mano parece una jeringuilla con algún químico color rosado que te hará pasarlo mal, ¿a qué sí?

 

Pero, fíjate lo que te digo, no es nada creado en un laboratorio. Es natural, o mágico que dirían los tontos como tú. Y es una preciosidad, me encanta el color, la densidad, la textura...

 

No te muevas, es para nada. Sois todos iguales, hacéis daño y no pensáis en las consecuencias de vuestros actos. Ya, no me oyes. Sigue gruñendo, la transformación es un poco dolorosa según me han explicado, pero creo que cuando despiertes lo verás todo de otra manera. No me mires así. Quizás sea para ti como una liberación pero, sinceramente, espero que sea un castigo.

 

Buenas noches.

 

 

© MJ Pérez

miércoles, 23 de octubre de 2024

Julia de Castro: Antes de los años terribles de Víctor del Árbol

 


 


 

El tranquilo y ordenado mundo que Isaías se ha construido en Barcelona se tambalea con la visita de alguien de su pasado: Emmanuel, que le convencerá para regresar a Uganda y participar en un foro que tiene como objetivo la reconciliación histórica del país que abandonó muy joven para dejar atrás el horror.

«Antes de los años terribles yo era un niño feliz en ese lugar. La felicidad parecía el estado natural de la vida, algo tan obvio como que cada mañana salía el sol. Los primeros rayos de luz se colaban entre las ramas de palma del techo aquella mañana en la que todo empezó a cambiar.»

El cambio que representa el retorno desde su negocio de restauración de bicicletas va a suponer un terremoto emocional para Isaías y un peligro real para él y la mujer a la que ama y que ha hecho posible su nueva vida. El pasado siempre vuelve y solo enfrentándose a él y reconciliándose con quien se fue un día, podrá Isaías seguir adelante.

La lectura de esta novela me ha removido profundamente por la intensidad de los hechos que relata. Se trata de una obra dura, muy dura, que obliga a mirar de frente la vida de Isaías Loweri y su participación en la monstruosidad de la guerra civil en Uganda a finales del siglo XX, el tremendo y vergonzoso drama de los niños soldado. El secuestro de niños por el Ejército de Resistencia del Señor (LRA) con su líder Joseph Kony al frente para convertirlos en guerreros y esclavos sexuales golpea las conciencias y la sensibilidad de los lectores.

El LRA atacó brutalmente la población del norte del país, obligando a veinte mil niños a unirse a su grupo, secuestrando a más de cuarenta mil y provocando el desplazamiento de casi dos millones de personas. Por las denuncias recogidas sabemos que a estos niños, que fueron arrancados de sus familias y sus aldeas, se les obligaba a asesinar a sus padres, a modo de iniciación, para no tener hogar al que volver. Se les hacía trabajar acarreando suministros hasta que caían agotados y desfallecidos y, para no tener que cargar con ellos, se les dejaba morir o eran asesinados. Se les utilizaba como señuelos en los enfrentamientos con el ejército y a aquellos que no se adaptaban o se revelaban, se les cortaba la nariz, las orejas o los labios y se les obligaba a comer su propia carne.

Las niñas secuestradas no corrían mejor suerte, convertidas en una especie de “esposas” para el líder y sus comandantes, aquellas que se negaban eran violadas y asesinadas.

Una novela totalmente recomendable para tener presente la salvaje barbarie de la que es capaz el ser humano contra sus semejantes. No apta para personas a las que no les guste que les pongan las miserias humanas delante de los ojos.

 

 

© Julia de Castro

Mi invierno en libros

Enero 2021

 

lunes, 21 de octubre de 2024

Blanca del Cerro: El premio Veleta

 



        Le gustaba recordar.

Sentado en una mullida tumbona, en aquella inmensa terraza desbordada de plantas, de cara a un mar soslayado de arpegios infinitos y cantos de sirenas ocultas, ese mar que había sido el centro de su esencia y la fuerza motriz de su imaginación traducida en miles y miles de páginas, le gustaba recordar. No se permitía olvidar. No se lo permitiría nunca.

