martes, 20 de octubre de 2020

Saúl Braceras: El hombre que mira

 


Cuando la vida se revolucionó quise cambiar de ambiente. No soportaba la conmiseración ni tampoco la indiferencia; en pocas palabras, no soportaba nada. Me quise hacer transparente, invisible, que es otra forma de morir. Al igual que mi presencia, mi ausencia no incomodaría a nadie. Nunca tuve talento en hacerme querer o simplemente destacar en algo, aunque me hubiese encantado... Desde niño jugaba a haber podido agradecer desde un escenario alguna genialidad y ser humilde hasta el llanto diciendo que todo era fruto de la ayuda de mis colaboradores (músicos, camarógrafos o editores según el rubro donde hubiese triunfado). ¡Qué grandeza ser humilde!, es como desde la riqueza ser bueno y amable. El tiempo, cruel hasta decir basta, truncó esas posibilidades. Esas posibilidades, también.

Tal vez lo único que haya podido aportar tristemente y como tantos otros, es mi sensibilidad hacia lo bello, lo emotivo. La literatura ocupó un sitio privilegiado junto al Bel Canto, no como autor o ejecutante. Esa sensación se fue extendiendo desde un atardecer a una mujer. Ahora, cuando el abandono le va ganando la partida a la memoria, aún me aferro a mis recuerdos con fuerza, con mayor emotividad, y más a aquellos que solo existieron en mi mente. Se dice que los viejos llevamos todo nuestro bagaje para que nadie quede atrás… El olvido es la muerte.

Pero una mañana, sin pensarlo mucho y con cierta pesadez en el alma, vine a la vieja casa familiar en una playa de La Riviera. No sé cuándo mi padre la compró, la siento eternamente mía. ¡Cuántas cosas vuelven al recorrer las habitaciones y un jardín que mira al Mediterráneo! Mi niñez, la adolescencia, hasta el casamiento ocurrió tras la verja que la delimita al cosmorama.

Desde el momento en que nos va quedando poca arena en el reloj, los viejos ya no viajamos… Nos limitamos a volver. Y casi sin querer, siempre estamos volviendo, inclusive a sitios que no conocíamos. A rencontrarnos con desconocidos. A buscar lo que nunca fue nuestro y ni siquiera perdimos. Porque lo otro se perdió de verdad.

Después de cierto tiempo logré hacer funcionar la casa y esbozar una rutina para poner en orden mis pensamientos. Solía levantarme sin prisas. Era el piloto automático quien se encargaba de realizar maquinalmente las inaugurales acciones diurnas. Estas iban desde ir al baño a que el jarro de café llegara a las manos. Los primeros sorbos eran una especie de ariete que abrían mis entrañas, confortándolas.

Un corto paseo por la sala me conducía a recalar en el equipo de música, donde el Adaggio esperaba. Con los primeros compases bailé mi tránsito obligado en busca del sillón frente al ventanal que miraba un mar de invierno. Allí, donde algunas noches se bañó desnuda Liliana. Mi existencia transcurría en paseos básicos diarios por la casa y otros más largos por el pueblo, con paradas en bares y restaurantes, dependiendo de la hora.

La zona donde la casa era frontera con sitios comunes, gracias a ciertas disposiciones municipales, poco había cambiado. Sin duda, los funcionarios se habían equivocado trabajando ese día y…, protegieron el entorno. Errores los comete todo el mundo, incluso aquellos que hacen bien poco.

No sé cuándo lo descubrí. A pesar de que intento recordar, él ya estaba sentado en el banco de madera que jalona el Paseo Marítimo. Por momentos jugaba con la idea de que era una estatua o una foto recortada a tamaño. Su espalda y nuca eran un todo. No hacía movimiento alguno. «¿Estará vivo?», bromeé para mis adentros, en tanto pensaba que el sueño le era esquivo, aún más que a mí. Esa pauta me infirió el convencimiento de que la vejez lo consumía. También reforzaba esta hipótesis su vestimenta: Gorra y abrigo de tweed. El pelo descuidado y un poco largo concluía la idea.

La ducha exorcizaba definitivamente los restos de modorra que campaban por el cuerpo y más aún, en el cerebro. Retomar mi posición de vigía era una constante. Albinoni se enseñoreaba en la sala que se había convertido en la cueva de Polifemo, pero más mullida. Sin pensarlo mucho pergeñé un plan: Levantarme más temprano y llegar antes para saber quién era, cómo era. De alguna forma me sentía un Napoleón o Julio César ante tan brillante estrategia.

La jornada transcurrió anodina, como cualquiera en un largo invierno.

El despertador sonó a las siete y llovía, todo al traste. Me hice gris hasta desaparecer durante las horas de luz.

Con renovado interés, el despertador volvió a sonar a la misma hora y un brumoso sol asomaba con timidez. La Riviera aún no había perdido ese aire de vieja residencia que desencadena la noche.

¡Era el día! Me levanté con una presteza que no recordaba tener. «El café para después». Llegué al ventanal y los cristales devolvieron la imagen de un hombre viejo en calzoncillos… Pero, él… Él ya estaba allí. Mi maniobra no había funcionado. Creo que fue von Manstein quien dijo que «no había estrategia que soportara los primeros minutos de combate».

