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viernes, 31 de marzo de 2023

Saúl Braceras: Hörnir

 



 

Hay otros mundos, pero están todos en éste.

                                                                            Paul Eluard

 

En su cuento Tlön, Ukbar, Orbis Tertius, JLB nos habla de los Hörnir, en el cual plantea la duplicidad de los objetos.

 

Aprovechando que Liliana, mi mujer, tenía que ir a dar una conferencia en Londres, donde se encontraría con amigos, decidí, gracias a que me quedaban millas de avión, viajar a Bratislava y pasar unos días recorriendo la ciudad.

 

La mañana era de esas en que a uno no se le olvidan fácilmente; ya sea por la temperatura y, por supuesto, la belleza de aquella. Entré en un bar y todo cambió. Nunca creí que algo así pudiera pasarme, pues soy de esas personas a las que nada fuera de lo normal les ocurre.

 

Ya no solo era el parecido, el tipo de ropa, sino que hasta comía los croissants por las puntas. Al acercarme, aunque había mesas libres, pregunté:

 

—¿Puedo sentarme? —Sin darme cuenta lo hice en español y recibí la respuesta en el mismo idioma.

 

—Sí.

 

No nos separamos ni un instante en los días que estuve en Bratislava. Decir que fue un remedo de lo que había vivido cuando conocí a Liliana, es quedarme corto.

 

Extendí mis cortas vacaciones para así coincidir con el regreso de mi mujer a Madrid. Mi vuelo llegaba antes que el de ella, por tanto me quedé en el aeropuerto en el sitio que, con suerte, entregan el equipaje.

 

El vernos y abrazarnos fue una sola cosa extendida en el éter por escasos segundos. Comencé a preguntarle cómo le había ido y en eso, recibí un WhatsApp desde Bratislava: «Lazlo ha vuelto de Londres. Se lo ha pasado muy bien.»

 

Nunca le pregunté a Liliana cómo le había ido allí o si había conocido a alguien.

 

Paradojas del mentiroso.

 

© Saúl Braceras

martes, 22 de junio de 2021

Saúl Braceras: Del exilio de la ceguera

 



 

El taxi recorría la avenida Santa Fe con la molicie de una tarde soleada de otoño, para detenerse en la intersección con la avenida Coronel Díaz. El chófer lo reconoció al instante, y supo referirle un sinnúmero de citas a las que estaba agradecido. El pasajero sonreía trasluciendo su alma en el empeño.

―Por favor, déjeme ayudarlo ―dijo con rotundidad―.  Esperó que pasase un veloz colectivo, saltó a la acera y así pudo abrirle la puerta.

Con el auxilio de una, más que secretaria, descendió del coche. El hombre tiró de los bajos de la chaqueta para evitar las indeseables arrugas dejadas por el asiento.

―¿Cuánto le debo? ―Preguntó la mujer.

―Nada, señora, uno no siempre tiene el placer de llevar alguien como él.

―Gracias. ―Se limitó a decir ella y él a extender la mano en el éter.

―Soy yo el agradecido. ―Contestó quedándose al lado de su taxi, en tanto, el portero del edificio corría a franquearles el paso.

 

 

Desde mi mesa lo vi entrar en la consulta. Como un niño obediente esperó a que el borde del asiento de la silla le tocara las piernas para sentarse. El infaltable bastón jugaba entre sus manos, mientras una vacua mirada colegía dónde me encontraba, médico y relator de estas líneas. Aun así corrigió ligeramente su cabeza hacia la izquierda cuando al inhalar profundamente, producto de una alergia, terminó por determinar mi correcta localización.

―¿A qué se debe su alegría doctor? ―Espetó sin previo aviso.

―Siempre he sentido curiosidad por la capacidad que tienen los ciegos de advertir los estados de ánimo en los demás ―dije en el rol de médico cuando entrecruzaba mis brazos sobre el pecho―. Es más, muchas veces me pregunto quiénes son los ciegos en verdad.

―Si bien el hábito no hace al monje, sí la reiteración de acciones o actitudes tras una larga vida. En mi caso, son tantos años de mirar hacia adentro que el exterior se me hace algo ausente cuya pertenencia es de otro mundo… Uno tan huidizo como la ceguera para usted. La vida no me deparó el universo de colores, tonos y matices, gestos y ojos abismales.

―Comprendo, comprendo… Lo he hecho venir porque tengo buenas noticias. Los últimos exámenes dan lugar a la esperanza.

―¿Puede ser más concreto, doctor?

―Sí. Usted está en un punto donde, con una intervención quirúrgica y una correcta terapia post-operación, puedo asegurarle con un altísimo porcentaje… ―El paciente se volvió hacia mí―. Podría volver a ver.

No podía abstraerse de girar la cabeza, como si de un aguijonazo se tratara. Cerró los ojos y apoyó la barbilla en el puño del bastón. Un esbozo de sonrisa se implantó en sus labios. Supo del peso de años de oscuridad, donde los colores carecían de todo sentido, a punto tal, que el oro o el rojo se habían difuminado. En su memoria era como intentar atrapar el olor de la luz o el tacto del mes de enero. Una pesada respiración dio paso a una pregunta:

―¿Entonces?