Armando Lomas, el director de la Editorial Veleta, la mejor, la más grandiosa, la más afamada del país, en la que deseaban publicar todos los escritores nacionales e incluso internacionales, acababa de salir por la puerta.

Y le gustaba recordar porque nada ni nadie podrían borrar de su memoria un pasado de turbulencias infinitas, de luchas gastadas, de silencios que hacían mucho daño y de pesares turbios, demasiado turbios como para olvidarlos en el cajón agrietado del ayer.

Se veía en aquella buhardilla diminuta, aunque acogedora, en la que tuvo la fortuna de recalar, recién llegado a la capital, gracias a su amigo Mario Bobadilla, tan desprendido y tierno como una madre. Fue Mario quien le consiguió un trabajo de friegaplatos y pinche en la cafetería en que prestaba sus servicios como camarero, de siete de la mañana a tres de la tarde. Fue Mario quien le acompañó a matricularse en la Facultad de Periodismo. Fue Mario quien le animó en todo momento a mantenerse firme y no decaer. Y fue Mario quien, algún tiempo después, le presentó a Marcela, su primera esposa. Posteriormente vendrían Lolita y Mireia, pero en esos últimos asuntos Mario no tuvo nada que ver.

        Armando Lomas, el dueño y señor de la mejor editorial del país, le había buscado, le había localizado, le había llamado y se había presentado en su fastuosa casa al borde del mar ante la negativa de Víctor de desplazarse a la capital para celebrar una entrevista. Por supuesto, no era la primera vez que entraba en contacto con la Editorial Veleta —el pasado, el pasado siempre detrás, demasiados recuerdos—, pero sí la primera en que el gran Armando Lomas se personaba ante él y le exponía un tema de tal envergadura. Fue un momento de gozo interno, de sutil venganza, de regocijo máximo. Fue el placer por el puro placer de tener a sus pies al dueño y señor del gigante que tantas veces le había rechazado.

        En aquellos años marcados con el tinte plomizo del ayer, una mezcolanza de luces y oscuridades, sobre todo oscuridades, Víctor trabajaba por las mañanas, asistía a clase por las tardes y estudiaba por las noches. No le quedaba un instante libre más que para dormir unas horas. Los días de asueto, descansaba poco y soñaba. Y fue entonces cuando empezó a escribir, retazos de pensamientos, cuentos, esbozos de libros, su deseo más íntimo, escribir, plasmar, dar forma a su fantasía, zambullirse en las letras y las palabras que surgían de algún pozo interno y oculto, y gritaban por salir a la luz, y se abrían paso a manotazos lentos, como dedos ansiosos, hasta tomar forma en centenares de cuartillas emborronadas que se amontonaban lentamente sobre la mesa.

        Unos minutos después de que Armando Lomas hubiera abandonado la casa, la puerta acristalada de la fastuosa terraza se abrió para dar paso a un hombre moreno, un poco calvo, un poco confuso, no muy alto pero fuerte, cuyos ojos oscuros bebían la brisa y que, aproximándose al lugar donde se encontraba Víctor, tomó asiento en una de las tumbonas y contempló a su amigo con un signo de interrogación reflejado en su rostro.

—¿Qué vas a hacer? —Preguntó tras unos instantes de duda.

        Víctor salió de su ensueño plagado de nostalgias. Levantó la cabeza y una sonrisa tierna se detuvo en sus labios.

        —¿Lo has escuchado todo?

—Por supuesto. No me he perdido una palabra.

—Es tan…

—Es tan… ¿verdad?

        La brisa rodeaba sus cuerpos como una campana de cristal.

—Pero… bueno… a pesar de lo que sea ¿qué vas a hacer?

Víctor entornó los ojos, esbozó una media sonrisa y se incorporó.

