Le gustaba recordar.
Sentado
en una mullida tumbona, en aquella inmensa terraza desbordada de plantas, de
cara a un mar soslayado de arpegios infinitos y cantos de sirenas ocultas, ese
mar que había sido el centro de su esencia y la fuerza motriz de su imaginación
traducida en miles y miles de páginas, le gustaba recordar. No se permitía
olvidar. No se lo permitiría nunca.
Armando
Lomas, el director de la Editorial Veleta, la mejor, la más grandiosa, la más
afamada del país, en la que deseaban publicar todos los escritores nacionales e
incluso internacionales, acababa de salir por la puerta.
Y
le gustaba recordar porque nada ni nadie podrían borrar de su memoria un pasado
de turbulencias infinitas, de luchas gastadas, de silencios que hacían mucho
daño y de pesares turbios, demasiado turbios como para olvidarlos en el cajón agrietado
del ayer.
Se
veía en aquella buhardilla diminuta, aunque acogedora, en la que tuvo la
fortuna de recalar, recién llegado a la capital, gracias a su amigo Mario
Bobadilla, tan desprendido y tierno como una madre. Fue Mario quien le
consiguió un trabajo de friegaplatos y pinche en la cafetería en que prestaba
sus servicios como camarero, de siete de la mañana a tres de la tarde. Fue
Mario quien le acompañó a matricularse en la Facultad de Periodismo. Fue Mario
quien le animó en todo momento a mantenerse firme y no decaer. Y fue Mario
quien, algún tiempo después, le presentó a Marcela, su primera esposa.
Posteriormente vendrían Lolita y Mireia, pero en esos últimos asuntos Mario no
tuvo nada que ver.
Armando Lomas, el dueño y señor de la
mejor editorial del país, le había buscado, le había localizado, le había
llamado y se había presentado en su fastuosa casa al borde del mar ante la
negativa de Víctor de desplazarse a la capital para celebrar una entrevista. Por
supuesto, no era la primera vez que entraba en contacto con la Editorial Veleta
—el pasado, el pasado siempre detrás, demasiados recuerdos—, pero sí la primera
en que el gran Armando Lomas se personaba ante él y le exponía un tema de tal
envergadura. Fue un momento de gozo interno, de sutil venganza, de regocijo
máximo. Fue el placer por el puro placer de tener a sus pies al dueño y señor
del gigante que tantas veces le había rechazado.
En aquellos años marcados con el tinte plomizo
del ayer, una mezcolanza de luces y oscuridades, sobre todo oscuridades, Víctor
trabajaba por las mañanas, asistía a clase por las tardes y estudiaba por las
noches. No le quedaba un instante libre más que para dormir unas horas. Los
días de asueto, descansaba poco y soñaba. Y fue entonces cuando empezó a
escribir, retazos de pensamientos, cuentos, esbozos de libros, su deseo más
íntimo, escribir, plasmar, dar forma a su fantasía, zambullirse en las letras y
las palabras que surgían de algún pozo interno y oculto, y gritaban por salir a
la luz, y se abrían paso a manotazos lentos, como dedos ansiosos, hasta tomar
forma en centenares de cuartillas emborronadas que se amontonaban lentamente
sobre la mesa.
Unos minutos después de que Armando
Lomas hubiera abandonado la casa, la puerta acristalada de la fastuosa terraza
se abrió para dar paso a un hombre moreno, un poco calvo, un poco confuso, no
muy alto pero fuerte, cuyos ojos oscuros bebían la brisa y que, aproximándose
al lugar donde se encontraba Víctor, tomó asiento en una de las tumbonas y
contempló a su amigo con un signo de interrogación reflejado en su rostro.
—¿Qué
vas a hacer? —Preguntó tras unos instantes de duda.
Víctor salió de su ensueño plagado de
nostalgias. Levantó la cabeza y una sonrisa tierna se detuvo en sus labios.
—¿Lo has escuchado todo?