―Ya tengo todas las pruebas y sus resultados, solo resta poner fecha para la intervención. Reitero: Se lo aseguro, podrá volver a ver. Al principio serán los contornos, después irá ganando en precisión. De todas formas, será mucho más que advertir solo luces y sombras.

Sentí, o mejor dicho, vi en sus gestos cómo mis palabras de profesional rodaban y se esparcían por el suelo, mientras repetía una negación con la cabeza. Experimenté su ausencia en pos de viejos recuerdos de la infancia, donde los juegos fueron olvidados para sumergirse en una lectura interminable hasta que llegó la catástrofe. Un infinito de signos que lo expresaban todo o casi, aunque de qué forma se precisa una tonalidad, un matiz en la pátina broncínea de un busto. Sin duda la pérdida la advertía.

Una ambulancia con la dramática carga de su sirena desconcertó al paciente, sacándolo de sus pensamientos. Un movimiento imperceptible de su derecha, tal vez involuntario, aunque propiciatorio para reiniciar el diálogo, le hizo recobrar el control. Se aclaró la voz. Levantó la cabeza.

―Doctor, espero que me comprenda. La ceguera me dio la libertad de la introspección, del intelecto. Una vida vivida por otros, donde ellos llegaron a profundidades insondables para relatarlas en prosa o en poemas. Puede sonar vacuo, pero a través de terceras personas elegidas supe más que si las hubiese vivido. Albas, atardeceres, un rostro querido, el mar iracundo, la sinuosidad de un trigal mecido por el viento. Yo lo sentí, mas nunca lo vi. Por todo esto, donde usted ve, nunca mejor dicho, un quebranto, vislumbro luz.

Esto me dio pie a un comentario y sin darme cuenta abrí mis manos antes de hablar, inconsciente de su ignorancia frente al gesto.

―Creo que debe reflexionar ante un paso importante para su vida y que no ha de ser tomado a la ligera.

―Lo sé, doctor. Hay veces en que la ciencia nos pone ante dilemas para los cuales no estamos preparados. ¡Paradojas del destino aparte! –Volvió a apoyar su cabeza sobre el mango del bastón, para agregar con voz trémula―. Me siento Homero viviendo en los ojos de Ulises una vida paralela. Tal vez se podrá argumentar su escasa realidad, mi falta de pertenencia, aunque es innegable, la estoy viviendo. No quiero ser retórico, pero antes deberíamos definir qué es la realidad para usted que ve y le intuyo del otro lado de una mesa, y qué es para mí desde mi posición.

»Además, debo decir que entre los rescoldos del recuerdo quedan los sentimientos. Estos son tan míos como de otros, siempre lo han sido; tal vez con mayor intensidad dada mi condición. Mas este mundo era y es seguro. Lóbrego, pero seguro. En definitiva, mío. Dotado de mil rutinas junto a tantas falencias, algunas muy lejanas, otras no.

»La ceguera me echó de la indignidad de una vida plena, para refugiarme en una cada vez más propia, interior, imperecedera. Apareció en el momento más propicio, la infancia. Allí los recuerdos se mezclan con ideas propias y ajenas, pero fueron torneando mi universo. Sin saberlo, sin quererlo renací en ese homo novus que sentía a través de las palabras. Éstas crearon el elogio de amigos y advenedizos junto a la reprobación de enemigos y otros advenedizos. Sirvieron fielmente para describir una y mil vidas ajenas propiciatorias de una propia. Entiendo como jactancioso citarse a uno mismo, pero el hecho central de mi vida ha sido la existencia de las palabras con la posibilidad de entretejer y transformarlas en poesía. No obstante:

»El desnivel acecha.

»Cada paso

»Puede ser la caída.

―Lo han despojado del diverso mundo,

―… De los rostros, que no son lo que eran ―agregué con los ojos puestos en su rostro afable.

Él enderezó la cabeza y me regaló una sonrisa antes de decir:

―¡Qué homenaje doctor!, conoce mis versos.

―Cómo no voy a conocer un poema suyo como El Ciego, si soy oftalmólogo y comparto nuestra época ―me sentí muy bien con mi comentario sobre su trabajo. A los humanos nos gusta participar, cuando no alardear de nuestras habilidades o conocimientos. Los médicos no estamos al margen de la servidumbre del ego… Muy al contrario.

―Por alguna extraña condición ―continuó mi paciente―, todos sufrimos la historia de nuestra época y de nuestras pequeñas vidas que cuanto más amplias, si cabe el término, más sujetas a la frustración, al desarraigo, al desamor… En definitiva, a la traición. Por contraposición, dicho estado pudo aislarme del horror al trocarlo por la insipidez de un vaso de agua tibia. Tal vez, al bloquear tantos sentimientos, nació una libertad desconocida. Si hasta la luz, generadora de mil colores, al reducirse a unos simples tonos argentinos, al imposibilitar la lectura, me regaló, a su vez, la cálida palabra de un lector amigo. Esa que generó mi propia filosofía, si se me permite la pretensión, y al encorsetarme en una vida de filósofo iletrado donde la contemplación sorda de imágenes, fue mi destino.