—Mario, amigo mío —respondió mirándole de frente— no sé a qué viene esa pregunta. Parece que no me conoces después de tanto tiempo.

        Y era tanto el tiempo transcurrido que se asemejaba a una inmensa cordillera desplegada hasta el horizonte, con sus cimas henchidas de recuerdos y sus laderas arañadas de sinsabores.

        En aquellos años pintados con la brocha de la esperanza, trabajó hasta el agotamiento, tanto en el restaurante para conseguir dinero, como en su pequeño hogar, siempre con el lápiz y las cuartillas, como en la facultad, devorando aquellos libros y apuntes que serían la base crucial de su existencia. En el mismo instante en que pudo permitírselo, adquirió su primera máquina de escribir. La escritura empezó a convertirse en el centro de su vida. Fue entonces cuando decidió presentar varios de sus cuentos a algunos de los diversos certámenes literarios existentes en el país —uno de ellos de la Editorial Veleta— pero, al parecer, aquellos escritos plagados de fantasía y encanto no eran nunca del agrado de los componentes de los jurados. Siempre existía otro escritor que los superaba. Acabó su primer libro poco antes de finalizar la carrera, libro que fue rechazado por varias editoriales, entre ellas la afamada Editorial Veleta. Pero Víctor Alameda, el hombre que guardaba mil sueños en su interior, no cejó ni permitió que nada ni nadie se interpusieran entre su vida y sus esperanzas. Continuó estudiando y escribiendo frenéticamente sus inagotables historias de luna y viento.

Una vez finalizados los estudios, Víctor entró a trabajar en un periódico local. A la vista del mundo que le rodeaba, el joven comprendió de inmediato que, para alcanzar su meta, debía tener mucha paciencia, no hundirse en la desesperanza y darse a conocer en los lugares adecuados. Asistía a tertulias y reuniones literarias, casi siempre acompañado de su amigo Mario, procuraba no faltar a las innumerables presentaciones de libros acaecidas en la ciudad, acudía a ferias y exposiciones, empezó a codearse con personas medianamente conocidas del mundo editorial y continuó escribiendo incesantemente, con verdadero frenesí, como si en ello le fuera parte de la vida. Su segundo libro, que pudo terminar robando horas al sueño y arañando minutos al trabajo, fue nuevamente rechazado por la Editorial Veleta, al igual que sucedería con otros posteriores.

El desánimo avanzaba a pasos agigantados por su alma. Se había zambullido en la vorágine de las letras y las letras comían y reconcomían lentamente su moral, su esperanza y su sueño.

Fue en aquella época cuando Mario le presentó a Marcela, una joven espectacular que trabajaba de becaria en su empresa. Y el amor surgió en forma de chispas multicolores abanicando el cuerpo de Víctor y llevándolo a la locura, una locura desquiciada en forma de ojos verdes y cabellos negros. Los enamorados —pletóricos de pasión, de burbujas y de ignorancia— contrajeron matrimonio cuatro meses después de ser presentados y obtuvieron el divorcio apenas dos años más tarde. A lo largo de ese tiempo de sombras oscuras agarradas a los poros, Víctor Alameda escribió la que sería una de sus mejores novelas. Animado por Mario, decidió presentarla al Premio Veleta, el certamen más prestigioso y mejor retribuido del país, convocado todos los años por dicha editorial. Su libro no fue premiado.

La desesperación y la desesperanza empezaron a aposentarse en su vida como gotas de ácido corrosivo. Mario continuó a su lado, como una madre tierna, como un hada cariñosa. Y fue entonces cuando, surgida de un mar invisible de ilusiones, una ola de plenitud y fortaleza, apareció Puri.

