Aquí
he de relatar las andanzas de aquel peregrino que, a pesar de haberle sido
negada la realización de su mayor anhelo, encontró el éxito en esa negativa. Contaré
la historia guiándome por los fragmentos que oí en el Vestíbulo de los Sueños,
en el Palacio del Corazón del Hombre. Por los días en que César Augusto, era
señor de muchos reyes y Herodes reinaba en Jerusalén.
Un
tal Artabán, el Medo, vivía en la ciudad de Ecbatana, entre las montañas de
Persia. Desde la azotea de su casa alcanzaba a ver, sobre las elevadas almenas
de las siete murallas que rodeaban el tesoro real, la montaña donde el palacio
de verano de los emperadores partos lucía como una joya en una corona. En torno
a la morada de Artabán se extendía un hermoso jardín bañado por arroyos que descendían
de las faldas del monte Orontes y donde las aves, innumerables, hacían oír su
canto. Pero en la dulce y aromática oscuridad de esta noche de septiembre, sólo
se oía el sonido de las aguas saltarinas. Por encima de los árboles, una luz
débil brillaba a través de los arcos encortinados de la cámara superior, donde
el señor de la casa celebraba consejo con sus amigos.
Artabán
contaba unos 40 años, su pelo era negro, su mirada brillante y sus labios
delgados y de líneas firmes. Tenía el rostro de un soñador y la boca de un
soldado, indicios de su gran sensibilidad y de la firmeza de su carácter.
Vestía túnica de seda, manta de lana blanca y gorra del mismo color. Tal era el
hábito de la antigua hermandad de los magos, denominados los Adoradores del
Fuego.
-¡Bienvenidos!-,
exclamaba a medida que sus amigos entraban en la habitación. - Sed bienvenidos
y que el placer de vuestra presencia ilumine esta casa.
Los
reunidos eran nueve, de diferentes edades, pero iguales en la riqueza de su
vestimenta. Llevaban un grueso collar de oro que los distinguía como partos de
la nobleza, y un medallón del mismo metal, emblema de los sectarios de
Zoroastro. Se ubicaron en torno de un pequeño altar negro donde ardía una llama
diminuta. Artabán, de pie junto al ara, alimentaba el fuego con ramitas de
abeto seco y aceites fragantes. Luego, al iniciar el arcaico canto, se unió a
su voz la de sus compañeros entonando el hermoso himno a Ahura Mazda: Adoramos
al Espíritu Divino, poseedor de toda bondad y sabiduría…
El
himno parecía avivar el fuego, que llegó a iluminar toda la habitación. Como
cumple a la residencia de un hombre, el salón ofrecía una exuberante
ornamentación oriental que expresaba el carácter y el espíritu de su señor. Al
terminar el himno, Artabán invito a sus amigos a tomar asiento y comentó:
-Habéis
acudido a mi llamado, como fieles discípulos de Zoroastro, a fin de renovar
vuestra devoción y fe en el Dios de la Pureza, de igual modo que este fuego se
ha avivado en el altar. Porque el fuego es la más pura de todas las cosas
creadas lo hemos elegido como el símbolo de Aquel. Este fuego nos habla de
quien es la Luz y la Verdad. ¿No es así, padre mío?
-Has
dicho bien, hijo mío-, repuso el Venerable Abgarus, -los ilustrados jamás son
idolatras, pues descorren el velo de las formas para penetrar en el santuario
de la verdad.
-Oídme,
pues padre mío, y vosotros, amigos. Juntos hemos estudiado los secretos de la naturaleza
y las virtudes ocultas del agua, del fuego y de las plantas. También hemos
leído los libros de las profecías. Pero la más elevada de las ciencias es el
conocimiento de las estrellas, y seguir su curso equivale a descifrar los
misterios de la vida. Pero, ¿nuestro conocimiento de ellas no es aún
incompleto? ¿No hay todavía muchas más estrellas más allá de nuestro horizonte?
¿Luces conocidas sólo por los habitantes de las lejanas tierras del Sur?
Se
alzó en la sala un murmullo de asentamiento.
-Las
estrellas constituyen los pensamientos del Eterno-, observó Tigranes. -Son
incontables. La máxima sabiduría en la Tierra es la de los Magos porque están
conscientes de su ignorancia. Y allí reside el secreto de su poder. Mantenemos
a los hombres en constante busca de un nuevo amanecer, pero nosotros sabemos
que las tinieblas son iguales a la Luz y que el conflicto entre ésta y aquéllas
jamás terminará.