Se apoyó en el bastón para acomodarse mejor en la silla y giró la cabeza hacia la ventana que no podía ver, aunque sí vislumbrar, antes de ratificar:

―Por todo ello, prefiero pasar mis días en la tenebrosa oscuridad subterránea de la ceguera. Doctor, debo rehusar su ofrecimiento. Lo siento.

―¿Usted se hace cargo de su renuncia a uno de los sentidos más valorados, al que, ahora podría volver a disfrutar?

―Milton, halló El Paraíso Perdido y El Paraíso Recobrado, pero en su soneto When I Consider How My Light is Spent, me «abrió» los ojos para mi On His Blindness. Él prefería pensar que la ceguera fue el precio por su iluminación interior. Después de estas ideas esbozadas en el siglo XVII, nada resta decir al no poder mejorar el silencio. Lo siento.

Ya en pie, comencé a caminar por la consulta, tratando de razonar tamaño dislate. Me detuve frente al gran balcón que avanza sobre la larga avenida Santa Fe.

―Por favor, recapacite. No lo tome a la ligera y ya me estoy repitiendo, como dice mi mujer.

―Le ruego, doctor, sepa disculpar mi soberbia.

―¡Su actitud es totalmente contradictoria!

―Entiéndame, más allá de todo, por encima de todo, dejaría de ser Borges. Y porque soy Borges puedo ser contradictorio.

 

        © Saúl Braceras

 Dedicado a Jorge Luis Borges

                        

domingo, 28 de marzo de 2021

Saúl Braceras: El libro de la locura

 



La calle cortada era la perfecta antesala de un comercio que solo unos pocos conocían. Por allí nadie paseaba. La oscuridad que los altos edificios proveían al acceso no alentaban el tránsito de curiosos. Un peatón, con paso decidido, encaró el callejón.

-¡Estoy ansioso por verla! –Dijo el hombre enfundado en una chaqueta de tweed, no más traspasar la puerta. Su aspecto evocaba más a un propietario de fincas, que un intelectual.

-Buenas tardes… ¿Qué ocurre, ya no se saluda? –Contestó e interrogó a la vez el librero, levantando la vista de un texto. Sus movimientos pausados por la acción del tiempo y el tedio, nacido de la soledad en la repetición diaria de una vida que había perdido el interés por todo. Era tan viejo como sus ropas, gafas e indefinido mirar.

-Sí, sí. Perdón. No lo puedo creer… He estado pensando y lo más factible es que sea apócrifa…

-¡A ver si nos ponemos de acuerdo! –Dijo Ladislav Bornak acomodándose las gafas-. Desciendo de una saga de libreros polacos de más de doscientos años en un mismo sitio, la librería de la plaza del Castillo en Varsovia. El único motivo para abandonarlo: El avance alemán. Hace cuarenta años que comercio con todo tipo de elementos o cosas impresas. He tenido verdaderas joyas… Fui yo quien vendió a Sotheby el Catholicon, escrito por Juan Balbi en el siglo XIII e impreso por el mismo Gutenberg en 1460. ¡Yo descubrí la mejor falsificación del Ars Minor de Aelius Donatus! Por lo tanto, no me digas idioteces. Si digo que es auténtica, simplemente lo es.

Un silencio los envolvió. El doctor Alvear, luego de una somera revisión a los anaqueles, sonrió. Fue en ese instante cuando sus ojos la descubrieron.

Antes de reiniciar las conversaciones de paz, tomaron asiento a modo de distender un poco la atmósfera. Más de veinte años los unían… O ¿desunían? En dicho lapso, la compra, venta o canje fueron el sino de muchísimos libros y siempre era igual. Primero: Una discusión sobre la autenticidad del ejemplar, luego el precio o las condiciones de un posible trueque.

-Bien, hemos cumplido con la primera parte del ritual –expresó Alvear abriendo las manos-. ¿Qué te parece si me sirves un coñac y vemos esa maravilla?

Bornak asintió y, golpeándose las rodillas con ambas manos, se puso en pie. Abrió un pequeño armario, extrajo dos copas junto a una botella de cristal oscuro, esmerilado.

En tanto el librero servía la bebida, Alvear no pudo con su genio.

-¿Qué tienes ahí, sobre el estante? –Preguntó señalando una tablilla, como al pasar. Nunca dejaba entrever su verdadero interés o, al menos, eso creía.

-Nada… ¡Nada! Es una copia, la compró un amigo en el Louvre… Enuma Elis... Eso es –acto seguido la guardó en un cajón del escritorio. El malestar de Bornak intrigó en sobremanera al doctor, quien tenía ojos para una cosa. Su curiosidad era manifiesta. Miraba todo, pero sin ver. Con un acto reflejo estiró el cuello intentando vislumbrar algo más, no obstante, la altura del anaquel, poco apropiada, la escondía.

