La prima María Engracia ya
nació con mocos.
Desde entonces resfriados, gripes, catarros, constipados anidaban en ella. No se privaba de nada. Casi estuvo a punto de tener tuberculosis, pero cuando esa enfermedad se percató de que no paraba de toser cada dos minutos y medio y de que hablaba tartamudeando, salió huyendo.
Hasta que un día, ya con
cincuenta años, estaba tejiendo una bufanda en el salón cuando sintió un golpe
en la cocina. Fue a ver y se encontró en el suelo a un hombre inconsciente y en
el techo un gran agujero. Sabía que los vecinos estaban en obra, pero aquello
la dejó patidifusa. La casa se llenó de obreros, pero fue ella quien tosiendo
sin parar señaló el móvil y comprendieron que debían llamar a la ambulancia.
Pensaban que estaba muerto.
Era un emigrante sin familia. Los sanitarios se la llevaron a ella junto con el
posible cadáver a urgencias. Le registraron los bolsillos y supieron que se
llamaba Casimiro Blanco González. Trámite solucionado.
Allí estuvo María Engracia
hasta las dos de la madrugada en que le dijeron que el muerto, vivo estaba, y
que se quedaba allí hasta que recobrara el conocimiento. Ella prometió regresar
al día siguiente. Y al llegar a casa se encontró con la sorpresa que llevaba
cinco horas, quince minutos y veintidós segundos sin toser. Sin sonarse la
nariz.
Y sonrió pensando que hasta
los virus tienen su corazoncito. En reciprocidad ella cuidaría de aquel hombre.
© Marieta Alonso Más
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