-Esa
teoría no me satisface-, replicó Artabán, porque si la espera es eterna, el
mirar y aguardar no sería muestra de sabiduría. El nuevo amanecer sin duda
llegará en el tiempo señalado. ¿No afirman nuestros libros que los hombres
verán el resplandor de una nueva luz?
-Es
verdad-, terció Abgarus. -todo fiel discípulo de Zoroastro conoce la profecía:
“Ese
día, Sosioh el Victorioso se alzará de entre los profetas y a su alrededor
brillará un gran resplandor. El convertirá la vida en eterna, incorruptible e
inmortal, y los muertos volverán a levantarse”.
-Padre
mío–, dijo entonces Artabán, con el rostro iluminado, -yo he llevado esta
profecía en mi corazón. La religión que no abriga una gran esperanza es como un
altar donde no arde un fuego vivo. Y ahora os diré que, a la luz de su llama,
he leído otras palabras que hablan de esto aún con más claridad-, y mostró dos
rollos de lino que tenían algo escrito:
-Mucho
tiempo antes de que nuestros ancestros llegaran a las tierras de Babilonia, ya
existían sabios en Caldea, de los cuales los primeros magos aprendieron el
secreto de los cielos. Y de ellos, Balaam fue uno de los más poderosos. Atended
a las palabras de su vaticinio: “De Jacob avanza una estrella, un cetro surge
de Israel”.
-Judá
vivió cautivo a orillas de los ríos de Babilonia-, repuso Tigranes con desdén,
-y los hijos de Jacob eran esclavos de nuestros reyes. Las tribus de Israel se
hallan esparcidas entre las montañas, como otras tantas ovejas extraviadas. Del
resto, que vive en Judea bajo el yugo de Roma, no se alzará estrella ni cetro
alguno.
-Aun
así-, replicó Artabán, -fue el hebreo Daniel, el gran estudioso de los sueños,
el sabio Beltsassar, el hombre más honrado y querido de nuestro gran rey Ciro.
Profeta infalible y lector de los pensamientos del Todopoderoso, Daniel
demostró su valía ante nuestro pueblo y escribió:
“Entiende
y comprende: Desde el instante en que salió la orden de volver a construir
Jerusalén, hasta un Príncipe Mesías, siete semanas y sesenta y dos semanas”.
-Pero,
hijo mío-, objetó Abgarus. -esos son números místicos. ¿Quién será capaz de desentrañar
su sentido?
Artaban
contestó:
-Con
mis compañeros magos: Gaspar, Melchor y Baltasar he examinado las antiguas
tablas de Caldea y calculado el tiempo. El día llegará este año. Hemos
observado el firmamento, y durante esta primavera vimos que dos de las
estrellas mayores se acercaban para formar la señal del pez, que representa a
la tribu de los hebreos. Hemos visto también una nueva estrella, que brilló
durante una noche y se desvaneció. Ahora, los dos grandes planetas se están
aproximando de nuevo. Esta noche es la de su conjunción. En el antiguo Templo
de las Siete Esferas, en Borsippa, en Babilonia, mis tres compañeros se
encuentran observando y yo estoy haciendo lo mismo, pero aquí. Si la estrella vuelve
a brillar, dentro de diez días emprenderemos juntos el camino a Jerusalén para
ver y adorar al ungido que vendrá al mundo como Rey de Israel. Estoy seguro de
que el signo llegará y tengo todo dispuesto para mi viaje. He vendido mi casa y
mis propiedades y comprado estas tres joyas: Un zafiro, un rubí y una perla
para entregársela al rey como tributo. Os invito a que me acompañéis en este
peregrinaje para que recibamos al Príncipe todos juntos.
Artabán
les mostró las tres grandes gemas: una azul como el cielo; otra, más roja que
el rayo del alba; y la última, tan pura como la nieve. Pero sus amigos lo
miraban con indiferencia y extrañados, como quien ha oído relatos increíbles, o
alguna propuesta para realizar una empresa imposible. Por fin Tigranes habló:
-Tu
sueño es vano, es el resultado de haber pasado demasiado tiempo contemplando
las estrellas y cultivando pensamientos elevados. Ningún rey surgirá de la
desmembrada raza de Israel y nadie podrá incorporarse jamás a la eterna batalla
entre las tinieblas y la luz. Quien espere tal cosa, no hace sino perseguir una
sombra. Adiós.