—Por
supuesto. No me he perdido una palabra.
—Es
tan…
—Es
tan… ¿verdad?
La brisa rodeaba sus cuerpos como una
campana de cristal.
—Pero…
bueno… a pesar de lo que sea ¿qué vas a hacer?
Víctor
entornó los ojos, esbozó una media sonrisa y se incorporó.
—Mario,
amigo mío —respondió mirándole de frente— no sé a qué viene esa pregunta.
Parece que no me conoces después de tanto tiempo.
Y era tanto el tiempo transcurrido que se
asemejaba a una inmensa cordillera desplegada hasta el horizonte, con sus cimas
henchidas de recuerdos y sus laderas arañadas de sinsabores.
En aquellos años pintados con la brocha
de la esperanza, trabajó hasta el agotamiento, tanto en el restaurante para
conseguir dinero, como en su pequeño hogar, siempre con el lápiz y las
cuartillas, como en la facultad, devorando aquellos libros y apuntes que serían
la base crucial de su existencia. En el mismo instante en que pudo
permitírselo, adquirió su primera máquina de escribir. La escritura empezó a
convertirse en el centro de su vida. Fue entonces cuando decidió presentar varios
de sus cuentos a algunos de los diversos certámenes literarios existentes en el
país —uno de ellos de la Editorial Veleta— pero, al parecer, aquellos escritos
plagados de fantasía y encanto no eran nunca del agrado de los componentes de
los jurados. Siempre existía otro escritor que los superaba. Acabó su primer
libro poco antes de finalizar la carrera, libro que fue rechazado por varias
editoriales, entre ellas la afamada Editorial Veleta. Pero Víctor Alameda, el
hombre que guardaba mil sueños en su interior, no cejó ni permitió que nada ni
nadie se interpusieran entre su vida y sus esperanzas. Continuó estudiando y escribiendo
frenéticamente sus inagotables historias de luna y viento.
Una
vez finalizados los estudios, Víctor entró a trabajar en un periódico local. A
la vista del mundo que le rodeaba, el joven comprendió de inmediato que, para
alcanzar su meta, debía tener mucha paciencia, no hundirse en la desesperanza y
darse a conocer en los lugares adecuados. Asistía a tertulias y reuniones
literarias, casi siempre acompañado de su amigo Mario, procuraba no faltar a
las innumerables presentaciones de libros acaecidas en la ciudad, acudía a
ferias y exposiciones, empezó a codearse con personas medianamente conocidas
del mundo editorial y continuó escribiendo incesantemente, con verdadero
frenesí, como si en ello le fuera parte de la vida. Su segundo libro, que pudo
terminar robando horas al sueño y arañando minutos al trabajo, fue nuevamente rechazado
por la Editorial Veleta, al igual que sucedería con otros posteriores.
El
desánimo avanzaba a pasos agigantados por su alma. Se había zambullido en la
vorágine de las letras y las letras comían y reconcomían lentamente su moral,
su esperanza y su sueño.
Fue
en aquella época cuando Mario le presentó a Marcela, una joven espectacular que
trabajaba de becaria en su empresa. Y el amor surgió en forma de chispas
multicolores abanicando el cuerpo de Víctor y llevándolo a la locura, una
locura desquiciada en forma de ojos verdes y cabellos negros. Los enamorados —pletóricos
de pasión, de burbujas y de ignorancia— contrajeron matrimonio cuatro meses
después de ser presentados y obtuvieron el divorcio apenas dos años más tarde.
A lo largo de ese tiempo de sombras oscuras agarradas a los poros, Víctor
Alameda escribió la que sería una de sus mejores novelas. Animado por Mario,
decidió presentarla al Premio Veleta, el certamen más prestigioso y mejor
retribuido del país, convocado todos los años por dicha editorial. Su libro no
fue premiado.