Puri, pequeña y vivaracha, con sus ojos color avellana cuajados de alegría, sus modales pausados, sus gestos desabridos, su sonrisa de mariposa y su increíble fuerza interior, era la directora de una pequeña editorial de nombre Sensaciones que luchaba por salir adelante en el encrespado mar literario. Una labor titánica. Y en el transcurso de una feria habló con el escritor. Y poco a poco se hicieron grandes amigos. Y se interesó por su obra. Y Víctor Alameda consiguió publicar su primer libro en Sensaciones del cual apenas se vendieron cien ejemplares.

—Eso no significa nada, Víctor —decía Puri—, tú sigue adelante y no desfallezcas. Escribe siempre, no dejes de escribir pese a todo. Yo confío en ti y en tu talento.

La comprensión de Puri, su sonrisa de color malva, como un despertar del cielo, su ánimo, su sencillez, su dedicación, fueron los peldaños por los que el escritor siguió subiendo hacia una posible cumbre que no sabría si llegaría a alcanzar.

En aquella época de desánimos, altibajos y sinsabores, el escritor de los sueños encantados conoció a Lolita, su segunda esposa, totalmente distinta a la primera, con quien permaneció unido a lo largo de un año y medio, sólo un año y medio. Sus relaciones con las mujeres eran, al parecer, un algo efímero e insustancial. Tal vez tuviera él la culpa, su forma de ser, sus ansias por la escritura, sus deseos ocultos, su persistencia, sus incongruencias, su locura al fin y al cabo. Porque en el fondo, abrigaba la sospecha de que había sido absorbido por una completa locura. Quiso preguntarse las razones de tan mala fortuna con las mujeres pero prefirió no hacerlo —¿para qué, en realidad— ya que, tras su segundo fracaso amoroso, su mente quedó de inmediato sumergida en lo que realmente plagaba su vida de candelas brillantes: la escritura.

Había nacido para escribir, lo sabía, no deseaba hacer otra cosa, y si el mundo no lo aceptaba, o no lo comprendía, o no le interesaba, no era problema de Víctor. Él seguiría adelante, siempre adelante, por encima de cualquier obstáculo, por encima de cualquier coyuntura, siempre adelante…

Su segundo libro publicado, escrito como a trallazos y guiado por la tristeza en la que se hundió tras su separación de Lolita, pasó desapercibido, al igual que los siguientes, hasta un total de cinco, pero Víctor continuó su camino de espinas e ilusiones, escribiendo artículos y libros, presentándose a distintos certámenes, siendo rechazado, creando y recreando ilusiones luchando, bebiendo el aire de la esperanza y de la desesperación. Adelante, siempre adelante, y con Mario y Puri a su lado.

Fue su sexto libro, titulado Sombras del ayer, el que por fin le catapultó a la fama y con el que empezó a saborear las mieles del éxito en forma de varias ediciones, entrevistas en los medios, invitaciones a diversos actos, traducciones a distintos idiomas y alguna conferencia. Víctor rebosaba de felicidad por dentro.

Un volcán de sueños estalló en su interior sintiéndose pletórico de esperanzas. Los terribles años transcurridos entre trabajo incesante, búsquedas y persecuciones, mareas de dudas y sombras, miles de sombras a su alrededor, quedaron aplastados —que no olvidados— por un hoy cargado de esperanzas.

Víctor continuó escribiendo y publicando.

Conoció a Mireia, su tercera esposa, pasados los cuarenta, cuando el viento empezaba a murmurarle al oído que probablemente estaría solo hasta el fin de sus días. No me hubiera importando, ya creía que iba a ser así, pensó, pero Mireia, he hallado a Mireia, ella es especial, con ella a mi lado llegaré al fin del mundo. Creyó haber encontrado el gran amor en aquella mujer aparentemente serena y dulce, de ojos grandes y oscuros, y modales delicados. Y se equivocó de nuevo. Su matrimonio apenas duró un año hundiendo a Víctor en un estado de angustia y desesperación que le llevó a escribir y a escribir sin cesar, sin pausa, sin tregua, agarrándose a la escritura como a su única tabla de salvación. De su mano salieron miles de folios, miles de ideas, de sensaciones y de sueños. Fueron varios años de dedicación continua a las letras durante los cuales tuvieron lugar múltiples acontecimientos: Mario consiguió un puesto de director administrativo en una prestigiosa empresa multinacional; Mario y Puri se enamoraron, contrajeron matrimonio y tuvieron dos hijos; la editorial Sensaciones se situó entre las primeras del país; algunos de los libros de Víctor Alameda adquirieron fama internacional vendiéndose a millares; y el escritor de los sueños encantados decidió construirse una casa frente al mar donde paladear su soledad hasta el fin de sus días, abandonando para siempre el bullicio de la gran ciudad.