Así,
cada uno de los presentes rehusó participar en la búsqueda y desearon a su
anfitrión, buena suerte. Sin embargo, Abgarus, el más anciano, permaneció hasta
que los demás se hubiesen marchado, y comento:
-Hijo
mío, quizás la luz de la verdad resplandezca en este signo aparecido en los
cielos; o tal vez no sea sino la sombra que dijo Tigranes. Pero más vale ir
tras la sombra de algo mejor que darse satisfecho con lo peor. Quienes anhelan
ver prodigios, deben estar prontos a viajar solos. Estoy demasiado viejo para
emprender una jornada semejante, pero mi corazón os acompañará en vuestro
peregrinaje día y noche. Id en paz.
Así
pues, Artabán quedó a solas en la habitación cuya bóveda aparecía cuajada de
estrellas. Durante largo rato estuvo contemplando la llama que se consumía en
el altar y luego se dirigió a la terraza. El temblor de la tierra antes de que ésta
despertara de su sueño nocturno había comenzado, y la fresca brisa que anuncia
el amanecer bajaba desde el monte Orontes. Se oía el trino de las aves que
empezaban a despertar, y de los emparrados subía el aroma de la vid ya madura. A
lo lejos, la neblina cubría la pradera oriental, y en el horizonte occidental
zigzagueaban los picos de la sierra de Zagros. El cielo estaba limpio. Júpiter
y Saturno giraban juntos.
De
pronto, Artabán descubrió en la oscuridad una luz celeste que cambió su color a
rojo y tomó la forma de una esfera. Luego, dicha luz se elevó en espiral y se
tornó en un punto de albo resplandor que, diminuto y muy remoto, rutilaba en la
bóveda del firmamento. Artabán inclinó la cabeza. Esta es la señal, pensó. Ya
viene el Rey, y yo partiré a su encuentro.
En
las aguas de Babilonia, Vazda, la yegua más veloz de Artabán, estaba esperando,
ensillada y aparejada en la caballeriza, piafando con impaciencia. Antes que
los pájaros se hubiesen despertado por completo para dar principio a su agudo y
jubiloso cantar matutino, antes que la neblina hubiese comenzado a levantarse
perezosamente de la pradera, el mago se montaba sobre la silla y cabalgaba
hacia el Oeste por el camino que recorría las faldas del monte Orontes.
¡Cuán
estrecha e íntima es la camarería que en toda larga jornada une a un hombre con
su caballo predilecto! Hombre y bestia beben de la misma fuente a la vera del
camino, duermen al amparo de las mismas estrellas, el amo comparte su comida con
su hambriento compañero y siente que acarician la palma de su mano los belfos
suaves del animal. Al amanecer despierta gracias al soplo de una cálida y dulce
respiración sobre su faz soñolienta, y al abrir los ojos, ve los de su fiel
compañero de viaje, que se muestra preparado para iniciar el trabajo del día. Así,
los ligeros cascos van tocando su animosa música a lo largo de la senda, al
ritmo de los agitados corazones.
Artabán,
debía cabalgar hábil y prudentemente para reunirse con los otros tres magos a
la hora señalada. La ruta medía ciento cincuenta parasangas, y quince era la
mayor distancia que podía cubrir en un día. Pero el jinete avanzaba sin
inquietud, salvando la distancia fijada para cada día, si bien había de viajar
hasta entrada la noche y reanudar su marcha antes que apareciera el Sol.
Pasó
a lo largo de las oscuras faldas del monte Orontes, surcadas por el camino
pedregoso de un centenar de torrentes. Atravesó Campos Niseamos, donde sus
famosas manadas de caballos, que estaban pastando en los anchurosos prados,
sacudían la cabeza al sentir aproximarse a Vazda y se alejaban al galope. Las
bandadas de aves silvestres levantaban el vuelo desde las cenagosas praderas
revoloteando en grandes círculos.
Artabán
cruzó los campos fértiles de Concabar. La trilla del grano arrojaba al aire una
dorada neblina que ocultaba a medias el vasto Templo de Astarté de cuatrocientos
pilares.
En
Bagistán, entre los espléndidos jardines, el peregrino alzó su mirada hacia el
escarpado pico de la montaña. Creía ver la figura del rey Darío, pisoteando a
sus enemigos vencidos, y tallada en la elevada faz del eterno farallón, la
orgullosa lista de sus guerras y conquistas.