La
desesperación y la desesperanza empezaron a aposentarse en su vida como gotas
de ácido corrosivo. Mario continuó a su lado, como una madre tierna, como un
hada cariñosa. Y fue entonces cuando, surgida de un mar invisible de ilusiones,
una ola de plenitud y fortaleza, apareció Puri.
Puri,
pequeña y vivaracha, con sus ojos color avellana cuajados de alegría, sus
modales pausados, sus gestos desabridos, su sonrisa de mariposa y su increíble
fuerza interior, era la directora de una pequeña editorial de nombre Sensaciones que luchaba por salir
adelante en el encrespado mar literario. Una labor titánica. Y en el transcurso
de una feria habló con el escritor. Y poco a poco se hicieron grandes amigos. Y
se interesó por su obra. Y Víctor Alameda consiguió publicar su primer libro en
Sensaciones del cual apenas se
vendieron cien ejemplares.
—Eso
no significa nada, Víctor —decía Puri—, tú sigue adelante y no desfallezcas.
Escribe siempre, no dejes de escribir pese a todo. Yo confío en ti y en tu
talento.
La
comprensión de Puri, su sonrisa de color malva, como un despertar del cielo, su
ánimo, su sencillez, su dedicación, fueron los peldaños por los que el escritor
siguió subiendo hacia una posible cumbre que no sabría si llegaría a alcanzar.
En
aquella época de desánimos, altibajos y sinsabores, el escritor de los sueños
encantados conoció a Lolita, su segunda esposa, totalmente distinta a la
primera, con quien permaneció unido a lo largo de un año y medio, sólo un año y
medio. Sus relaciones con las mujeres eran, al parecer, un algo efímero e
insustancial. Tal vez tuviera él la culpa, su forma de ser, sus ansias por la
escritura, sus deseos ocultos, su persistencia, sus incongruencias, su locura
al fin y al cabo. Porque en el fondo, abrigaba la sospecha de que había sido
absorbido por una completa locura. Quiso preguntarse las razones de tan mala
fortuna con las mujeres pero prefirió no hacerlo —¿para qué, en realidad— ya
que, tras su segundo fracaso amoroso, su mente quedó de inmediato sumergida en lo
que realmente plagaba su vida de candelas brillantes: la escritura.
Había
nacido para escribir, lo sabía, no deseaba hacer otra cosa, y si el mundo no lo
aceptaba, o no lo comprendía, o no le interesaba, no era problema de Víctor. Él
seguiría adelante, siempre adelante, por encima de cualquier obstáculo, por
encima de cualquier coyuntura, siempre adelante…
Su
segundo libro publicado, escrito como a trallazos y guiado por la tristeza en
la que se hundió tras su separación de Lolita, pasó desapercibido, al igual que
los siguientes, hasta un total de cinco, pero Víctor continuó su camino de
espinas e ilusiones, escribiendo artículos y libros, presentándose a distintos
certámenes, siendo rechazado, creando y recreando ilusiones luchando, bebiendo
el aire de la esperanza y de la desesperación. Adelante, siempre adelante, y
con Mario y Puri a su lado.
Fue
su sexto libro, titulado Sombras del ayer,
el que por fin le catapultó a la fama y con el que empezó a saborear las mieles
del éxito en forma de varias ediciones, entrevistas en los medios, invitaciones
a diversos actos, traducciones a distintos idiomas y alguna conferencia. Víctor
rebosaba de felicidad por dentro.
Un
volcán de sueños estalló en su interior sintiéndose pletórico de esperanzas. Los
terribles años transcurridos entre trabajo incesante, búsquedas y persecuciones,
mareas de dudas y sombras, miles de sombras a su alrededor, quedaron aplastados
—que no olvidados— por un hoy cargado de esperanzas.
Víctor
continuó escribiendo y publicando.
