jueves, 5 de junio de 2025

Sol Cerrato: Siempre el mar

 


 

Siempre el mar

en mis tobillos orgullosos.

 

En el parpadeo del miedo

se arropa la tristeza.

 

Rotas son las estelas

que deja la luna al paso por la noche.

 

Tal vez se olvidó de mí...

Tal vez no supo entender

el sentido de esta metáfora de agua y sal.

 

Ahora yo necesito de tu amistad

Camuflada de anhelos.

 

Añoro tu esqueleto de aire y palmera

Cubierto con harapos raídos

de aquel juglar

que habitó en otras tormentas.

 

En una grieta de caracola

escucho musitar a las olas,

hablan

de la espuma tranquila

de la arena silenciosa.

de esta pasión creativa

y contagiosa.


 

 © Sol Cerrato Rubio

 

martes, 3 de junio de 2025

Amantes de mis cuentos: La luz de la luna


 

 


Mi hermana y yo somos gemelas. Tenemos cinco años. Ella se llama América y yo Europa. Cosa de mis padres. A nosotras nos gustaría llamarnos Carmencita y Pilarín, pero no puede ser. Hay unos libros donde ya están escritos nuestros nombres.

Hace muchos días vinieron los abuelos a nuestra casa pusieron sábanas a los muebles, rellenaron una maleta con nuestra ropa, juguetes y un montón de papeles. Nos trajeron a su pueblo. Dicen que nuestros padres se fueron de viaje, nada menos que a la luna.  

La casa de los abuelos está muy cerca del río, es muy grande, con los techos muy altos, por las noches se oyen ruidos muy extraños, las maderas crujen como si alguien las pisara. El abuelo dice que no nos preocupemos, que son los fantasmas. 

Y nuestra mente de niñas se envalentonó, unas veces eran fantasmas buenos, otras malos. Se lo preguntamos a la abuela y nos dijo que ni fu ni fa y siguió con la cena. Las dos tomadas de la mano nos sentamos a pensar que así se llamaban y que por las noches con unas sábanas blancas mecidas por el viento entraban en nuestra habitación, se nos quedaban mirando y luego, ante el ventanal, contemplaban la luna.

Esa noche delante de la foto de bodas de nuestros padres les hablamos muy seriamente. Que regresaran, que se dejaran de tanto viajar, que cerca de nosotras vivían unos fantasmas a los que les gustaba la luna y que, quizás, por estar hambrientos —la abuela nos obligaba a comerlo todo— a lo mejor pretendían tragarse a los turistas de la luna. Que tuvieran mucho cuidado.

Al día siguiente estábamos jugando con nuestras muñecas tiradas en el suelo del comedor, cuando oímos a la abuela hablar en susurros con la vecina. Como es natural nos levantamos y pegamos las orejas a la puerta. Le decía llorando la tragedia que había caído sobre nuestra familia. Nuestros padres habían muerto en un accidente de coche.

Ahora sí que lo comprendimos todo. Los fantasmas no eran unos extraños, eran nuestros padres que nos arropaban de noche.  



© Marieta Alonso Más


domingo, 1 de junio de 2025

Amantes de mis cuentos: Séptimo cumpleaños

 


Por la puerta siempre abierta se asomaba la cara de un niño. Sus ojos, negro azabache, brillaban repletos de risas. En el establo que estaba a pocos metros, una vaca pateaba el suelo y otra estaba acostada sobre la hierba. Hasta él llegaba un penetrante olor: la mezcla de paja y estiércol.

Se oyó la voz de la abuela llamando a desayunar. Era el día de su cumpleaños. A mediodía irían a celebrarlo a casa de la tita Ofelia. Le encantaba comer en casa ajena. La abuela siempre hacía cocido, pero su tita, no. Al primero le llamaba aperitivos: queso, jamón, lomo, aceitunas, ensaladilla rusa… Todo le gustaba. Luego le ponía en el plato un inmenso filete de ternera que el abuelo cortaba a cachitos. De vez en cuando, el anciano le robaba uno y él hacía como si no lo hubiera visto. Por fin el postre: arroz con leche. Y el primer regalo. No sabía cómo se las ingeniaba, pero tita Ofelia siempre acertaba con lo que él más deseaba y eso que estaba en una silla de ruedas. El regalo de los abuelos era muy barato, cientos de besos. Lo demás eran malcriadeces, comentaban.

Luego volvían a la finca para recibir la visita de su tío Ramón y su tía Hortensia, las dos cuñadas se toleraban. Y lo mejor de todo, la llegada de sus cinco primos. Recibía más regalos y a jugar. Era feliz entre tanta gente, entre tantas emociones.