Recorriendo
desfiladeros fríos y desolados, arrastrándose dificultosamente por entre las montañas,
bajando un buen número de oscuras cañadas, donde el río corría frente a él; cruzando
valles con terrazas de calizas amarillas cargadas de vides y árboles frutales;
pasando a través de los bosques de encina de Carina y los oscuros portales de
Zagros; salvando anchos arrozales donde los vapores otoñales esparcían sus
mortíferas neblinas; siguiendo el río Gindes, bajo las trémulas sombras de
álamos y tamarindos, y saliendo a la meseta llana donde el corría derecho, por
entre los campos de rastrojos y praderas resecas, a través de las corrientes ondulantes
del Tigres y de los muchos canales del Eufrates, Artabán siguió adelante hasta llegar,
al anochecer del décimo día, al pie de las destrozadas murallas de Babilonia.
Hubiera
entrado en la ciudad, en busca de descanso y refrigerio para él y su bestia,
pero le quedaban tres horas de camino hasta el Templo de las Siete Esferas, a
donde debía llegar a la media noche para encontrar a sus tres compañeros. Así
pues, continúo la marcha. La yegua disminuyó su paso al llegar a la sombra que
echaba un bosquecillo de datileras sobre un campo de rastrojos. El huerto
resultaba tan cerrado y silencioso como una tumba; allí no se agitaba una hoja
ni se oía el trino de un pájaro. Vazda presentía algún peligro o dificultad.
Dejó escapar al fin un rápido relincho de ansiedad y desaliento, y se quedó
inmóvil delante de una masa oscura que yacía a la sombra de la última palmera.
Artabán
desmontó. La luz tenue dejaba ver a un hombre tendido en medio del camino, uno
de los muchos exiliados hebreos que todavía habitaban la región. Por su piel,
seca y amarilla se adivinaba que padecía la fiebre mortífera que por otoño
hacía estragos en las ciénagas. Su mano denunciaba el frío de la muerte. Artabán
se volvió a otro lado invadido de tristeza, consignando el cadáver al entierro
que los magos juzgan más digno: el funeral del desierto, tras del cual los
milanos y los buitres se levantan agitando sus negras alas y se alejan sin
dejar más que una pila de huesos entre la arena. Más al volverse, oyó un
suspiro mortal que escapaba del desdichado, mientras sus huesudos dedos se
aferraban al borde del manto del viajero. Sintió que su espíritu se estremecía
y vacilaba.
¿Qué
derecho asistía a aquel desconocido para esperar algún servicio de Artabán? Si
no llegaba a Borsippa a la hora convenida, sus compañeros partirían sin él.
¿Debía
hacer a un lado su propósito de seguir en pos de la estrella y arriesgar la
recompensa que obtendría su fe divina, solo por unos sorbos de agua a aquel
moribundo?
“Oh,
Dios de la verdad y la pureza, indícame el camino sagrado, la senda de la
sabiduría que solo Tú conoces”.
En
seguida se acercó al enfermo y lo llevó hasta el pie de la palmera. De uno de
los canales cercanos, trajo un poco de agua para humedecer la frente y los
labios del desdichado. Mezcló en el líquido unas gotas de esos sencillos y
eficientes remedios que llevaba en el cíngulo (pues los magos eran tan hábiles
médicos como astrólogos) y le dio la medicina al moribundo.
Hora
tras hora, estuvo luchando por ayudarlo a recobrarse y, por fin, cuando el
hombre se sintió mejor, se incorporó y miro a su alrededor.
-¿Quién
eres?-, inquirió.
-Soy
el mago Artabán. Me dirijo a Jerusalén, en busca de quien habrá de venir al
mundo para ser el Salvador de toda la Humanidad. El tiempo me apremia, ya no puedo
demorarme más, aquí tienes todo lo que me resta de pan y vino, además una
poción de hierbas medicinales. Cuando recuperes las energías, podrás encontrar
las viviendas de los hebreos entre las casas de Babilonia.
-Quiera
el Dios de Abrahán. Isaac y Jacob, bendecir y dar éxito al viaje de quien tiene
misericordia. Nada tengo que darte a cambio aparte de este conocimiento:
nuestros profetas afirman que el Mesías nacerá en Belén de Juda, y no en
Jerusalén. Que el Señor te lleve hasta ese lugar a salvo y en paz.
