miércoles, 5 de febrero de 2025

Sol Cerrato Rubio: Antecedentes

 



—La drogó y la tiró por la ventana.

—¡Menudo canalla!

—Se recupera favorablemente después de estar diez días en coma.

Ha sido un milagro que se salvara.

—¿Y qué ha sido de su ex pareja?

—Treinta y cinco años de prisión. Tenía antecedentes por agresiones con violencia.

—Parece tan feliz, tan ajena a todo lo que ha tenido que sufrir.

—Si. Afortunadamente sufre amnesia y no recuerda nada de lo sucedido.

 

El doctor y la enfermera se dirigieron a la habitación contigua para proseguir con la ronda de visitas a los enfermos.

 

 

© Sol Cerrato Rubio


lunes, 3 de febrero de 2025

Amantes de mis cuentos: Esa soy yo

 



Me llamo… ¡Qué importa mi nombre! Soy mujer. Por lo tanto, una contradicción. Eso diría el tío Tomás que tenía un serio enfrentamiento con las de mi sexo después de casarse siete veces.

Me miro al espejo y compruebo que hace algunos años medía un metro y cincuenta y cinco centímetros, con la edad he menguado a metro y medio. En cambio, he subido de peso. Debe ser porque me gusta el arroz con leche, unos días con canela y otros me la pide el cuerpo. Ahora llevo gafas para leer. Antes no. Desde niña veía con el ojo izquierdo de lejos y con el derecho de cerca. Tras la operación de cataratas solo veo bien de lejos. Hay que ver cómo cambiamos con el paso del tiempo.

A veces me siento como un árbol centenario, como ese ahuehuete que de vez en cuando visito en El Retiro. Me comprende mejor que muchos mortales con los que no logro entenderme. Lo siento así cuando descoso mis labios para hablarle de mis cuitas y me contesta en susurros.

Si por mí fuera estaría todos los meses un día aquí y otro allí. Viajar es uno de los mayores placeres. Me gusta. A mi ritmo. Recreándome con las iglesias y catedrales, los monumentos, las calles estrechas, las avenidas, los parques, los árboles, la gente…

En apariencia el género humano tiene las mismas necesidades, pero lo que hace único a un país, es la forma de enfrentarse a lo cotidiano. Unos al caer la noche se encierran en sus casas, a descansar, dicen. Otros, como yo, son tan callejeros que si se cayera el tejado de su casa no sufrirían daño alguno.

Ya lo dijo no sé quién: «La vida es bella».

 

© Marieta Alonso Más

 

sábado, 1 de febrero de 2025

Amantes de mis cuentos: Huellas del Camino

 


 

Cuenta la leyenda que el juego de La Oca fue creado por los templarios en el siglo XII, inspirándose en el Camino de Santiago. Eso comentan. A mis nietas les encanta y cada tarde le dedicamos un buen rato.

Hoy los recuerdos se me agolpan. Vuelvo a aquella época cuando, muy ufano, me fui a Roncesvalles. Alquilé una bicicleta, sin acordarme el trabajo que cuesta sortear el abismo que media entre las aspiraciones y las aptitudes de uno.

Antes de comenzar el Camino entré a ver a la Virgen. Cuatro hombres y dos mujeres esperaban a que los religiosos terminaran de rezar los «laudes». Estaban sentados, cada uno en un banco, eso demostraba que no se conocían.  Al finalizar los rezos, un sacerdote nos dio la Bendición.

—Venga, abuelo, te toca tirar.

Salí de la Iglesia. Cada cual tomó su camino. Me puse la mochila a la espalda, pero en vez de subirme a la bicicleta se me ocurrió que habiendo leído que la Colegiata era el único ejemplar en España del gótico francés, lo menos que debía hacer era visitarla.

Dicen que la edificó el rey Sancho VII El Fuerte, el que medía dos metros y le tuvieron que enterrar con las piernas cruzadas. ¡No cabía en el ataúd! Este rey participó en la batalla de las Navas de Tolosa y de allí se trajo unas cadenas que desde entonces forman parte del escudo de Navarra. No pude ver la famosa esmeralda de Miramamolin, ni el Ajedrez de Carlomagno. No recuerdo el motivo.

Después de saciar mi curiosidad me dirigí a Burguete, es un pueblo con techumbres a cuatro aguas. Así que seguí hasta el Espinal. Las casas son muy parecidas al anterior. Lo dejé atrás.