Conoció
a Mireia, su tercera esposa, pasados los cuarenta, cuando el viento empezaba a murmurarle
al oído que probablemente estaría solo hasta el fin de sus días. No me hubiera
importando, ya creía que iba a ser así, pensó, pero Mireia, he hallado a Mireia,
ella es especial, con ella a mi lado llegaré al fin del mundo. Creyó haber
encontrado el gran amor en aquella mujer aparentemente serena y dulce, de ojos
grandes y oscuros, y modales delicados. Y se equivocó de nuevo. Su matrimonio
apenas duró un año hundiendo a Víctor en un estado de angustia y desesperación
que le llevó a escribir y a escribir sin cesar, sin pausa, sin tregua,
agarrándose a la escritura como a su única tabla de salvación. De su mano
salieron miles de folios, miles de ideas, de sensaciones y de sueños. Fueron
varios años de dedicación continua a las letras durante los cuales tuvieron
lugar múltiples acontecimientos: Mario consiguió un puesto de director
administrativo en una prestigiosa empresa multinacional; Mario y Puri se
enamoraron, contrajeron matrimonio y tuvieron dos hijos; la editorial Sensaciones se situó entre las primeras
del país; algunos de los libros de Víctor Alameda adquirieron fama
internacional vendiéndose a millares; y el escritor de los sueños encantados
decidió construirse una casa frente al mar donde paladear su soledad hasta el
fin de sus días, abandonando para siempre el bullicio de la gran ciudad.
No
habrá más mujeres, no habrá más amor, sólo habrá sueños, millones de sueños que
volarán eternamente hacia un espacio sin horizonte, esos que quedarán plasmados
en mis obras, esos que guardo y guardaré siempre en mi interior y finalmente
ofreceré al mundo.
Fue
allí, en su casa bañada de azules y olas, donde recibió la llamada y la visita
de Armando Lomas, el director de la Editorial Veleta. Fue allí, en aquella
fastuosa terraza atiborrada de plantas y fantasía, donde aquel hombre repleto
de oscuridades le expuso su propuesta. Y fue allí, frente a aquel mar que
tantas locuras en forma de libros le había inspirado, donde Víctor le escuchó
anonadado y estupefacto.
—Usted
es un escritor ya famoso y creo que eso merece un buen premio —expuso Armando
Lomas tras una breve conversación insustancial, mientras degustaba un delicioso
cóctel de frutas.
—Yo
ya tengo mi premio —respondió Víctor—. Mi premio está en mis libros.
—Usted
se conforma con poco.
—¿Poco?
—Respondió extrañado.
Qué
sabía Armando. Qué podría saber…
—Sí,
amigo, sí. Se conforma con muy poco.
—Creo
que tengo bastante más de lo que muchos seres humanos podrían desear.
Los ojos de Armando Lomas eran duros.
¿Cuántas veces habría repetido aquella
comedia?
—¿Y
qué le parecería…? —Dejó caer el editor.
Porque
aquello tenía visos de comedia.
Víctor
sabía de antemano —o al menos lo sospechaba— lo que aquel hombre recio iba a
exponerle. Lo sabía porque todos los escritores lo comentaban en voz baja,
porque era un rumor que corría por todas partes, porque se decía y se repetía
en su mundo, porque, hasta cierto punto, era lógico que aquel tipo de seres
actuase así. Ellos no sabían nada de miseria, pobreza y soledades.
—¿Qué
le parecería un millón de euros de premio?
Víctor
sonrió débilmente. ¿Cuántas veces le había rechazado la Editorial Veleta? ¿Cuántas
veces había cruzado sus puertas y había salido hastiado y asqueado? ¿Cuántas
veces había llevado allí sus libros? ¿Cuántas horas había esperado una
respuesta que a la postre siempre había sido negativa? ¿Cuántas veces a lo
largo de los años había oído la palabra no?
Víctor
suspiró profundamente antes de preguntar:
—¿Un
millón de euros por hacer qué?
—Por
hacer lo que usted sabe hacer, querido Víctor, por escribir un libro nada más —respondió
Armando Lomas sin dejar de sonreír.
—Y
nada menos —murmuró Víctor.