Pasada
ya la media noche y recobradas las energías, Vazda volaba sobre el suelo como
una gacela. Cuando llegaba a la última etapa de su jornada y el primer rayo del
Sol tendía la sombra de la yegua, que se adelantaba en la carrera, Artabán
recorrió con su mirada el monte de Nimrod y el Templo de las Siete Esferas sin
descubrir a sus amigos.
Al
galope, el peregrino rodeó el monte cuyas terrazas de ladrillos multicolores se
hallaban en ruinas. Se apeó luego y trepó hasta lo más alto de los terrazgos
dirigiendo su vista hacia el oeste. La desolación de las ciénagas se extendía
hasta el horizonte. Los avetoros se posaban a orillas de las charcas estancadas
y los chacales se escurrían acechando; pero no se divisaba la caravana de los
tres reyes magos.
Artabán
encontró bajo un montecillo de ladrillos rotos un jirón de pergamino que decía:
“No podemos demorarnos más. Partimos al encuentro del Rey. Síguenos a través
del desierto”.
Se
sentó entonces en el suelo y se tomó la cabeza desesperado. ¿Cómo podré
atravesar el desierto sin comestibles y con un caballo agotado? Debo regresar a
Babilonia, vender mi zafiro y comprar camellos y provisiones para el viaje.
Solo Dios misericordioso puede decir si no veré al Rey por haberme atrasado con
el fin de hacer una merced.
Por
amor a un niño. Se había hecho el silencio en el Vestíbulo de los Sueños. Y en
este silencio yo veía la figura del otro rey mago cruzar el desierto sobre su
camello que, avanzando y avanzando, se mecía con regularidad como un barco
sobre las olas.
La
región de la muerte extendía su red de crueldad en torno al viajero. Las
pedregosas soledades no brindaban más fruto que zarzas y espinas. Ante Artabán
se alzaban las sierras áridas e inhóspitas, surcadas por los canales resecos. A
lo largo del horizonte aparecían colinas de arena traicioneras cual otras
tantas tumbas. Durante el día, el calor abrasador hacía sentir su peso
intolerable sobre el aire trémulo y ninguna criatura viviente se movía, salvo
diminutos jerbos que se escurrían por entre los marchitos matorrales, o
lagartijas que desaparecían entre los resquicios de las piedras. Por la noche,
los chacales rondaban, aullando a lo lejos mientras un frió penetrante y
agotador seguía a la fiebre del día. A pesar de las temperaturas extremas, el
mago continuaba adelante.
Avisté
luego los jardines y huertos de Damasco, irrigados por los ríos de Abana y
Farpar, y sus extensiones de césped con botones en flor. Vi la extensa y nevada
loma del monte Hermón, los oscuros bosquecillos de cedros, el valle del Jordán,
las azules aguas del lago de Galilea y, más allá, las tierras altas de Judá. La
figura del mago avanzaba sin descanso a través de todo aquello. Por fin llego a
Belén, fatigado pero henchido de esperanzas, con sus dos joyas para
ofrecérselas al Rey. Ahora, se decía, lo encontraré. No importa que sea solo y
después que mis hermanos.
Las
calles de la aldea parecían estar desiertas. Por la puerta abierta de una
casucha de piedra, Artabán alcanzaba a oír el canto suave de una mujer. Entró
en la vivienda y halló a una joven madre arrullando a su hijo. Ella le relató
sobre los forasteros que llegaron al villorrio tres días antes. Estos
peregrinos, según dijeron, venían desde Oriente guiados por una estrella que
los llevó al sitio donde José de Nazaret se alojaba con María, su esposa, y con
su hijo recién nacido, Jesús. Allí le rindieron homenaje al niño depositando
ante sus pies ofrendas de oro, incienso y mirra.
-Pero
los viajeros-, agregó la mujer, -desaparecieron repentinamente. Lo extraño de
su visita nos infundió temor. La familia de Nazaret huyó en secreto aquella
misma noche, y se murmuraba que iba hasta Egipto. Desde entonces, una
influencia maligna se cierne sobre la aldea. Se comenta que vendrán soldados
romanos con el fin de imponernos un nuevo tributo. Los hombres se han ido a
ocultar con sus rebaños a las montañas.
