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martes, 19 de mayo de 2015

Saúl Braceras: La inocencia perdida


¿El doctor Livingston, supongo?
Encuentro entre Livingstone y Stanley
Ilustración de 1876 

La casa de abuela tenía para mí tantos misterios como encantos: tesoros escondidos en recónditos armarios,  cajas de un tiempo ido que guardaban objetos mágicos capaces de transportarme a lugares insospechados o destruirme en un abrir y cerrar de ojos. Y luego estaban los olores. El del cuarto del fondo me servía para escapar a la India, era intenso, como debía ser los de sus mercados de especias, con ladrones incluidos; además, estaban esas oscuras nubes de humedad que presagiaban un cielo raso de tormenta. Porque en la India llueve mucho.

Otro importante era, o mejor dicho, eran, los de la cocina, que en una mezcla inefable me hacían entrar en el sótano secreto de Merlín, donde las cacerolas se transformaban en alambiques, retortas y otros chirimbolos que seguramente el mago debería de tener y yo, por ser un simple iniciado, desconocía. Los del jardín, con sus plantas, especialmente la palmera y la almizclada tierra húmeda, me miraban pasar conversando con Stanley, mientras a brazo partido nos abríamos paso por la jungla africana. Todos los peligros eran pocos para nuestro coraje y decisión, era lógico, Livingstone nos esperaba.

Pero lo mejor era el cuarto de mi abuela (porque el abuelo no estaba… se había ido lejos, pero siempre me hacían rezar por él). Allí se encontraban los tesoros más valiosos, y como era natural, solo los valientes y de corazón puro se adentraban por esas tierras prohibidas. Estuve muchas veces, y sin siquiera la ayuda de Stanley o Sandokán, lo cual era una prueba de que mi valor superaba, modestamente, al de mis amigos, pues ellos sin mí jamás se aventurarían a ello.

Volviendo al botín, puedo mencionar que allí la moneda corriente eran los frascos de vidrio o de porcelana, como el que había en la casa de Marcelo, pero mientras él tenía solo uno, yo disponía de muchos. Eso sí, todo debía quedar como si nadie hubiera entrado. Había en el ropero un revólver pesadíííísimo, con el cual me defendía de los bucaneros a quienes, gracias al catalejo, siempre podía observar. También estaban los álbumes de fotos, donde el abuelo aparecía con uniforme y negras desnudas, o en el puente del barco, o cazando cocodrilos… lástima que se fue.

Pero como todo caos tiende al equilibrio, éste hace otro tanto. Y fue así como un día, el cuatro de enero (jamás lo podré olvidar) por la mañana, mientras corría a esconderme tras la cómoda de las balas de los piratas malayos que ya  habían saltado sobre la borda del Unicornio, mi Unicornio, la vi. Ella me miraba con igual curiosidad. Nos observamos largo rato. Teníamos una cosa en común, o quizás muchas más, no sé… y ya nunca podré saberlo: estábamos de contrabando, nuestra presencia era furtiva. En aquel instante imaginé cientos de aventuras, hasta que la vi, una trampera lista, esperando con su carga de muerte y traición, encarnada en un trocito de gruyere. Tenía que tomar una decisión, ¿actuar o dejar todo como estaba?

No almorcé, aduje dolor de estómago, hasta me tragué una cucharada de jarabe. Durante la tarde estuve en el jardín, tratando de inventar algún juego. Todo falló, menos la realidad. No quise verla, pero ya la había visto. Mi abuela pasó llevando en una palita el cadáver de mi amiga, aún en la trampera asesina. Aunque el verdadero asesino era yo, mi cobardía la había matado.

Nunca pude volver al otro tiempo. Estaba solo. Sandokán, Stanley y los otros conocían la verdad y me abandonaron a mi suerte en esta isla ignota. Ese día me asomé a un abismo del que no he podido salir.




© Saúl Braceras

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