Ante mis ojos apareció Viscarret y aparqué cerca de una de las señales del camino. Un buen bocadillo de jamón y queso, aderezado con vino era lo que me apetecía. Con la barriga llena y cantando seguí mi rumbo. Llegué a Zubiri, nada más entrar me topé con una señal: Puente medieval y albergue de peregrinos. Lo que buscaba. Me voy a cenar. Mañana será otro día.

−Abuelo, has caído en el puente, tienes que ir a la Posada y pierdes el turno.

−¿Qué?

Siempre he tenido fama de tramposo en los juegos de mesa, pero esta vez estoy alelado recorriendo el Camino a la vez que juego. 

Al día siguiente, suena el despertador a las cinco y media de la mañana. Me levanto con agujetas. Esto de pedalear tiene estas consecuencias. Continúo mi camino y encuentro a dos ancianos de unos noventa años que hablan de sus cosas. Presto atención. Uno de ellos es hermano del que fue cura durante cuarenta años en ese pueblo. Hablan de la Guerra Civil y de cómo está la juventud. El otro cuenta que su padre murió en la Guerra de Cuba.

−¡Eh, abuelo! Espabila.

Tiro el dado con desgana y caigo en la casilla de la cárcel. Tendré que dejar pasar dos turnos.

Llego al refugio de Trinidad de Arre. A los peregrinos que iban andando y en bicicleta les he perdido de vista. Yo voy a mi aire. A ver, ¿es culpa mía pararme a contemplar esas buganvillas, ese derroche de colores que encuentro por el camino?

−Abuelo, ¡despierta!

Mi hija, como siempre, mete baza, la escucho aunque habla bajo: Hay que ver lo cargantes que son los hombres. Si no fuera porque debemos perpetuar la especie se podría prescindir perfectamente de ellos.

No me molesto en contestar. Tiro el dado y con tan mala suerte caigo en la casilla de la Calavera: tengo que volver a la casilla número uno.

−Abuelo, ¿qué te pasa, hoy?

−Es que estoy pensando en el cantar de los ríos, en las iglesias románicas donde se escucha el silencio, en la tierra reseca que aguarda la tormenta...

Mi prosa poética ha sido interrumpida por un grito atronador:

—¡He ganado! —y frente a mi deteriorado oído, chilló— ¡Soy la mejor!

Es la mayor de mis nietas que es idéntica a su madre. La pequeña se tiró al suelo y se echó a llorar. Y yo, de pronto, no me explico qué me ha pasado. ¿Cómo es posible que me haya dejado ganar?

 

© Marieta Alonso Más

viernes, 31 de enero de 2025

Real Monasterio de Santa María de la Espina (Valladolid)

 



 

A los que nos gusta la Historia:

Los Monjes Cistercienses llegaron a este retirado valle del río Bajoz en los Montes Torozos en 1147, gracias a su fundadora doña Sancha de Castilla que tras una visita a París donó sus heredades de san Pedro y santa María de Aborridos para la fundación de un monasterio que albergara una reliquia: La Espina de la corona de Nuestro Señor.

Dicha corona la custodiaban los reyes de Francia. El emperador Carlomagno la había traído de Constantinopla y el rey, Luis VII, en atención a su esposa doña Constanza, sobrina de doña Sancha, le hizo este regalo que hoy se encuentra en una de sus capillas.

Los Cistercienses tuvieron que abandonar el Monasterio en 1835 debido a la desamortización de Mendizábal. En 1837 lo adquirió don Manuel Cantero exministro de Hacienda, que luego lo vendió al Marqués de Valderas, don Ángel Juan Álvarez. En 1886, su viuda, doña Susana de Montes y Bayón estableció allí una escuela primaria y agrícola. Encomendó la dirección de este Centro a los «Hermanos la Salle».

En los años cincuenta del siglo XX, el ministro de Agricultura, Rafael Cavestany, promueve un convenio entre la institución religiosa y el Ministerio de Agricultura, por el cual se lleva a cabo la restauración del Monasterio, a la vez que se establece una escuela de Capacitación Agraria, una de las más antiguas de España, para impartir formación profesional de capataces agrarios, continuando los Hermanos de La Salle impartiendo enseñanza primaria. Desde 2022 la Fundación Educatio Servanda está a su cargo.

Los montes Torozos fueron escenario de importantes acontecimientos. En 1559, tuvo lugar el encuentro entre Felipe II y Juan de Austria reconociéndose como hermanos. También las tropas de Napoleón acamparon en ellos antes de librarse la batalla de Medina de Rioseco el 14 de julio de 1808.