No habrá más mujeres, no habrá más amor, sólo habrá sueños, millones de sueños que volarán eternamente hacia un espacio sin horizonte, esos que quedarán plasmados en mis obras, esos que guardo y guardaré siempre en mi interior y finalmente ofreceré al mundo.

Fue allí, en su casa bañada de azules y olas, donde recibió la llamada y la visita de Armando Lomas, el director de la Editorial Veleta. Fue allí, en aquella fastuosa terraza atiborrada de plantas y fantasía, donde aquel hombre repleto de oscuridades le expuso su propuesta. Y fue allí, frente a aquel mar que tantas locuras en forma de libros le había inspirado, donde Víctor le escuchó anonadado y estupefacto.

—Usted es un escritor ya famoso y creo que eso merece un buen premio —expuso Armando Lomas tras una breve conversación insustancial, mientras degustaba un delicioso cóctel de frutas.

—Yo ya tengo mi premio —respondió Víctor—. Mi premio está en mis libros.

—Usted se conforma con poco.

—¿Poco? —Respondió extrañado.

Qué sabía Armando. Qué podría saber…

—Sí, amigo, sí. Se conforma con muy poco.

—Creo que tengo bastante más de lo que muchos seres humanos podrían desear.

        Los ojos de Armando Lomas eran duros.

        ¿Cuántas veces habría repetido aquella comedia?

—¿Y qué le parecería…? —Dejó caer el editor.

Porque aquello tenía visos de comedia.

Víctor sabía de antemano —o al menos lo sospechaba— lo que aquel hombre recio iba a exponerle. Lo sabía porque todos los escritores lo comentaban en voz baja, porque era un rumor que corría por todas partes, porque se decía y se repetía en su mundo, porque, hasta cierto punto, era lógico que aquel tipo de seres actuase así. Ellos no sabían nada de miseria, pobreza y soledades.

—¿Qué le parecería un millón de euros de premio?

Víctor sonrió débilmente. ¿Cuántas veces le había rechazado la Editorial Veleta? ¿Cuántas veces había cruzado sus puertas y había salido hastiado y asqueado? ¿Cuántas veces había llevado allí sus libros? ¿Cuántas horas había esperado una respuesta que a la postre siempre había sido negativa? ¿Cuántas veces a lo largo de los años había oído la palabra no?

Víctor suspiró profundamente antes de preguntar:

—¿Un millón de euros por hacer qué?

—Por hacer lo que usted sabe hacer, querido Víctor, por escribir un libro nada más —respondió Armando Lomas sin dejar de sonreír.

—Y nada menos —murmuró Víctor.

Resultaba evidente que aquel hombre se creía en posesión de la verdad. Aquel hombre pensaba —como suele pensar gran parte de la humanidad— que un libro es un soplo de aire que surge inesperadamente, como un silbido tenue, como una brisa callada, como una pluma que se posa ingrávida sobre una mesa, y no imaginaba la cantidad de horas, días, meses o incluso años que podía encerrar una empresa de tal envergadura, y amarguras, y dolores, y tristezas, y sinsabores, e incluso lágrimas. No lo imaginaba o no lo quería imaginar. Su labor, al fin y al cabo, no consistía en eso.

—¿Y por escribir un libro me van a dar tal cantidad?