-¿Puedo verla? Siempre me han gustado las tablillas o Tuppu en acadio –en un gesto inconsciente, se cogía a la silla con ambas manos. “Estás interesado, tu gesto te delata” pensó Bornak-. O si prefieres –prosiguió Alvear- en sumerio, Dubb. Pues…

-¡Te lo he dicho, es una copia de un registro de Sussa! –contestó de mala gana, mirándolo a los ojos.

-Creí haberte escuchado decir que se trataba del poema babilónico Enuma Elis, “Cuando en lo Alto” en la lengua de Cervantes.

-¡Bah! –El disgusto se acentuó en el rostro de quien movía la cabeza de un lado al otro.

-La tablilla de arcilla después del libro oral y las representaciones rupestres, quizás, son las manifestaciones más antiguas en la transmisión de…

-Oye, ¿te interesa la xilografía flamenca? –Interrumpió el vendedor-. Si  no te interesa, llamo a otro cliente.

-No, no. Por favor, tráela.

Ladislav Bornak dejó su copa de coñac sobre el escritorio y pasó a la trastienda murmurando frases inconexas. Fue el instante justo para que el doctor Alvear abriese el cajón y con un rápido movimiento, la tablilla cambió de dueño. El coleccionismo extremo no conoce de barreras morales.

-Aquí está. Siglo XV. En perfecto estado. Perteneció a la colección del barón de Mornier, quien la compró en París, en 1899, a la legendaria librería Temps de Livres.

-Interesante. Impresión anopistográfica –añadió Alvear, mientras se colocaba los guantes de algodón para examinarla.

-Por supuesto, no puede ser de otra forma –dijo el librero con un mal humor cada vez menos encubierto, manteniéndose de pie junto al escritorio.

El doctor la inspeccionó con pocas ganas. Su mente, ya en otra parte, descifraba caracteres cuneiformes. Develando la casi mítica lengua de Gilgamesh, retrotrayéndose a un pasado de pastores de ovejas y zigurats, donde los dubptesi imponían la ley.

-¿Qué opinas?

-¿Cómo? Ah, perdona… No sé, creí, no sé. Lo siento. No soy comprador –su voz era baja, como disculpándose, en tanto la dejaba sobre el escritorio.

Sin mediar palabra, el librero retiró la xilografía. La conversación se volvió hueca, carente de sentido, incómoda. En el momento en que el doctor Alvear se retiraba de la tienda, Bornak exhaló un suspiro de tranquilidad. Se repantigó en una butaca, bebió el último sorbo de coñac y, apoyando los codos sobre la mesa y la cabeza en los nudillos de las manos, su respiración fue aquietándose.

-Ya está -murmuró como quien se quita un peso de encima.

 

La noche halló al doctor interpretando lo inextricable con avidez. Cada palabra encerraba algo mágico, caótico. Nombres antiquísimos volvían al presente. Su percepción evocaba instantes pretéritos.  Todos los conjuros, por tanto tiempo olvidados, acudieron a su boca. De este modo, retornaban a la vida después de milenios silenciados. Era como si un fénix monstruoso renaciera elevándose de forma cadenciosa, del polvo arcilloso de Sumer.

Todo fue dicho. Ningún elemento faltó a la cita, el último vocablo concluyó marcando a la luna su cenit.

 

Algún siquiatra de la clínica creyó reconocer ciertas palabras o nombres de la Mesopotamia del Tigris y el Éufrates en la indescifrable maraña lingüística del insano.

 

 

© Saúl Braceras

martes, 20 de octubre de 2020

Saúl Braceras: El hombre que mira

 


Cuando la vida se revolucionó quise cambiar de ambiente. No soportaba la conmiseración ni tampoco la indiferencia; en pocas palabras, no soportaba nada. Me quise hacer transparente, invisible, que es otra forma de morir. Al igual que mi presencia, mi ausencia no incomodaría a nadie. Nunca tuve talento en hacerme querer o simplemente destacar en algo, aunque me hubiese encantado... Desde niño jugaba a haber podido agradecer desde un escenario alguna genialidad y ser humilde hasta el llanto diciendo que todo era fruto de la ayuda de mis colaboradores (músicos, camarógrafos o editores según el rubro donde hubiese triunfado). ¡Qué grandeza ser humilde!, es como desde la riqueza ser bueno y amable. El tiempo, cruel hasta decir basta, truncó esas posibilidades. Esas posibilidades, también.

Tal vez lo único que haya podido aportar tristemente y como tantos otros, es mi sensibilidad hacia lo bello, lo emotivo. La literatura ocupó un sitio privilegiado junto al Bel Canto, no como autor o ejecutante. Esa sensación se fue extendiendo desde un atardecer a una mujer. Ahora, cuando el abandono le va ganando la partida a la memoria, aún me aferro a mis recuerdos con fuerza, con mayor emotividad, y más a aquellos que solo existieron en mi mente. Se dice que los viejos llevamos todo nuestro bagaje para que nadie quede atrás… El olvido es la muerte.