Este Monasterio está muy cerca de la villa de Tiedra, que os aconsejo visitar, después o antes de visitar «La Espina», pues también os va a encantar su Castillo, la plaza Mayor, el Pósito, la Iglesia de san Pedro... Fue el lugar de nacimiento de mi padre.

 


A los que nos gusta el Arte:

El Monasterio de La Espina está rodeado por una enorme muralla del siglo XVI. La entrada se realiza a través de una puerta monumental con arco de medio punto.

Los claustros son del siglo XVII, de estilo neoclásico. El primero llamado de la «Hospedería» y el segundo se le conoce como claustro «Procesional». A un lado de los mismos se situaban las dependencias de los monjes y al otro, la iglesia.

La fachada de la iglesia, del siglo XVIII, es de Ventura Rodríguez que la edificó de traza barroca. Destacan sus dos esbeltas torres gemelas de elegante linterna. Su interior, de diversos estilos y épocas se suman para hacer de ella una iglesia de proporciones admirables.

El retablo primitivo que era de alabastro, desapareció durante la invasión napoleónica, aunque está documentada que la imagen de la Asunción se encuentra en la iglesia de san Cebrián de Mazote. Santa María en el centro, obra de Inocencio Berruguete. El actual, de madera policromada y estilo renacentista procede del Monasterio de Santa María de Retuerta, en Valladolid. Se realizó en los talleres de Diego Marquina, en Miranda de Ebro, allá por 1578 

La «Capilla de la Reliquia» como se la conoce fue diseñada por obra de Francisco de Praves y edificada por Juan del Valle en el año 1635. Juan de Lorenzo cinceló la custodia pequeña que guarda «La Espina». La custodia mayor, plateada, es obra de los talleres Granda, de Madrid. La imagen de la Virgen del Pilar es obra de Lapayese.

La capilla de san Rafael, antiguamente llamada capilla del Abad, guarda los restos del promotor de la última restauración, don Rafael Cavestany y su esposa. Cuenta con una imagen barroca de san Rafael, una predela del siglo XV de la escuela de Pedro Berruguete, un sagrario en madera policromada del siglo XVI y una imagen en alabastro de la escuela napolitana de Domenicio Gazzini del mismo siglo.

Para ver la capilla de los Vegas, la sala capitular, la sacristía y Biblioteca claustral, la sala de trabajos (calefactorium), la exposición permanente de mariposas, insectos y distintos artrópodos de los cinco continentes, es menester que se acerquen a visitar esta maravilla de monasterio, ya que, el Monasterio de la Santa Espina es uno de los grandes tesoros de Castilla y León.

 

 


miércoles, 29 de enero de 2025

Cristina Vázquez: Renuncia

 



Las tardes se iban acortando y el olor a humedad del aire presentía el otoño ya cercano. A Emma siempre le entristecía el final del verano, pero aquel año no era tristeza lo que la embargaba, sino más bien la conciencia de una plenitud vivida y enterrada para siempre.

Habían pasado treinta años y volvía otra vez al mismo lugar. Le resultó difícil ubicar lo que veía con el trazado que preservaba en su cabeza, casi como un lugar sagrado, el santuario de su memoria, se decía con cierta pretensión. Su recuerdo era el de una playa solitaria cercada de dunas que se transformaban de un año a otro por efecto de los vientos invernales, y un pueblo pequeño. Pueblo tranquilo que se reanimaba en verano con apatía, sin voluntad de que la llegada de los veraneantes alterara su ritmo cotidiano. Siempre pensaba que en invierno debía resultar abrumador, con la luz tamizada por nubes grises, vientos feroces y el mar, espejo de ese cielo, embravecido y oscuro. Por eso la proximidad del otoño la entristecía como presagio de lo que iba a venir.

Había vuelto por circunstancias ajenas a ella, y aunque al principio se resistió no le quedó más remedio que aceptar ir, necesitaban su firma para la venta de la casa de la playa. Decidió recorrer el paseo que solía hacer por el camino que aún hoy no se había borrado y llevaba hasta lejanas dunas que fueron su refugio muchas veces. Al ir avanzando en una especie de remembranza enterrada durante treinta años, distinguió a lo lejos, en la playa, las casetas de baño que seguían erguidas con sus alegres colores, y algo en ella se fue derritiendo en una mezcla de felicidad y melancolía.