Resultaba
evidente que aquel hombre se creía en posesión de la verdad. Aquel hombre
pensaba —como suele pensar gran parte de la humanidad— que un libro es un soplo
de aire que surge inesperadamente, como un silbido tenue, como una brisa
callada, como una pluma que se posa ingrávida sobre una mesa, y no imaginaba la
cantidad de horas, días, meses o incluso años que podía encerrar una empresa de
tal envergadura, y amarguras, y dolores, y tristezas, y sinsabores, e incluso
lágrimas. No lo imaginaba o no lo quería imaginar. Su labor, al fin y al cabo,
no consistía en eso.
—¿Y
por escribir un libro me van a dar tal cantidad?
—Usted
lo escribe, evidentemente, y después lo presenta al Premio Veleta, que es el
más prestigioso del país, además del mejor retribuido, y nosotros se lo
premiamos. Así de sencillo. —A Víctor la sonrisa que tenía delante le pareció
agria, cada vez más agria—. Necesitamos escritores de peso para este tipo de
asuntos ya que, de lo contrario, perderíamos dinero y, como comprenderá, no
estamos en este negocio para perder dinero.
¿Negocio?
Los sueños, las ilusiones, las esperanzas, la lucha, la búsqueda, los miles de
horas de trabajo… ¿un negocio? La batalla diaria, los empujones, la escalada,
el día a día plagado de zozobras, los millones de minutos rascados a otras
actividades para poder escribir, el hecho de buscar un buen tema, de darle
forma, de plasmarlo en hojas, de corregirlo, de perfeccionarlo… ¿un negocio? El
corazón latiendo en un océano de fantasía, el alma prendida de un hilo, la
fuerza, el dolor, los sueños… ¿un negocio? Aquel hombre oscuro sabía lo que
decía pero ignoraba la esencia de lo que expresaba. No tenía ni idea del
significado de un libro.
La
brisa del mar acariciaba los rostros de dos seres marcados por sueños muy
distintos.
Víctor
permaneció callado. Por su mente pasaron como ráfagas temblorosas sus visitas a
la Editorial Veleta a lo largo de los años y los múltiples rechazos recibidos,
y sus miles esperanzas e ilusiones aplastadas por el gigante ahora a sus pies.
El
gigante ahora a sus pies… jamás lo hubiera imaginado.
—¿Qué
me contesta? —Preguntó finalmente el magnate de las letras.
Víctor
continuó en silencio.
—Le
veo un tanto… dubitativo. ¿Le extraña lo que le he dicho?
—No,
no me extraña en absoluto.
—Entonces,
¿qué me contesta?
Le
hubiera dado tantas respuestas que habrían podido continuar hablando durante
horas, pero Víctor permaneció mudo porque sus pensamientos se amontonaban unos
tras otros sin permitirle hablar. Sería muy sencillo, escribir un libro,
presentarlo al certamen y ganar mucho, muchísimo dinero, mucho más del que
tenía que, en realidad, le bastaba para vivir holgadamente, sin hacer otra cosa
que lo que mejor sabía hacer y lo que más amaba. Pero tal acto no sería
escritura sino negocio, tal acto supondría la claudicación de sus propias
ideas, supondría el entierro absoluto del pasado, supondría la incorporación a
las filas de los indeseables contra los que tanto había luchado y de los que
siempre había huido en un ayer muy lejano pero siempre presente, supondría la
negación de su propio yo, supondría tanta miseria...
Lo
cierto era que Armando Lomas estaba intentando arreglar un negocio más de los
muchos que compondrían su vida.
Lo
cierto era que Armando Lomas estaba intentando eliminar—probablemente una vez
más— un obstáculo en su existencia.
Lo
cierto era que Armando Lomas estaba intentando comprar la esencia de Víctor
Alameda por un millón de euros.
—¿Qué
me contesta? —Volvió a preguntar el gran editor—. Un millón de euros es una
oferta tentadora.
