viernes, 3 de septiembre de 2021

Amantes de mis cuentos: Amigo de los lobos

 


  

Me gusta soñar dormido. Mi madre dice que despierto es peligroso. Ella cree que son fantasías. Pero no. Ayer, anteayer y trasanteayer soñé lo mismo. Comenzaba con un fuerte ruido al abrirse la ventana de mi habitación. Luego un lobo enorme saltaba por ella, lo primero que veía eran las patas delanteras pintadas de negro, un precioso pelaje gris, y por último la cabeza con unas orejas ovaladas y una gran boca abierta con los dientes muy afilados, que le vi hasta la campanilla.

Cuando se lo conté a mi madre se preguntó algo confusa si los lobos tenían galillo, así lo llamó ella.

―No intentes abrirle la boca para comprobarlo ―me aconsejó―. Mejor, déjalo estar.

Me alegró no tener que arriesgarme tanto. Una cosa era ser valiente y otra temerario. Al segundo día ya era mi amigo, y eso que me desperté en el momento que caía sobre mí. Me contó que quería tener más relación con los humanos, un tal Félix hablaba mucho de ellos. Al tercer día, yo estaba tan cansado de haber jugado al fútbol, que cuando levanté los párpados, lo encontré sentado a mi vera. Sumiso lengüeteaba mi cara. Luego contó los dedos de mis manos y de mis pies, algo le llamó la atención, en sus patas traseras tenía cinco dedos, pero al contar los de las delanteras se le pusieron los ojos enrojecidos, solo tenía cuatro, uno menos que yo.

En reciprocidad a sus caricias le lamí el hocico y le quise dejar un huequito a mi lado para taparle con mi manta. Hacía frío. Pero dijo no con la cabeza, él era un animal con recursos, usaba su cola para mantener la cara caliente, y también me explicó que le ayudaba a mantener el equilibrio al caminar. Sentí lástima de mí. Mi colita no era tan larga y solo me servía para hacer pis.

Llamé a gritos a mi madre, quería presentárselo, y vino enseguida. Pero, la pobre, ese día debía estar ciega y sorda. No fue capaz de verlo ni de oírlo, y eso que mi nuevo amigo se reía como Papa Noel. Mirándole a los ojos, le dije, que la próxima vez le bautizaría con un nombre bien bonito. Estuvo de acuerdo. Y se despidió con la promesa de volver, yo tenía que ir al colegio y él a sus correrías.

Fue cuando mi madre se asustó y creyó en mí, al sentir el silbido del aire cuando mi manso amigo, y no feroz como le llamó Caperucita, traspasó de un salto el vano de mi ventana.

 

© Marieta Alonso Más

 

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