Ese verano, que para ella terminó siendo el verano en el que su vida se decidió, estaba asociado a las dunas y a esas humildes casetas de baño que se convirtieron en asideros de su felicidad. El olor del mar mezclado con la madera, la intimidad que prometían, la oscuridad velada al entrar en ellas, todo eso permanecía inalterable en su recuerdo.

La aparición de Karl, el amigo de su marido que acababa de volver del extranjero y ella no conocía, fue inesperada y algo confusa. La sorpresa de Ema al ver a ese hombre alto, vestido con inapropiado traje oscuro para el lugar y el pelo abundante y rubio despeinado por el aire, esperando a la entrada de su casa, le hizo pensar en alguien confundido.

—¿Vive aquí el doctor Bauer? —más que preguntar parecía disculparse—. Soy Karl Alder.

Tardó un momento en asimilar ese nombre con el del querido amigo tantas veces nombrado. Tras un momento de silencio, Ema le hizo pasar a la casa. Llevaba de la mano a su hijo que se acercó al desconocido con inusual familiaridad. Le introdujo en el pequeño salón en el que se abría un ventanal sobre la playa. Parecía que el mar tuviera voluntad de entrar en él. No olvidaría nunca ese momento. Al sentarse para cumplir con las formalidades de la hospitalidad, un inesperado silencio se apoderó de ellos. Se miraron con pareja inquietud, igual que si una descarga los hubiera inmovilizado. Tardó en salir de esa especie de trance en el que se habían sumergido.

—Mi marido tardará unos días en volver —dijo al fin con voz titubeante—. Ha tenido que marcharse de forma inesperada por una urgencia en el hospital.

Él cabeceó asintiendo y se disculpó. Eran tan difíciles las comunicaciones que no había podido concretar la fecha exacta de su visita, pero le extrañaba que André no le hubiera avisado de su posible llegada, concluyó azorado e hizo un gesto de marcharse. Ella le aseguró que era bien venido y que estaba segura de que su marido no tardaría mucho en regresar. Le recomendó un hotel.

—Por favor, vuelva a cenar —invitó animosa—. Es un pequeño contratiempo que no esté André, pero mi hijo y yo le esperaremos encantados.

Al cerrar la puerta, Ema intuyó una suerte de epifanía con la certeza de que su vida no sería nunca igual. Volvió para la cena. Iluminados por las lámparas de gas, aún no había llegado la electricidad a ese remoto lugar, hablaron, rieron y la felicidad brillaba en los verdosos ojos de Ema y en la sonrisa de él. Sin necesidad de decirse nada, comprendieron la devastación que esta atracción podía significar. Al despedirse, Karl preguntó si se marchaba o quería que se quedara. Ella le pidió que no se fuera, por favor, quédate conmigo.

Esa semana, hasta que volvió André, pasearon entre las dunas, se bañaron en el austero mar y se besaron. Sabían que el amor que de esa manera arrolladora les había envuelto, se quedaría circunscrito a ese tiempo. No querían traicionar el matrimonio ni la amistad. Y así fue. Pensaron que, pese al dolor de su separación, habían sido unos privilegiados.

Cuando llegó André su alegría por reencontrar al amigo se sumaba a la bendición de su familia, así lo aseguró. Pese a su insistencia para que Karl prolongara su estancia, él adujo que le resultaba imposible permanecer más tiempo. Sí, volvía al extranjero, había desechado regresar a su país.

Tardó un tiempo en recuperarse de la partida de Karl, tiempo que dedicó a su hijo, a dar largos paseos por los mismos lugares que había recorrido con él, y a refugiarse en la caseta cuando el mundo a su alrededor se volvía irrespirable.

Y ahora, treinta años después, volvía al mismo lugar y una dulzura largo tiempo olvidada, se apoderó de ella. Se sentó en la arena húmeda, apoyada en la pared de una de las casetas y aspiró el olor del mar. Fue muy feliz. Golpeó con los nudillos la pared de madera y en un susurro dijo. Gracias.

Nunca más supo de Karl. En su corazón permanecía joven, amado y con el pelo revuelto por el viento.

© Cristina Vázquez




lunes, 27 de enero de 2025

MJ Pérez: La brújula

 


¿Recuerdas tu infancia? Seguro que sí. Todos nos acordamos de aquel juego que tanto disfrutamos o de aquel amigo con el que pasábamos el tiempo, incluso de lo que nos gustaba comer. Sin embargo, no me estoy refiriendo a esto.

¿Recuerdas cómo te imaginabas que serías de adulto? Entramos en terreno farragoso, ¿a qué sí? Yo, por ejemplo, me veía a mí misma adulta (relativamente joven, ahora que lo veo con mis ojos de mediana edad) muy parecida a como veía a mi madre por aquel entonces.