El
graznido de las gaviotas subía y subía como un gemido casi lúgubre.
—Tiene
razón —respondió Víctor levantándose para dar por terminada la entrevista—, es
una oferta tentadora, pero tengo que pensármelo.
Aquel
hombre oscuro se mordió los labios ocultando un enorme manojo de furia.
Depositó su vaso sobre la mesa y tardó en ponerse en pie porque los
pensamientos le avasallaban. No daba crédito a lo que acababa de escuchar. No
acababa de asimilarlo en profundidad. No creía que pudiese ser cierto porque
los hombres no eran así. Los hombres, por el mero hecho de ser hombres —lo
llevaban en la sangre— siempre sucumbían. Bien lo sabía él. Por primera vez en
su dilatada vida entre números y letras —más números que letras—, por primera
vez en su existencia alguien estaba a punto a rechazar lo que jamás nadie había
rechazado. No era posible.
—¿Tiene
que pensárselo? —Armando Lomas y Víctor Alameda quedaron frente a frente
escondiendo una lucha de pupilas ansiosas—. Quiero que comprenda que no solo es
el dinero, sino también todo lo que conlleva la obtención del Premio Veleta, ya
sabe, la publicidad, los medios, la fama a nivel internacional, el certamen más
prestigioso del país, usted entiende de lo que hablo. Cualquier escritor
aceptaría de inmediato.
Víctor
sonrió con amargura.
—Pero
tal vez yo no sea cualquier escritor —contestó tranquilo.
Se
vio perdido en el marasmo del pasado, la detallada preparación de un escrito,
la ilusión encerrada en la espera tras haber enviado un relato, o un poema, o
un libro, a un certamen literario, o a un agente, o a una editorial, los días
de angustia, la esperanza vestida de hojas verdes, la ausencia de respuesta, el
silencio, un silencio amargo, el rechazo, el decaimiento, la desilusión, la
pena, el dolor… y vuelta a empezar. ¿Todo aquello era mentira? ¿Era un pozo de
miseria? ¿Era una comedia absurda? ¿Era una farsa? Y ahora, ¿iba a ser él no
sólo partícipe sino protagonista de dicha farsa?
Víctor
Alameda acompañó a Armando Lomas hasta la puerta y lo despidió amablemente.
Sentado
en una mullida tumbona, en aquella inmensa terraza atiborrada de plantas, el
escritor de los sueños encantados contempló el mar preñado de fantasías locas.
Mario,
el pequeño Mario Bobadilla, tan tierno como una madre, había escuchado toda la
conversación escondido entre las cortinas de las puertas acristaladas. A lo
lejos se oían las voces de Puri, su mujer, y de Mario y Víctor, sus hijos, bañándose
en la piscina.
—¡Un
millón de euros! —Exclamó Mario mientras se sentaba frente a su amigo—. ¡Es una
cantidad fabulosa!
—Sí,
Mario, tienes razón, es una cantidad fabulosa.
—¿No
te lo parece?
—Sí,
claro que sí. Es evidente que Armando Lomas me quiere comprar por un millón de
euros.
—Bueno…
dicho así…
—No
se puede decir de otra manera.
Las
ilusiones, las esperanzas, las horas, los sueños de tantos y tantos escritores
manipulados, engañados, despedazados. Un negocio. Los sueños no eran al fin y
al cabo más que un negocio.
—Y…
¿vas a participar? ¿Vas a presentarte? ¿Vas a aceptar lo que él quiere? ¿Qué
vas a hacer?
Víctor
miró a Mario con ternura y esbozó una sonrisa cubierta de mar y gaviotas.
—Parece
que no me conoces después de tanto tiempo —musitó.
Su
sueño cumplido se derretía junto a las olas. Permaneció un rato pensativo, como
tragado por el fragor del agua, y finalmente contestó:
—Mario,
amigo mío, después de tanto tiempo… tú sabes perfectamente lo que voy a hacer.
©
Blanca del Cerro