—Usted lo escribe, evidentemente, y después lo presenta al Premio Veleta, que es el más prestigioso del país, además del mejor retribuido, y nosotros se lo premiamos. Así de sencillo. —A Víctor la sonrisa que tenía delante le pareció agria, cada vez más agria—. Necesitamos escritores de peso para este tipo de asuntos ya que, de lo contrario, perderíamos dinero y, como comprenderá, no estamos en este negocio para perder dinero.

¿Negocio? Los sueños, las ilusiones, las esperanzas, la lucha, la búsqueda, los miles de horas de trabajo… ¿un negocio? La batalla diaria, los empujones, la escalada, el día a día plagado de zozobras, los millones de minutos rascados a otras actividades para poder escribir, el hecho de buscar un buen tema, de darle forma, de plasmarlo en hojas, de corregirlo, de perfeccionarlo… ¿un negocio? El corazón latiendo en un océano de fantasía, el alma prendida de un hilo, la fuerza, el dolor, los sueños… ¿un negocio? Aquel hombre oscuro sabía lo que decía pero ignoraba la esencia de lo que expresaba. No tenía ni idea del significado de un libro.

La brisa del mar acariciaba los rostros de dos seres marcados por sueños muy distintos.

Víctor permaneció callado. Por su mente pasaron como ráfagas temblorosas sus visitas a la Editorial Veleta a lo largo de los años y los múltiples rechazos recibidos, y sus miles esperanzas e ilusiones aplastadas por el gigante ahora a sus pies.

El gigante ahora a sus pies… jamás lo hubiera imaginado.

—¿Qué me contesta? —Preguntó finalmente el magnate de las letras.

Víctor continuó en silencio.

—Le veo un tanto… dubitativo. ¿Le extraña lo que le he dicho?

—No, no me extraña en absoluto.

—Entonces, ¿qué me contesta?

Le hubiera dado tantas respuestas que habrían podido continuar hablando durante horas, pero Víctor permaneció mudo porque sus pensamientos se amontonaban unos tras otros sin permitirle hablar. Sería muy sencillo, escribir un libro, presentarlo al certamen y ganar mucho, muchísimo dinero, mucho más del que tenía que, en realidad, le bastaba para vivir holgadamente, sin hacer otra cosa que lo que mejor sabía hacer y lo que más amaba. Pero tal acto no sería escritura sino negocio, tal acto supondría la claudicación de sus propias ideas, supondría el entierro absoluto del pasado, supondría la incorporación a las filas de los indeseables contra los que tanto había luchado y de los que siempre había huido en un ayer muy lejano pero siempre presente, supondría la negación de su propio yo, supondría tanta miseria...

Lo cierto era que Armando Lomas estaba intentando arreglar un negocio más de los muchos que compondrían su vida.

Lo cierto era que Armando Lomas estaba intentando eliminar—probablemente una vez más— un obstáculo en su existencia.

Lo cierto era que Armando Lomas estaba intentando comprar la esencia de Víctor Alameda por un millón de euros.

—¿Qué me contesta? —Volvió a preguntar el gran editor—. Un millón de euros es una oferta tentadora.

El graznido de las gaviotas subía y subía como un gemido casi lúgubre.

—Tiene razón —respondió Víctor levantándose para dar por terminada la entrevista—, es una oferta tentadora, pero tengo que pensármelo.

Aquel hombre oscuro se mordió los labios ocultando un enorme manojo de furia. Depositó su vaso sobre la mesa y tardó en ponerse en pie porque los pensamientos le avasallaban. No daba crédito a lo que acababa de escuchar. No acababa de asimilarlo en profundidad. No creía que pudiese ser cierto porque los hombres no eran así. Los hombres, por el mero hecho de ser hombres —lo llevaban en la sangre— siempre sucumbían. Bien lo sabía él. Por primera vez en su dilatada vida entre números y letras —más números que letras—, por primera vez en su existencia alguien estaba a punto a rechazar lo que jamás nadie había rechazado. No era posible.