El
pequeño que la mujer sostenía en brazos alzó los ojos al rostro de Artabán y le
sonrió mientras alargaba hacia él sus manitas. Al tocarlas, el mago se sintió
reconfortado ¿No podría este niño haber sido el Príncipe prometido?, se
preguntaba acariciando la mejilla suave del niño. Ha habido Reyes que nacieron
en viviendas más humildes que ésta; el favorito de las estrellas podría incluso
nacer en una choza. Pero, el Dios de la Sabiduría no ha querido satisfacer mi pesquisa
tan fácilmente. El que busco ya ha partido y ahora tendré que seguirlo hasta
Egipto.
La
joven madre acostó al niño en su cuna y le sirvió de comer al singular huésped que
el destino habría traído a su casa. Le brindó de buen agrado su sencilla comida
que era rica en alivio para el alma y el cuerpo. Mientras Artabán comía, el
niño cayó en un apacible sueño. De pronto, el ruido de una violenta confusión
en las calles llegó hasta ellos. Entre los llantos de las mujeres y el
estruendo de unas trompetas, se oyó un grito desesperado:
-¡Vienen
soldados! ¡Son los soldados de Herodes! Están matando a nuestros hijos!
Pálida
de terror, la joven madre se agazapó en el rincón más oscuro de la pieza y
envolvió a su hijo en los pliegues de su manto. Artabán se dirigió al umbral de
la casucha y allí se quedó. Sus anchos hombros cubrían totalmente el hueco de
la entrada. Los soldados con sus manos y espadas ensangrentadas se detuvieron
vacilantes frente a aquel desconocido de imponente vestiduras. El capitán se
adelantó con el propósito de apartar al intruso que se mostraba tan tranquilo
como si estuviera contemplado las estrellas. Artabán detuvo con suave firmeza
al soldado y declaró con voz baja:
-Estoy
solo en esta casa, esperando entregar esta joya al prudente capitán que me deje
en paz.
Y
le mostró el rubí, que brillaba en la palma de su mano como una enorme gota de
sangre. El capitán, maravillado ante el esplendor de la joya y con las pupilas
dilatadas por la codicia, tomó el rubí.
-¡Seguid
adelante!-, ordenó a sus soldados. -¡Aquí no hay ningún niño!
Mientras
el clamor y el fragor de las armas se alejaban calle abajo, Artabán volvió el
rostro hacia el Oriente y oró: “Dios de la Verdad, ¡Perdona mi pecado! He
mentido para salvar la vida de este niño, y me he desprendido de otra de mis
ofrendas. He gastado a favor del hombre lo que estaba destinado a Dios. ¿Seré
digno de contemplar el rostro del Rey!”.
La
mujer, que lloraba de gozo en las sombras, le dijo dulcemente:
-Yahvé
te bendiga y te guarde; ilumine Yahvé su rostro sobre ti y te sea propicio;
Yahvé te muestre su rostro y te conceda la paz.
La
senda del dolor En el Vestíbulo de los Sueños reinaba nuevamente el silencio, y
comprendí que, bajo aquella honda y misteriosa quietud, los años de vida de
Artabán corrían con bastante rapidez.
De
vez en cuando lograba divisarlo entre las multitudes del Egipto populoso
buscando indicios de la familia que había venido desde Belén, descubriendo
trazas bajo los frondosos sicomoros de Heliópolis y al pie de las murallas de
la fortaleza romana de la Nueva Babilonia, que se alzaba a orillas del Nilo.
Pero eran rastros tan tenues y vagos que se desvanecían continuamente, como las
pisadas que por un momento dejan huellas en las duras arenas de los ríos y
desaparecen luego.
Lo
volví a ver al pie de las pirámides. Lo vi levantar la mirada hacia la enorme
faz de la esfinge agazapada y tratar de descifrar el sentido de aquella
sonrisa. ¿Significaba, realmente, que la esfinge hacía mofa de todo esfuerzo y
aspiración de una búsqueda que jamás se vería satisfecha? ¿O acaso mostraba una
nota de aliento, una promesa de que hasta el vencido alcanzará la victoria, el
ciego la vista y el caminante refugio?
Una
vez más lo vi en una oscura morada de Alejandría, solicitando el consejo de un
rabino hebreo. El Venerable anciano, inclinado sobre los rollos de pergamino,
leía en voz alta las profecías que vaticinaban los sufrimientos del Mesías
prometido: despreciable y desecho de hombres, varón de dolores.