Mientras bebía el café con leche y untaba una tostada con mantequilla, para rematarla con una gruesa capa de mermelada de naranja amarga, colegí mi destino inmediato.  Me vestí con prontitud. «La ducha ya vendrá, hay tiempo». No sé por qué las prisas, si él se iba a quedar hasta el mediodía. La brisa del mar, una dilatada llanura en movimiento, insufló aire a mis pulmones.

‒Buon giorno «señore» –dije con un itañol de andar por casa, mientras me sentaba a su lado.

‒¿Qué hace un español por estas tierras? –preguntó sin mirarme, con un ligero arrastre en ciertas palabras.

‒Y yo que pensaba que disimulaba bien mi acento –repliqué, y a su vestuario tuve que sumar unas grandes gafas de sol. Su barba repudiaba desde hacía unos días la afeitadora.

‒Mi profesión, si me ha dado algo, es un gran oído –comentó sin prisas y sin dejar de mirar al mar.

‒Ya veo, aunque quizás debería decir: Ya escucho –dije haciéndole sonreír mientras mantenía la mirada en el horizonte. Agregué a modo de continuar el diálogo‒. Vivo enfrente, en esa casa de color ocre o rosa viejo.

‒¡Ah! Como en Pompeya –contestó sin darse vuelta para verla‒ Lo felicito.

‒Gracias. Siempre lo veo mirando el mar. Me imagino que le debe gustar mucho. ¿Ha navegado?

‒Creo que sí. Al menos eso han dicho. Para mí el mar es su soplo y un arrullo consentidor de la ternura más profunda. Sí, me agrada mecerme en la cubierta de algún barco. Aunque hace mucho que no miro lo circundante. Tal vez algún recuerdo lejano venga con su brisa. Yo miro al interior, lo otro es más pasajero. ¿No cree?

Me llamó la atención la poca expresividad que tenía para ser italiano. Sus largas manos, lánguidas, descansaban sobre sus piernas. «¿Será pianista?», pensé, mientras agregaba:

‒Sí. Lo externo es efímero, pero no menos bello en tanto dura. ¿Sabe?, yo nunca he hecho nada que valga la pena. He vegetado como hijo, médico, esposo y padre. Quizás si algo he aportado con y a mi vida es la sensibilidad para ver y disfrutar de las cosas buenas. ¿Suena pretencioso por mí parte, no? –dejé colgando la pregunta. Sin quererlo y ante su insistencia, yo también comencé a perderme en ese horizonte cambiante y húmedo que como el fuego captura nuestros ojos.

‒No. No me parece pretencioso. Todos aportamos algo a este mundo, a este caos. ¿O es menos importante la belleza de algo que el ojo que la observa? No tendría sentido una cosa sin la otra. En la luna no hay música porque no hay nadie para escucharla.

-Creo que habrá más razones de peso para dicho supuesto; aunque serán menos inteligentes o agradables para el pensamiento, si bien la razón dice otra cosa –contesté al quite robándole otra sonrisa.

-Los humanos lo tenemos todo en el momento de nacer. Ahí es donde nuestro ser, si nace con suerte, es uno-indiviso: Amor de sus padres, de sus hermanos… Los sentidos en plenitud. Con el paso del tiempo los vamos perdiendo; claro está que algo solemos ganar, pero es residual. Creo que la pérdida, conforme consumimos el calendario es mayor… Nos henchimos de soledad.

-Y es bueno que así sea –dije.

-Sí –contestó-. Para nuestros ancestros cuando el mundo cambiaba poco o al menos lentamente, la muerte era más dolorosa al separarse de lo conocido. De este modo nacieron y triunfaron las religiones que prometían algo tras la muerte –y agregó-. Para nosotros la pérdida con el paso del tiempo es tan grande que llegamos a desconocer lo que nos rodea, a sentirnos extranjeros en nuestro propio lugar… Y así podemos partir de un modo más fácil. Con menos nostalgias. De ahí la caída de las religiones tradicionales y el auge de otras que prometen un presente.

La conversación, deliciosa por cierto, se prolongó durante horas. Su rumiar sobre la vida tenía un dejo triste, pero de alguna forma encajaba los golpes y los reconducía a que valía la pena vivir. Al menos eso creí entender. En ningún momento centró la atención en mí, ni tan solo uno. Era hombre y mar y, tal vez, más allá. De mi mente en su enloquecido divagar surgían ideas cada vez más delirantes: ¿Podría escudriñar bajo sus aguas? En cierta forma me sentía disminuido por esa actitud, soy de los que gusta mirar a los ojos de quien hablo. Nada es como deseamos al cien por cien… «Cuando los dioses quieren castigarnos, nos conceden nuestros deseos» nos anticipaba Karen Blixen. Esto es algo que aprendemos con el tiempo.

El sol, en su derrotero, fue marcando la proximidad del mediodía. Un coche negro de gran porte se detuvo justo detrás de nosotros. Un hombre de traje oscuro y gafas a juego se acercó. Fue directamente hacia él. Me saludó con un movimiento de cabeza antes de decirle:

-Don Andrea, signore Bocelli, la machina è presta.

© Saúl Braceras

 

 

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