—¿Tiene que pensárselo? —Armando Lomas y Víctor Alameda quedaron frente a frente escondiendo una lucha de pupilas ansiosas—. Quiero que comprenda que no solo es el dinero, sino también todo lo que conlleva la obtención del Premio Veleta, ya sabe, la publicidad, los medios, la fama a nivel internacional, el certamen más prestigioso del país, usted entiende de lo que hablo. Cualquier escritor aceptaría de inmediato.

Víctor sonrió con amargura.

—Pero tal vez yo no sea cualquier escritor —contestó tranquilo.

Se vio perdido en el marasmo del pasado, la detallada preparación de un escrito, la ilusión encerrada en la espera tras haber enviado un relato, o un poema, o un libro, a un certamen literario, o a un agente, o a una editorial, los días de angustia, la esperanza vestida de hojas verdes, la ausencia de respuesta, el silencio, un silencio amargo, el rechazo, el decaimiento, la desilusión, la pena, el dolor… y vuelta a empezar. ¿Todo aquello era mentira? ¿Era un pozo de miseria? ¿Era una comedia absurda? ¿Era una farsa? Y ahora, ¿iba a ser él no sólo partícipe sino protagonista de dicha farsa?

Víctor Alameda acompañó a Armando Lomas hasta la puerta y lo despidió amablemente.

Sentado en una mullida tumbona, en aquella inmensa terraza atiborrada de plantas, el escritor de los sueños encantados contempló el mar preñado de fantasías locas.

Mario, el pequeño Mario Bobadilla, tan tierno como una madre, había escuchado toda la conversación escondido entre las cortinas de las puertas acristaladas. A lo lejos se oían las voces de Puri, su mujer, y de Mario y Víctor, sus hijos, bañándose en la piscina.

—¡Un millón de euros! —Exclamó Mario mientras se sentaba frente a su amigo—. ¡Es una cantidad fabulosa!

—Sí, Mario, tienes razón, es una cantidad fabulosa.

—¿No te lo parece?

—Sí, claro que sí. Es evidente que Armando Lomas me quiere comprar por un millón de euros.

—Bueno… dicho así…

—No se puede decir de otra manera.

Las ilusiones, las esperanzas, las horas, los sueños de tantos y tantos escritores manipulados, engañados, despedazados. Un negocio. Los sueños no eran al fin y al cabo más que un negocio.

—Y… ¿vas a participar? ¿Vas a presentarte? ¿Vas a aceptar lo que él quiere? ¿Qué vas a hacer?

Víctor miró a Mario con ternura y esbozó una sonrisa cubierta de mar y gaviotas.

—Parece que no me conoces después de tanto tiempo —musitó.

Su sueño cumplido se derretía junto a las olas. Permaneció un rato pensativo, como tragado por el fragor del agua, y finalmente contestó:

—Mario, amigo mío, después de tanto tiempo… tú sabes perfectamente lo que voy a hacer.

© Blanca del Cerro

sábado, 19 de octubre de 2024

Liliana Delucchi: Las horas muertas


 


—Mira lo que descubrí, abuela. ¿Me lo puedo quedar?

Laura levanta la vista de su bordado y se baja los anteojos para mirar por encima de ellos. Tarda unos segundos en enfocar a su nieta quien, de pie junto a una mesilla, parece tener algo que cuelga de sus dedos.

Sabe lo que es.

—¿Dónde lo has encontrado?

—En uno de los cajones del escritorio del abuelo.

—Déjalo en su sitio, no me gusta que revuelvas entre sus cosas. Y no. No te lo puedes quedar.

La anciana regresa a sus hilos a la espera de que esa preadolescente curiosa abandone la estancia. Cuando escucha la puerta cerrarse se da cuenta de que una mancha roja ha salpicado su punto de cruz. Se chupa el dedo. No es nada, solo un pinchazo. Esta niña me ha distraído.