-Y
recuerda, hijo mío, vaticino que al Rey a quien buscas no lo hallarás en un
palacio rodeado de riquezas. La Luz que el mundo espera, es una Luz nueva, es
la gloria que se alzará de un paciente y victorioso sufrimiento. Es un nuevo
reino con la realeza de un amor perfecto e invencible. Ignoro cómo será y cómo
los soberanos y pueblos de la Tierra reconocerán al Mesías. Pero si sé que
quienes lo buscan harán bien en indagar entre los humildes y los pobres, entre
los que sufren y los oprimidos.
Así
divisé repetidas veces al otro rey mago, viajando y buscando por entre el
pueblo de la dispersión, con el cual la familia de Belén quizás hubiese
encontrado refugio. Atravesó países donde reinaba el hambre y los pobres
lloraban por falta de pan. Moraba en ciudades víctimas de la peste, en las que
los enfermos languidecían en la miseria. Iba a visitar a los oprimidos en las
prisiones subterráneas, en los mercados de esclavos, en las galeras donde trabajaban
hasta el agotamiento. En todo aquel populoso e intricado mundo de angustias, Artabán
no halló a quien rendir adoración, pero encontró a muchos a quien ayudar. Le
daba de comer al hambriento, curaba a los enfermos y consolaba a los cautivos.
Así sus años corrían veloces.
Parecía
que había olvidado su pesquisa. Pero en cierta ocasión lo vi por un momento, a
solas a la hora del alba, esperando a la puerta de una prisión romana. Sacó la
última de sus joyas que le quedaba. Mientras la miraba, una luz tenue e
iridiscente, rica en cambiantes haces de celeste y rosa, temblaba en la
superficie de la perla. Parecía haber absorbido los colores del zafiro y del rubí.
De este modo, el propósito secreto de una noble existencia atrae los recuerdos
de alegrías y aflicciones pasadas y se torna más brillante y valiosa cuando
mayor es el tiempo que se guarda.
Luego,
yo pensaba en aquella perla, oí por fin la conclusión de la historia del otro
rey mago. Una perla de incalculable valor.
Habían
transcurrido 33 años desde el día en que Artabán inició su búsqueda. Su cabello
cano y sus ojos, que antes resplandecían como el fuego, eran rescoldos entre
cenizas. Fatigado y pronto a morir, había venido por última vez a Jerusalén en
busca del Rey. Había visitado a menudo la ciudad santa, registrado sus
callejas, sus tugurios y cárceles sin descubrir rastro de la familia que había
huido de Belén tiempo atrás. Pero ahora le parecía que era su deber hacer un
nuevo esfuerzo.
Los
hijos de Israel, diseminados por las tierras más lejanas del mundo, habían
regresado al Templo para asistir a la solemne fiesta de Pascua. Los forasteros
atestaban la ciudad y en este día se observaba una singular agitación. El firmamento
se mostraba velado por una lobreguez portentosa, y una corriente de emoción parecía
sacudir a la muchedumbre. El rumor suave y denso de millares de pies al
arrastrarse por el suelo de piedra, iba y venía sin cesar a lo largo de la
calle que conduce a la puerta de Damasco. Al ver Artabán a un grupo de judíos
partos, les pregunto a donde se dirigían.
-Al
Gólgota, a extramuros de la ciudad-, le contestaron. -¿No te has enterado? Van
a crucificar a dos ladrones, y con ellos a un hombre llamado Jesús de Nazaret,
quien ha obrado muchos prodigios entre el pueblo. Pero los sacerdotes y los
mayores dicen que él también debe morir por haberse hecho pasar por el Hijo de
Dios. Y Pilatos ha ordenado que lo crucifiquen porque dice ser el Rey de los
Judíos.
¡Qué
extraño efecto hicieron estas palabras en el fatigado corazón de Artabán! Había
recorrido mar y tierra durante toda una vida. ¿Sería posible que se tratara de
la misma persona cuyo nacimiento se anunciara con la aparición de una estrella?
¿El mismo del que habían hablado los profetas?
El
corazón de Artabán latía agitado por las emociones. Los caminos de Dios son más
singulares que los pensamientos de los hombres; pensó. Tal vez, por fin, daré
con el Rey, aunque sea en manos de sus enemigos. Y quizá llegue a tiempo para ofrecer
mi perla por su rescate antes de que Él muera.
