La casa de abuela tenía para mí tantos misterios como
encantos: tesoros escondidos en recónditos armarios, cajas de un tiempo ido que guardaban objetos
mágicos capaces de transportarme a lugares insospechados o destruirme en un
abrir y cerrar de ojos. Y luego estaban los olores. El del cuarto del fondo me
servía para escapar a la India, era intenso, como debía ser los de sus mercados
de especias, con ladrones incluidos; además, estaban esas oscuras nubes de
humedad que presagiaban un cielo raso de tormenta. Porque en la India llueve
mucho.
Otro importante era, o mejor dicho, eran, los de la cocina,
que en una mezcla inefable me hacían entrar en el sótano secreto de Merlín,
donde las cacerolas se transformaban en alambiques, retortas y otros
chirimbolos que seguramente el mago debería de tener y yo, por ser un simple
iniciado, desconocía. Los del jardín, con sus plantas, especialmente la palmera
y la almizclada tierra húmeda, me miraban pasar conversando con Stanley,
mientras a brazo partido nos abríamos paso por la jungla africana. Todos los
peligros eran pocos para nuestro coraje y decisión, era lógico, Livingstone nos
esperaba.
Pero lo mejor era el cuarto de mi abuela (porque el abuelo no
estaba… se había ido lejos, pero siempre me hacían rezar por él). Allí se
encontraban los tesoros más valiosos, y como era natural, solo los valientes y
de corazón puro se adentraban por esas tierras prohibidas. Estuve muchas veces,
y sin siquiera la ayuda de Stanley o Sandokán, lo cual era una prueba de que mi
valor superaba, modestamente, al de mis amigos, pues ellos sin mí jamás se
aventurarían a ello.
Volviendo al botín, puedo mencionar que allí la moneda
corriente eran los frascos de vidrio o de porcelana, como el que había en la
casa de Marcelo, pero mientras él tenía solo uno, yo disponía de muchos. Eso
sí, todo debía quedar como si nadie hubiera entrado. Había en el ropero un
revólver pesadíííísimo, con el cual me defendía de los bucaneros a quienes,
gracias al catalejo, siempre podía observar. También estaban los álbumes de
fotos, donde el abuelo aparecía con uniforme y negras desnudas, o en el puente
del barco, o cazando cocodrilos… lástima que se fue.
Pero como todo caos tiende al equilibrio, éste hace otro
tanto. Y fue así como un día, el cuatro de enero (jamás lo podré olvidar) por
la mañana, mientras corría a esconderme tras la cómoda de las balas de los
piratas malayos que ya habían saltado
sobre la borda del Unicornio, mi Unicornio, la vi. Ella me miraba con igual
curiosidad. Nos observamos largo rato. Teníamos una cosa en común, o quizás
muchas más, no sé… y ya nunca podré saberlo: estábamos de contrabando, nuestra
presencia era furtiva. En aquel instante imaginé cientos de aventuras, hasta
que la vi, una trampera lista, esperando con su carga de muerte y traición,
encarnada en un trocito de gruyere. Tenía que tomar una decisión, ¿actuar o
dejar todo como estaba?
No almorcé, aduje dolor de estómago, hasta me tragué una
cucharada de jarabe. Durante la tarde estuve en el jardín, tratando de inventar
algún juego. Todo falló, menos la realidad. No quise verla, pero ya la había
visto. Mi abuela pasó llevando en una palita el cadáver de mi amiga, aún en la
trampera asesina. Aunque el verdadero asesino era yo, mi cobardía la había
matado.
Nunca pude volver al otro tiempo. Estaba solo. Sandokán,
Stanley y los otros conocían la verdad y me abandonaron a mi suerte en esta
isla ignota. Ese día me asomé a un abismo del que no he podido salir.
© Saúl Braceras
La inocencia perdida por Saúl Braceras se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
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