Pero una mañana, sin pensarlo mucho y con cierta pesadez en el alma, vine a la vieja casa familiar en una playa de La Riviera. No sé cuándo mi padre la compró, la siento eternamente mía. ¡Cuántas cosas vuelven al recorrer las habitaciones y un jardín que mira al Mediterráneo! Mi niñez, la adolescencia, hasta el casamiento ocurrió tras la verja que la delimita al cosmorama.

Desde el momento en que nos va quedando poca arena en el reloj, los viejos ya no viajamos… Nos limitamos a volver. Y casi sin querer, siempre estamos volviendo, inclusive a sitios que no conocíamos. A rencontrarnos con desconocidos. A buscar lo que nunca fue nuestro y ni siquiera perdimos. Porque lo otro se perdió de verdad.

Después de cierto tiempo logré hacer funcionar la casa y esbozar una rutina para poner en orden mis pensamientos. Solía levantarme sin prisas. Era el piloto automático quien se encargaba de realizar maquinalmente las inaugurales acciones diurnas. Estas iban desde ir al baño a que el jarro de café llegara a las manos. Los primeros sorbos eran una especie de ariete que abrían mis entrañas, confortándolas.

Un corto paseo por la sala me conducía a recalar en el equipo de música, donde el Adaggio esperaba. Con los primeros compases bailé mi tránsito obligado en busca del sillón frente al ventanal que miraba un mar de invierno. Allí, donde algunas noches se bañó desnuda Liliana. Mi existencia transcurría en paseos básicos diarios por la casa y otros más largos por el pueblo, con paradas en bares y restaurantes, dependiendo de la hora.

La zona donde la casa era frontera con sitios comunes, gracias a ciertas disposiciones municipales, poco había cambiado. Sin duda, los funcionarios se habían equivocado trabajando ese día y…, protegieron el entorno. Errores los comete todo el mundo, incluso aquellos que hacen bien poco.

No sé cuándo lo descubrí. A pesar de que intento recordar, él ya estaba sentado en el banco de madera que jalona el Paseo Marítimo. Por momentos jugaba con la idea de que era una estatua o una foto recortada a tamaño. Su espalda y nuca eran un todo. No hacía movimiento alguno. «¿Estará vivo?», bromeé para mis adentros, en tanto pensaba que el sueño le era esquivo, aún más que a mí. Esa pauta me infirió el convencimiento de que la vejez lo consumía. También reforzaba esta hipótesis su vestimenta: Gorra y abrigo de tweed. El pelo descuidado y un poco largo concluía la idea.

La ducha exorcizaba definitivamente los restos de modorra que campaban por el cuerpo y más aún, en el cerebro. Retomar mi posición de vigía era una constante. Albinoni se enseñoreaba en la sala que se había convertido en la cueva de Polifemo, pero más mullida. Sin pensarlo mucho pergeñé un plan: Levantarme más temprano y llegar antes para saber quién era, cómo era. De alguna forma me sentía un Napoleón o Julio César ante tan brillante estrategia.

La jornada transcurrió anodina, como cualquiera en un largo invierno.

El despertador sonó a las siete y llovía, todo al traste. Me hice gris hasta desaparecer durante las horas de luz.

Con renovado interés, el despertador volvió a sonar a la misma hora y un brumoso sol asomaba con timidez. La Riviera aún no había perdido ese aire de vieja residencia que desencadena la noche.

¡Era el día! Me levanté con una presteza que no recordaba tener. «El café para después». Llegué al ventanal y los cristales devolvieron la imagen de un hombre viejo en calzoncillos… Pero, él… Él ya estaba allí. Mi maniobra no había funcionado. Creo que fue von Manstein quien dijo que «no había estrategia que soportara los primeros minutos de combate».

Mientras bebía el café con leche y untaba una tostada con mantequilla, para rematarla con una gruesa capa de mermelada de naranja amarga, colegí mi destino inmediato.  Me vestí con prontitud. «La ducha ya vendrá, hay tiempo». No sé por qué las prisas, si él se iba a quedar hasta el mediodía. La brisa del mar, una dilatada llanura en movimiento, insufló aire a mis pulmones.

‒Buon giorno «señore» –dije con un itañol de andar por casa, mientras me sentaba a su lado.

‒¿Qué hace un español por estas tierras? –preguntó sin mirarme, con un ligero arrastre en ciertas palabras.

‒Y yo que pensaba que disimulaba bien mi acento –repliqué, y a su vestuario tuve que sumar unas grandes gafas de sol. Su barba repudiaba desde hacía unos días la afeitadora.

‒Mi profesión, si me ha dado algo, es un gran oído –comentó sin prisas y sin dejar de mirar al mar.

‒Ya veo, aunque quizás debería decir: Ya escucho –dije haciéndole sonreír mientras mantenía la mirada en el horizonte. Agregué a modo de continuar el diálogo‒. Vivo enfrente, en esa casa de color ocre o rosa viejo.

‒¡Ah! Como en Pompeya –contestó sin darse vuelta para verla‒ Lo felicito.

‒Gracias. Siempre lo veo mirando el mar. Me imagino que le debe gustar mucho. ¿Ha navegado?