Pero aquel cumpleaños terminó en desastre. Uno de los primos corriendo tropezó con la mesa y el juego de té, la joya de la familia, se hizo añicos.

Han pasado muchos años. Y todavía recuerda la expresión de terror de la tía Hortensia y el grito de la abuela ¡Dios mío! Desde entonces detesta el té. Bebe café.

 

© Marieta Alonso Más    

 

 


sábado, 31 de mayo de 2025

Gente creativa: El factor humano

 


 

La era digital y yo tenemos un conflicto amoroso. Tengo casi ochenta años y ella tiene, debida a su juventud, esa energía desbordante, que me agobia. Intento seguir sus pasos, pero me quedo atrás, ella avanza en patinete y yo con un bastón.

Que si el móvil, que si la Tablet, que si el ordenador me paso el día con la cabeza echando chispas. Amo los avances tecnológicos, me casé con ellos, pero a veces, pido a gritos el divorcio.

Anoto todo lo que voy aprendiendo, pero cada minuto aparecen cosas nuevas. Las actualizaciones me traen por la calle de la amargura.

Menos mal que hay un PC Box en la Avenida Ciudad de Barcelona, 37, en Madrid, que no es una tienda cualquiera. Y lo achaco a las excelentes personas que lo atienden: José Vicente y Armando.

Desde hace muchos años acudo a ellos. Y allí, cada vez que he ido, he encontrado soluciones rápidas y eficaces, unidas a un trato excelente. Gracias por su buen hacer. Gracias por su amabilidad. Gracias por ser tan buenos profesionales.

Cuando mi ordenador ha leído lo que he escrito lo ha corroborado. 

Y es que ser agradecido es de...  

 

© Marieta Alonso Más

 

viernes, 30 de mayo de 2025

jueves, 29 de mayo de 2025

Cristina Vázquez: Inoportuna llamada

 


El vuelo fue largo y turbulento. Es imposible atravesar Los Andes, América de lado a lado y el Atlántico sin que Eolo y todas las furias que deben acompañarle, te permitan reposar durante las largas horas del viaje. Isabel reflexionó sobre su curso para perder el miedo al avión. No creía que hubiera sido capaz de venir sola desde Santiago de Chile a Madrid sino lo hubiera hecho, aunque tuviera la ayuda proporcionada por los tranquilizantes y los gin tonics que se atizó. Pero cualquier ayuda es poca cuando una se enfrenta sola al pánico. Incluso, consiguió aplicar las pautas aprendidas consistentes en que cuando el avión entraba en turbulencias, era como conducir un coche por un firme mal empedrado. Y la otra era que no estaba suspendida en el vacío, no, estaba sostenida en un soporte fluido.

El momento en que el comandante anunció la aproximación a Madrid, en un cielo encelado de borrones negros y brochazos naranjas, pese a los meneos del descenso, algo en ella se expandió como un globo aerostático ante la esperanza de tocar tierra. Este sentimiento la impulsó a tener fe y confiar en que la llegada a casa de sus tíos fuera el comienzo de su nueva vida. Su frase preferida de los últimos tiempos era “he puesto el contador a cero.” Y mientras trataba de bajar el equipaje de mano, la realidad de ese cero le hizo sentir un repeluco por la espalda.

Venía sin un duro, un poco triste porque su amante chileno, Ernesto, había tenido una malhadada caída del caballo y decidió volver con la legítima que era enfermera para que le cuidara. Además, el curso para el que fue contratada por la Universidad Católica de Santiago para dar micología comparada entre los hemisferios norte y sur, resultó peor pagado de lo convenido y una inundación en su piso terminó de arruinarla.

Estaba convencida de haber comunicado a los tíos su llegada, pero de repente, dudó si había concretado la fecha. Mientras recogía el equipaje les llamó por teléfono sin obtener respuesta. No pasaba nada, estarían desconectados o a lo mejor en la casa del Escorial con mala cobertura. Era temprano y quizás estuvieran dormidos. Esperó un rato tomándose un desayuno de café doble que la entonara y decidió ir a casa de ellos.

Ya en el portal volvió a llamar por teléfono sin obtener respuesta. Pulsó el cuarto C, el piso de sus tíos, y sin que preguntaran quién era le abrieron, lo que le pareció extraño e imprudente. La mañana ya estaba mediada y empezaba a hacer un calor para el que su ropa invernal resultaba insufrible. Menos mal que el equipaje era escaso, pensaba arrastrando su saco dentro del ascensor. Se sorprendió al ver que la puerta estaba entornada y la empujó con timidez. Nadie la recibió. Susurró el nombre de su tía Encarna con cierto apuro, cuando vio que se dirigía hacia ella una mujer entrada en años y carnes que la besaba llorosa en ambas mejillas, le daba las gracias por venir de tan lejos, afirmó señalando el bolso de viaje y la instó a que pasara al salón.