Viviría en la misma ciudad en la que nací, con mi familia y tendría un trabajo apasionante. De hecho, si me estrujo un poco el cerebro (me han dicho últimamente que tengo muy buena memoria y puede ser que tengan toda la razón) visualizo hasta la casa en la que imaginaba que viviría.

No me río de esa versión inocente de MJ. De hecho, le daría un abrazo, por todo lo que ha tenido que pasar para convertirse en quien me devuelve la mirada desde el espejo. Le aconsejaría que tratara de no hacerse ideas preconcebidas de lo que podría ser su vida y se deje fluir.

A sus once años era una niña sensible y con mucha imaginación y yo la quiero así. Con toda su inocencia, con sus sueños y con su romanticismo, porque esas cualidades aún viven en mí. Escribo poco, es cierto, pero sigo siendo emotiva y vivo las cosas con intensidad. Mi parte más empalagosa aparece a veces, pero creo que, salvando la distancias, he conservado su esencia.

Animo cada día a esa pequeña que aún habita en mí y nos recuerda a las dos está bien ser como soy. Tal vez no tenga lo que ella pensaba que era lógico poseer, pero he vivido experiencias, he conocido personas y he tratado de capear el temporal como ha venido, como sigue viniendo.

Nunca tuvimos una brújula o mi mapa, nadie lo tiene en realidad. Pero lo que hemos hecho lo mejor que hemos podido y seguiremos haciéndolo así porque de este modo es como somos.

No hay guías, no hay senderos marcados.

Solo nuestros pies que van creando el camino.

 

 

© MJ Pérez

sábado, 25 de enero de 2025

José Luis Labad: Amaro

 



Perdiendo los recuerdos

 

Primer premio de relato corto VIII edición

“Amor en un minuto” de la cadena SER Madrid-Sur

 

Muestra tus lágrimas para que yo las vea

y no mires atrás, solo dirígete al futuro.

Hoy, hay lágrimas, mañana si hay suerte

habrá sonrisas que marcaran

el camino hasta el cielo.

 

En estos momentos de incertidumbre y desasosiego en mi vida, te mando esta misiva, para comunicarte que estoy bien y que en este lugar, me tratan con respeto y amabilidad, aunque es muy triste. La gente, va de un lado para otro sin decir nada, las jeringuillas corren por los pasillos de la mano de unos locos con bata blanca, que al menor desacato, ponen correas y mordazas a los que no obedecen. Hay silencio, tranquilidad, pero de pronto, todos empiezan a gritar e intentan salir de aquí, pero estoy bien, de verdad que estoy bien, pronto me recuperaré de esta triste enfermedad y volveremos a disfrutar de esos paseos cogidos de la mano por la orilla del río.

Todos los días viene a verme una mujer que me habla de sus cosas y de sus hijos, me enseña fotos y me dice que un hombre mayor que sale en ellas, soy yo, y que los niños que hay allí, son nuestros hijos. Pobrecilla. Creo que no está bien, pero le dejo que hable y la miro a los ojos, que por cierto son azules como los tuyos y la consuelo muchas veces cuando llora amargamente. Pobre mujer. No quiero que estés celosa, pues ya sabes que solo te quiero a ti, pero esa mujer… me inspira sosiego y no puedo dejarla sola. Sé que le hago falta. Me dice que no vive en el hospital, pero creo que sí. Me miente. Está enferma y seguro que no la dejan salir. No entiendo porque nos tienen juntos, a enfermos normales, con personas que no están en su sano juicio.

Suele venir todas las tardes a última hora, deja la foto en la mesilla, me afeita, me ayuda a ponerme el pijama, me da la cena, que por cierto cocina muy bien y no como en este sitio.

Sé que no te gustará lo que te voy a decir, pero tengo que contártelo, cuando viene y se va, me da un suave beso en los labios, un beso que me deja algo así, como un recuerdo a sabor a manzanilla, como los que tú me dabas cada día y que ahora en la lejanía los añoro. Le tengo que dejar que haga estas cosas es el único momento en que la veo sonreír, pero te amo solamente a ti.

Querida mía, que mi recuerdo permanezca siempre en tu corazón, pues tu cariño es mi única esperanza. Me despido de ti, esperando que si tus padres te dejan venir a visitarme algún día, así lo hagas.

Un beso muy fuerte amada mía.

Siempre tuyo. Amaro