‒Creo que sí. Al menos eso han dicho. Para mí el mar es su soplo y un arrullo consentidor de la ternura más profunda. Sí, me agrada mecerme en la cubierta de algún barco. Aunque hace mucho que no miro lo circundante. Tal vez algún recuerdo lejano venga con su brisa. Yo miro al interior, lo otro es más pasajero. ¿No cree?

Me llamó la atención la poca expresividad que tenía para ser italiano. Sus largas manos, lánguidas, descansaban sobre sus piernas. «¿Será pianista?», pensé, mientras agregaba:

‒Sí. Lo externo es efímero, pero no menos bello en tanto dura. ¿Sabe?, yo nunca he hecho nada que valga la pena. He vegetado como hijo, médico, esposo y padre. Quizás si algo he aportado con y a mi vida es la sensibilidad para ver y disfrutar de las cosas buenas. ¿Suena pretencioso por mí parte, no? –dejé colgando la pregunta. Sin quererlo y ante su insistencia, yo también comencé a perderme en ese horizonte cambiante y húmedo que como el fuego captura nuestros ojos.

‒No. No me parece pretencioso. Todos aportamos algo a este mundo, a este caos. ¿O es menos importante la belleza de algo que el ojo que la observa? No tendría sentido una cosa sin la otra. En la luna no hay música porque no hay nadie para escucharla.

-Creo que habrá más razones de peso para dicho supuesto; aunque serán menos inteligentes o agradables para el pensamiento, si bien la razón dice otra cosa –contesté al quite robándole otra sonrisa.

-Los humanos lo tenemos todo en el momento de nacer. Ahí es donde nuestro ser, si nace con suerte, es uno-indiviso: Amor de sus padres, de sus hermanos… Los sentidos en plenitud. Con el paso del tiempo los vamos perdiendo; claro está que algo solemos ganar, pero es residual. Creo que la pérdida, conforme consumimos el calendario es mayor… Nos henchimos de soledad.

-Y es bueno que así sea –dije.

-Sí –contestó-. Para nuestros ancestros cuando el mundo cambiaba poco o al menos lentamente, la muerte era más dolorosa al separarse de lo conocido. De este modo nacieron y triunfaron las religiones que prometían algo tras la muerte –y agregó-. Para nosotros la pérdida con el paso del tiempo es tan grande que llegamos a desconocer lo que nos rodea, a sentirnos extranjeros en nuestro propio lugar… Y así podemos partir de un modo más fácil. Con menos nostalgias. De ahí la caída de las religiones tradicionales y el auge de otras que prometen un presente.

La conversación, deliciosa por cierto, se prolongó durante horas. Su rumiar sobre la vida tenía un dejo triste, pero de alguna forma encajaba los golpes y los reconducía a que valía la pena vivir. Al menos eso creí entender. En ningún momento centró la atención en mí, ni tan solo uno. Era hombre y mar y, tal vez, más allá. De mi mente en su enloquecido divagar surgían ideas cada vez más delirantes: ¿Podría escudriñar bajo sus aguas? En cierta forma me sentía disminuido por esa actitud, soy de los que gusta mirar a los ojos de quien hablo. Nada es como deseamos al cien por cien… «Cuando los dioses quieren castigarnos, nos conceden nuestros deseos» nos anticipaba Karen Blixen. Esto es algo que aprendemos con el tiempo.

El sol, en su derrotero, fue marcando la proximidad del mediodía. Un coche negro de gran porte se detuvo justo detrás de nosotros. Un hombre de traje oscuro y gafas a juego se acercó. Fue directamente hacia él. Me saludó con un movimiento de cabeza antes de decirle:

-Don Andrea, signore Bocelli, la machina è presta.

© Saúl Braceras

 

 

jueves, 18 de junio de 2020

Saúl Braceras: El señor de la barra de pan




A poco del confinamiento a raíz de la pandemia, una nueva rutina se apoderó de mi vida. Dormía hasta más tarde de lo habitual y en la cocina un café remataba los últimos residuos del sueño. La ventana era mi conexión con el parque donde, en menos de una hora, pasearía a mi perro para después ir a comprar el pan, como excusa para saltarme, ligeramente, el arresto domiciliario.

A los pocos días de esta nueva forma de vida, decidí llevar a modo de libro de bitácora mis experiencias, aunque nunca creí que tomaran este derrotero. Comencé parafraseando a Dalmiro Sáenz, a modo de exorcizar el tedio con una cita graciosa y dije que no escribiría sobre mí mismo, sino sobre una mesa.

Desde mi puesto de observación culinario y casi sin advertirlo, me llamó la atención un hombre que por allí paseaba con una barra de pan bajo el brazo. Corrijo lo escrito, pues no fue tan así, lo que cautivó mi mirada fue su ropa, ya que el abrigo y el sombrero se parecían a los que habitualmente uso. No sé cuántas jornadas se mantuvo esta vigilia. Siempre pasaba de izquierda a derecha por el centro del parque. Llegué a pensar con una sonrisa, que se trataba un ánima y muchas historias de mi niñez tomaron forma: La llorona, los aparecidos, la dama de blanco que sistemáticamente, en luna llena, se dejaba ver en una discoteca de City Bell, ciudad próxima a Buenos Aires. Mas un día, hubo un cambio. En vez de trasladarse de un lado a otro, se dirigió a la verja de mi jardín y entró. Debido a un alero del garaje, lo perdí de vista. Rápidamente fui a la puerta para ver quién se saltaba el confinamiento. Jamás pensé que esa mañana me encontraría con un destino no previsto.

