Era evidente que su trabajo
‒el de sumisa esposa y ama de casa‒ le restaba tiempo para disfrutar de su gran
afición: La lectura contumaz. Se olvidaba de hacer las camas, barrer, cocinar…
Lo que dio lugar a que Bernardo la amenazara con quemar todos los libros que
había en aquella casa.
Su padre le daba la razón a
su marido, y le avisó de forma contundente que si no dejaba el vicio de leer, la
desheredaría, cosa que conturbó mucho más a Bernardo que a ella.
No podía evitarlo. El olor
del papel la estremecía con unas ansias que no alcanzaba a descifrar. Su tacto
era como si pudiera acariciar el musculoso cuerpo del David de Miguel Ángel. El
leve rumor del papel, al pasar las hojas con las yemas del pulgar e índice, la
transportaba a aquel vestido de seda que vio en el escaparate de una tienda de
lujo.
Su amigo, el librero, cada
semana le aconsejaba un autor diferente, y ella se dejaba guiar por aquel sabio
de la literatura. De niña le recomendó que leyera a Julio Verne, y viajó en un
submarino al centro de la tierra con los hijos del Capitán Grant. En su
adolescencia se identificó con Meg, Jo, Beth, Amy, y hasta con la autora
comprometiéndose con el movimiento abolicionista y con el sufragismo. Siendo
joven fue en busca del tiempo perdido, mientras tomaba una magdalena mojada en
el té, y se veía a sí misma en las peripecias sentimentales de Swann. Le faltaba vida para leer.
Los suyos no eran capaces de
comprender lo que significaba para ella tener un libro entre las manos. Los
amaba. Más que a ellos, tal vez. Tendría que tomar una decisión. Era una lucha
diaria cada vez que la veían leyendo sentada en su rincón favorito. Por lo que
hizo cinco círculos concéntricos en el suelo a su alrededor con todos los
libros de las estanterías. Vestida con una túnica como una diosa romana y una
lata de gasolina a sus pies, esperó a que marido y padre hicieran su aparición.
Al verla dispuesta a todo, se
llevaron un susto de muerte. Y como otra cosa no tenían, pero amor, nobleza y
comprensión les sobraba, aceptaron esa loca pasión. Se miraron. No podían
entender que un libro, un ser tan inanimado por fuera, y tan abarrotado de
palabras por dentro, pudiera llevarla a semejante sacrificio.
Y buscaron a una señora para
las faenas del hogar.
© Marieta Alonso Más
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