Se quitó la cazadora de cuero y se quedó con los vaqueros y la sudadera azul eléctrico con unas siglas pintadas. No reconoció la decoración, todo le resultaba ajeno y diferente. Al entrar en el salón un coro de miradas oscuras se volvieron hacia ella.

—Hola —atinó a decir— vengo a ver a mi tío Paco.

—Pues ahí lo tienes —contestó una decidida mujer señalando con el pulgar hacia el comedor.

Se desplazó sorprendida a la habitación señalada donde lo primero que vio a través del pasillo fue un resplandor de velas impropio del lugar y la hora. Con paso silencioso y precavido asomó la cara por el dintel y lo que se encontró fue un catafalco en el lugar de la mesa de comer, rodeado de cirios y velas. Espantada, dio un paso atrás. Una de las mujeres enlutadas que llevaban y traían bebidas y algo para sostener la pena, la empujó con firmeza para que volviera a entrar y rezara un poco por el pobre Paco.

—¿Paco? —repitió Isabel aturdida—. No me había enterado de su muerte.

Se apoyó en la pared y con los ojos empañados preguntó dónde estaba su tía Encarna.

—¿Encarna? —le respondió la mujer que sostenía con destreza una bandejita—. No sé quién es. Paco era soltero.

Se fue de la casa a toda prisa y al llegar al portal preguntó al portero por sus tíos. Hacía mucho que se habían traslado al cuarto D, afirmó sabihondo, más amplio, mejores vistas, pero estaban de crucero.

—La verdad —cabeceó pensativo—, que doña Encarna y don Francisco últimamente no paran.

© Cristina Vázquez

martes, 27 de mayo de 2025

MJ Pérez: Margaret

 


 

Odiaba quedarse a dormir en casa de la abuela. Las habitaciones olían raro y estaban atestadas de cosas que no tenían ningún sentido para ella. Figurillas, paños de ganchillo y fotos de personas que murieron mucho antes de que ella hubiera nacido. Tampoco le gustaba el tacto áspero de las manos de la madre de su madre ni como crujía su cabello plateado cuando la abrazaba. Pero, sin duda, lo que peor llevaba era la muñeca que siempre la vigilaba desde el aparador de la alcoba en la que dormía.

Margaret, así la llamaba su abuela, era un engendro a los ojos de la pequeña. Su cabello rubio peinado en trenzas, sus ojos de iris azules fijos y su rostro inexpresivo le producían auténtico pavor. Si a ese se le sumaban sus horrendas y poco artísticas manos, así como el sombrero de ala ancha y el vestido extremadamente almidonado, dormir en casa de la anciana se había convertido en misión imposible.

Por mucho que suplicó, ni su madre ni su padre entendieron a razones y tuvo que pasar otra noche de insomnio junto a Margaret. Cuando le confesó sus miedos a su abuela ella soltó una serena risa, como hacía siempre en opinión de la chiquilla, y le prometió que aquel juguete no le haría nada. Incluso le aseguró que al ir vestida como la muñeca de la canción infantil podrían ser amigas.

Una vez en la cama, la pequeña notaba aquellos ojos brillantes en ella. Cerró los ojos, derramó lágrimas y llamó a su abuela (que tenía la televisión a todo volumen y ni siquiera la escuchó). Nada resultó, sin embargo, el auténtico pavor no llegó hasta que empezó a oír el crujido de la porcelana y el frufrú del vestido cada vez más cerca de ella.

Gritó hasta quedarse sin voz, una y otra vez, en un terrible círculo que parecía no tener fin. Sin embargo, la muñeca continuó moviéndose y avanzando hasta que se colocó junto a su oído. Un escalofrío recorrió su ya maltrecha anatomía. A pesar de todo, no pudo moverse, estaba petrificada de miedo, y solo entonces oyó la palabra que Margaret pronunció: ayúdame.

La chiquilla encendió la luz de un manotazo, liberada de aquella extraña parálisis, y observó a la muñeca, aunque hubiera jurado que era imposible, los ojillos azules parecían empapados en lágrimas. La apretó contra su pecho y le prometió que la sacaría de allí.

Ese fue el primer paso, porque la niña no se contentó con salvar a la desgraciada Margaret. Su afinidad con ciertos poderes sobrenaturales la hacían idónea para ayudar a almas en pena. Por ello se formó todo lo que pudo mientras crecía y pronto fue relativamente conocida en el mundillo. Lo que empezó como una mano tendida acabó por convertirse en una forma de vida.

 

Ella es Marissa Gray, experta en lo sobrenatural.

 

© MJ Pérez