Los humanos ante la adversidad nos crecemos, yo me multipliqué o quizás me dividí en dos, no lo sé. Pero, más allá de estas operaciones matemáticas, quien estaba frente a mí, no solo llevaba la misma ropa sino que era yo. La sorpresa fue mutua. Nos miramos largo rato. Por educación, le dejé entrar.

En la cocina terminé con mi café mientras él se preparaba uno mirando por la ventana hacia el parque. Mi mujer bajó en camisón a desayunar y, sin reparar en nada, lo besó de pasada a la espera de su café con leche, como era nuestra costumbre.

‒¿Ya estás vestido? ‒preguntó, con voz de dormida.

Entonces me descubrió quedándose atónita, tanto como nosotros dos, es decir, el yo y yo mismo, valga la redundancia. Encontrarse con otra personalidad de uno es, en sí, redundante.

Si bien físicamente éramos idénticos, su actitud era más decidida y sin pensárselo mucho, cuando ella dejó su taza en el fregadero la abrazó y con un profundo beso, que emulaba más a una traqueotomía, estremeció a Carlota. Ambos se fueron a la habitación. En breve quedó claro en qué ocupaban su tiempo. Él era otra personalidad mía, pero nuestro cuerpo era el mismo y, por tanto, me beneficiaba con sensaciones de lo que mi otro yo hacía. Por la noche los tres dormimos en la misma cama, aunque ella se arrimaba más a él.

A la mañana siguiente ya me había acostumbrado a mi otro yo paseándose en pelotas por casa, metiéndole mano a mi mujer… Sin más, preferí seguir con la rutina e ir en pos de mi café y, por ser un buen anfitrión, le preparé una taza. Lo cual agradeció. Evidentemente era tan educado como yo, bueno es que era…

Su pijama era idéntico. Se puso a mi lado para mirar por la ventana. No con menor sorpresa advertimos que dos hombres con sendas barras de pan bajo el brazo e igual vestimenta, abrían la verja del jardín. En unos minutos, los cuatro bebíamos café mientras nuestras miradas iban al parque.

Mi mujer bajó en camisón a desayunar y entonces nos descubrió con una amplia sonrisa. Al café con leche ni lo tocó. Aún antes de que yo acabara el mío escuchaba desde la cocina, nuestros gemidos en la habitación. ¡Para mí fue extenuante!

Siempre me gustó engañarme con que tenía una personalidad desbordante, aunque no estaba preparado para este desdoblamiento múltiple, donde el agotamiento hacía estragos en mi... Me escocía ¡Pero no acabó ahí! Antes del fin de semana, éramos más de veinte y todos atendían a Carlota con solicitud, mientras yo paseaba el perro que, por razones ignotas, era el único que se ocupaba. De este modo, sobre mi espalda y sobre todo mi entrepierna, sentía con dolor los sucesos de casa.

Los que primero acababan con su faena marital se vestían, cada uno con su abrigo y sombrero para encaminarse a la tahona. Nos cruzábamos en el parque. Allí ocurrió mi primera pérdida y como tal, la más querida. Sultán, que siempre iba suelto, no sabía a quién seguir, si a mí o a mis otras personalidades. Desorientado, corrió hacia el confín del parque y lo perdí de vista para siempre. Aún guardo su correa.

Los problemas aparecían cual flores en primavera. Por ejemplo, los gastos de cada personalidad se sumaban, mientras que el bolsillo era uno solo. Y como el confinamiento seguía, ninguno de nosotros ingresaba dinero.

Con respecto a Carlota y nuestros comunes deseos carnales, los veinte decidimos repartirnos las horas para ejercerlos ante la satisfacción de ella al comienzo, y su posterior, perplejidad. Pasó el tiempo y sobre la mesilla de luz encontramos una carta. Simplificando “…nos amaba pero no podía más… ¡La tengo en carne viva!” Para mí fue un alivio. La extraño desde entonces, pero menos que a Sultán, que jamás me traicionó ni conmigo ni con nadie.

La cocina era el punto de encuentro. Como no entrábamos todos para mirar por la ventana nos turnábamos. Allí, al igual que en una fiesta las afinidades eran el nexo para que se formaran diferentes grupos: los tímidos pasaban horas en silencio sin decirse nada, ¡qué tedio! Quienes se decidieron por la lectura no tenían problema, pero los que veían televisión, sí; pues pocas veces se ponían de acuerdo. También se formó el clásico corrillo de los intelectuales que daban citas de autores y nombraban títulos de libros, películas de arte y ensayo… ¡Un coñazo!