Así pues, el anciano
peregrino fue detrás de la multitud hacia la puerta de Damasco. Pero al llegar
a la entrada del cuartel, vio cómo un grupo de soldados macedonios arrastraba a
una joven. La muchacha distinguió su gorra blanca y el medallón que lucía en el
pecho y escapándose de las manos de sus verdugos se arrojó a los pies del otro
rey mago.
-¡Apiádate
de mí!–, clamó la joven -¡Sálvame por el amor del Dios de la Pureza! Mi padre
era mercader en Partía, pero ha muerto, y me han prendido para venderme como
esclava en pago de sus deudas. ¡Sálvame!
Artabán
se estremeció. En su alma se desataba el mismo viejo conflicto entre la
esperanza de su fe y el impulso que dictaba el amor. Por dos veces la ofrenda
que consagrara a la religión la había dado en servicio de la Humanidad: en el
palmar, cerca de Babilonia, y en la choza de Belén. Ésta era la tercera vez que
se le ponía a prueba. ¿Sería ésta su gloriosa oportunidad o su última
tentación? No podía decirlo. Solo de una cosa estaba seguro: El salvar a la
muchacha sería un verdadero acto de amor. ¿Y no es acaso el amor la luz del
alma? Sacó la perla que llevaba junto a su pecho; nunca le había parecido tan
luminosa y la puso en la mano de la joven esclava.
-Toma,
hija mía, aquí tienes tu rescate. El último de mis tesoros que aguardaba para
el Rey.
Mientras
Artabán hablaba, la oscuridad se había hecho más densa y fuertes temblores
sacudían la Tierra. Las paredes de las casas vacilaban, sus piedras caían
destrozadas y nubes de polvo henchían el aire. Los soldados aterrorizados,
huyeron. Pero el mago y la muchacha permanecían, agazapados e impotentes, al
pie de los muros del Pretorio.
¿Qué
tenía él ya que perder? ¿Qué razón le quedaba para vivir? Se había desprendido
de su postrera esperanza de encontrar al Rey. Su búsqueda había terminado, y
había terminado en fracaso. Pero aun este pensamiento, que aceptaba y acogía,
le traía paz. No era resignación. Sentía que todo estaba bien, porque día a día
había sido fiel a la Luz que se le había otorgado y si el fracaso era cuanto
había alcanzado, sin duda era por ser este lo mejor. Si pudiera volver a hacer
su vida, no podría ser de otra suerte.
Una
nueva y prolongada sacudida de la Tierra arrancó una pesada losa del techo que
golpeó al anciano en la sien. Quedó tendido y la sangre manaba de su herida. La
joven se inclinó sobre él, temerosa de que hubiera muerto.
Se
oyó una voz que llegó a través del crepúsculo, pero la muchacha no alcanzó a
entender lo que decía. Los labios del anciano se movieron como respondiendo, y
la joven esclava le oyó decir en la lengua de Partia: “Señor, ¿Cuándo te vimos
hambriento, te dimos de comer; o sediento y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos
enfermo o en la cárcel, y fuimos a verte? Durante treinta y tres años te
busqué, pero jamás he llegado a contemplar tu rostro, ni venido en tu auxilio,
Rey Mío”.
Artabán
calló y aquella dulce voz se hizo oír de nuevo, muy tenue y a lo lejos. Pero al
parecer esta vez, la joven también comprendió sus palabras: “En verdad os digo
que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo
hicisteis”.
Una
expresión de radiante calma, gozo y maravilla, iluminó el semblante de Artabán.
Escapó de sus labios un largo y último suspiro de alivio. Su peregrinaje había
concluido y sus ofrendas habían sido aceptadas. El otro rey mago había
encontrado al Rey.
Este bello cuento navideño “The Other Wise Man” fue escrito en 1896. Su autor Henry Van Dyke (1852-1933). Artabán quiso ir en busca del Niño Jesús para llevarle un diamante protector de la isla de Méroe, un pedazo de jaspe de Chipre y un fulgurante rubí de las Sirtes. Su triple ofrenda se fue quedando en el camino.
Curiosidades:
Parasanga es una unidad de distancia itinerante histórica irania comparable a la legua europea.
Jerbo, gerbo es un mamífero roedor de unos
diez centímetros de longitud, pelaje castaño claro, patas traseras muy largas,
con las que da grandes saltos y cola de unos veinte centímetros de largo con un
mechón de pelos en la punta; habita en zonas áridas del norte de África.
FELIZ DÍA DE REYES
No hay comentarios:
Publicar un comentario