Sin embargo, no puede concentrarse en el bordado. Mira hacia los ventanales y le parece verlo en el jardín. ¿Cuánto tiempo ha transcurrido? ¡Qué más da! Ya pasó.

Esa noche un torbellino de recuerdos no la deja conciliar el sueño. Vuelve a su mente una madrugada de invierno, cuando la despertó su doncella para decirle que la policía estaba en el salón. Bajó las escaleras envuelta en su bata de seda y encontró a unos hombres uniformados junto a sus hijos. Alberto y Pablo con caras de consternación. Los visitantes con expresión de malas noticias.

—Han encontrado a papá sentado en el banco de una plaza. Muerto. Un ataque al corazón.

No recuerda quién de los dos lo dijo, solo que se cogió al respaldo de una silla para mantenerse en pie. ¿Muerto? ¿En una plaza? Pero si él odiaba los paseos bajo los árboles, a los críos con sus niñeras y hasta a los perros que se le acercaban a olisquearlo.

Los días siguientes están envueltos en la bruma de la morgue, visitas de pésame y abogados. El entierro se mantiene nítido en su mente, como la mañana de sol en que tuvo lugar. Y aquella mujer, alejada de los parientes y amigos, apoyada contra el mausoleo de los Álzaga, vestida de luto y con la cara hinchada por el llanto. Nadie supo decirle quién era. O nadie quiso.

Hay cosas que es mejor no saber, Laura, repetía su hermana una y otra vez. Y aunque ella hubiese preferido mantenerse en la ignorancia, siempre alguien opina lo contrario.

Así fue como se enteró de que a José María el ataque al corazón no le sobrevino mientras paseaba por el parque, sino en un burdel al que era asiduo. Sus amigos lo sacaron de la cama de su amante, lo vistieron y sentaron en aquel banco para dar cierta dignidad a su muerte. Hasta le colgaron del chaleco el reloj del que nunca se separaba. Se había detenido en las ocho menos veinte, la hora exacta de su muerte.

¿Cuántos momentos pasó con ese objeto en las manos, intentando discernir lo ocurrido? Le hacía preguntas que ningún tic tac contestaba, acariciando el cristal y la cadena, hasta que un día lo escondió en el fondo de un cajón del escritorio. Hoy su nieta lo había encontrado.

Su matrimonio fue como muchos de aquella época: Joven guapa y de buena familia, sin más pretensiones que ser esposa y madre, se casa con apuesto y acaudalado hombre, un poco mayor, pero bien situado. Una relación tranquila, sin una palabra más alta que la otra, con vacaciones a orillas del mar y cenas con muchos invitados. ¿Tranquila? Para Laura sí, pero parece que para su marido no. Recuerda que le solicitaba un poco de creatividad en sus relaciones sexuales, ella se persignaba y escondía la cara en la almohada hasta que él abandonaba el dormitorio.

¡Pobre José María! Yo lo empujé a los brazos de otras mujeres, hasta que encontró en el burdel una especial. Alicia Garmendia. Con el tiempo supo su nombre, fue cuando leyeron el testamento. ¿Lo habría amado? Él a ella sí, estaba segura.

Laura se cubre la cabeza con el edredón, pero no logra tapar sus pensamientos. Se levanta, se pone las zapatillas y atraviesa el silencio de la casa hasta el despacho que fuera de José María. Sabe exactamente dónde encontrarlo. Abre el cajón con suavidad, intentando no hacer ruido. Allí está, mudo como desde hace tantos años. Sus manos lo cogen con mimo, lo acaricia y lo esconde entre los pliegues de su bata. Mañana, se dice, mañana lo haré.

Al día siguiente llama a la oficina del notario de la familia. Él sabrá su dirección, ya que todos los meses le envía dinero.

Cuando Alicia Garmendia abre la puerta, Laura extiende su mano con el reloj.

—Él hubiese querido que se lo quedara.

 

© Liliana Delucchi