El grupo de onanistas se divertía en grande, pero mi cuerpo quedaba exhausto. Rápidamente, uno comenzó a descollar, era un exhibicionista, se enseñoreaba entre sus pares enarbolándolo, como si de un mandoble se tratase, blandiéndolo a diestra y siniestra. Pero, ¡nada se queda en lo que era! Su perversión le llevó a mantener relaciones diarias y múltiples con una cajonera. A mí me destrozaba y requería horas para reponerme de los dolores de tantas magulladuras.

También había un grupo de discutidores profesionales, de esos que lo hacen por todo, lo importante no era el tema sino insultarse, agraviarse y, en breve, no faltaron las trompadas, patadas, piquetes de ojos y mordiscos. Ellos se acometían con violencia y mi cuerpo era quien quedaba destruido. Era como un trapo que emulaba a mi antiguo yo.

El confinamiento ha terminado y, como advertí al comienzo de esta historia, los humanos ante la adversidad nos crecemos. Con la bonanza y vuelta a la rutina mis personalidades fueron despareciendo. En cierto sentido me sentí aliviado, pero ante tanta destrucción dada la pandemia, una sola pregunta nació en mi mente: 

¿Qué hacer con tal cantidad de barras de pan viejo almacenado?



© Saúl Braceras

martes, 19 de mayo de 2015

Saúl Braceras: La inocencia perdida


¿El doctor Livingston, supongo?
Encuentro entre Livingstone y Stanley
Ilustración de 1876 

La casa de abuela tenía para mí tantos misterios como encantos: tesoros escondidos en recónditos armarios,  cajas de un tiempo ido que guardaban objetos mágicos capaces de transportarme a lugares insospechados o destruirme en un abrir y cerrar de ojos. Y luego estaban los olores. El del cuarto del fondo me servía para escapar a la India, era intenso, como debía ser los de sus mercados de especias, con ladrones incluidos; además, estaban esas oscuras nubes de humedad que presagiaban un cielo raso de tormenta. Porque en la India llueve mucho.

Otro importante era, o mejor dicho, eran, los de la cocina, que en una mezcla inefable me hacían entrar en el sótano secreto de Merlín, donde las cacerolas se transformaban en alambiques, retortas y otros chirimbolos que seguramente el mago debería de tener y yo, por ser un simple iniciado, desconocía. Los del jardín, con sus plantas, especialmente la palmera y la almizclada tierra húmeda, me miraban pasar conversando con Stanley, mientras a brazo partido nos abríamos paso por la jungla africana. Todos los peligros eran pocos para nuestro coraje y decisión, era lógico, Livingstone nos esperaba.

Pero lo mejor era el cuarto de mi abuela (porque el abuelo no estaba… se había ido lejos, pero siempre me hacían rezar por él). Allí se encontraban los tesoros más valiosos, y como era natural, solo los valientes y de corazón puro se adentraban por esas tierras prohibidas. Estuve muchas veces, y sin siquiera la ayuda de Stanley o Sandokán, lo cual era una prueba de que mi valor superaba, modestamente, al de mis amigos, pues ellos sin mí jamás se aventurarían a ello.

Volviendo al botín, puedo mencionar que allí la moneda corriente eran los frascos de vidrio o de porcelana, como el que había en la casa de Marcelo, pero mientras él tenía solo uno, yo disponía de muchos. Eso sí, todo debía quedar como si nadie hubiera entrado. Había en el ropero un revólver pesadíííísimo, con el cual me defendía de los bucaneros a quienes, gracias al catalejo, siempre podía observar. También estaban los álbumes de fotos, donde el abuelo aparecía con uniforme y negras desnudas, o en el puente del barco, o cazando cocodrilos… lástima que se fue.

Pero como todo caos tiende al equilibrio, éste hace otro tanto. Y fue así como un día, el cuatro de enero (jamás lo podré olvidar) por la mañana, mientras corría a esconderme tras la cómoda de las balas de los piratas malayos que ya  habían saltado sobre la borda del Unicornio, mi Unicornio, la vi. Ella me miraba con igual curiosidad. Nos observamos largo rato. Teníamos una cosa en común, o quizás muchas más, no sé… y ya nunca podré saberlo: estábamos de contrabando, nuestra presencia era furtiva. En aquel instante imaginé cientos de aventuras, hasta que la vi, una trampera lista, esperando con su carga de muerte y traición, encarnada en un trocito de gruyere. Tenía que tomar una decisión, ¿actuar o dejar todo como estaba?

No almorcé, aduje dolor de estómago, hasta me tragué una cucharada de jarabe. Durante la tarde estuve en el jardín, tratando de inventar algún juego. Todo falló, menos la realidad. No quise verla, pero ya la había visto. Mi abuela pasó llevando en una palita el cadáver de mi amiga, aún en la trampera asesina. Aunque el verdadero asesino era yo, mi cobardía la había matado.

Nunca pude volver al otro tiempo. Estaba solo. Sandokán, Stanley y los otros conocían la verdad y me abandonaron a mi suerte en esta isla ignota. Ese día me asomé a un abismo del que no he podido salir.




© Saúl Braceras