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miércoles, 6 de enero de 2016

Henry van Dyke: El otro rey mago


Decoración navideña en la Gran Vía de Madrid




Aquí he de relatar las andanzas de aquel peregrino que, a pesar de haberle sido negada la realización de su mayor anhelo, encontró el éxito en esa negativa. Contaré la historia guiándome por los fragmentos que oí en el Vestíbulo de los Sueños, en el Palacio del Corazón del Hombre. Por los días en que César Augusto, era señor de muchos reyes y Herodes reinaba en Jerusalén.

Un tal Artabán, el Medo, vivía en la ciudad de Ecbatana, entre las montañas de Persia. Desde la azotea de su casa alcanzaba a ver, sobre las elevadas almenas de las siete murallas que rodeaban el tesoro real, la montaña donde el palacio de verano de los emperadores partos lucía como una joya en una corona. En torno a la morada de Artabán se extendía un hermoso jardín bañado por arroyos que descendían de las faldas del monte Orontes y donde las aves, innumerables, hacían oír su canto. Pero en la dulce y aromática oscuridad de esta noche de septiembre, sólo se oía el sonido de las aguas saltarinas. Por encima de los árboles, una luz débil brillaba a través de los arcos encortinados de la cámara superior, donde el señor de la casa celebraba consejo con sus amigos.

Artabán contaba unos 40 años, su pelo era negro, su mirada brillante y sus labios delgados y de líneas firmes. Tenía el rostro de un soñador y la boca de un soldado, indicios de su gran sensibilidad y de la firmeza de su carácter. Vestía túnica de seda, manta de lana blanca y gorra del mismo color. Tal era el hábito de la antigua hermandad de los magos, denominados los Adoradores del Fuego.

-¡Bienvenidos!-, exclamaba a medida que sus amigos entraban en la habitación. - Sed bienvenidos y que el placer de vuestra presencia ilumine esta casa.

Los reunidos eran nueve, de diferentes edades, pero iguales en la riqueza de su vestimenta. Llevaban un grueso collar de oro que los distinguía como partos de la nobleza, y un medallón del mismo metal, emblema de los sectarios de Zoroastro. Se ubicaron en torno de un pequeño altar negro donde ardía una llama diminuta. Artabán, de pie junto al ara, alimentaba el fuego con ramitas de abeto seco y aceites fragantes. Luego, al iniciar el arcaico canto, se unió a su voz la de sus compañeros entonando el hermoso himno a Ahura Mazda: Adoramos al Espíritu Divino, poseedor de toda bondad y sabiduría…

El himno parecía avivar el fuego, que llegó a iluminar toda la habitación. Como cumple a la residencia de un hombre, el salón ofrecía una exuberante ornamentación oriental que expresaba el carácter y el espíritu de su señor. Al terminar el himno, Artabán invito a sus amigos a tomar asiento y comentó:

-Habéis acudido a mi llamado, como fieles discípulos de Zoroastro, a fin de renovar vuestra devoción y fe en el Dios de la Pureza, de igual modo que este fuego se ha avivado en el altar. Porque el fuego es la más pura de todas las cosas creadas lo hemos elegido como el símbolo de Aquel. Este fuego nos habla de quien es la Luz y la Verdad. ¿No es así, padre mío?

-Has dicho bien, hijo mío-, repuso el Venerable Abgarus, -los ilustrados jamás son idolatras, pues descorren el velo de las formas para penetrar en el santuario de la verdad.

-Oídme, pues padre mío, y vosotros, amigos. Juntos hemos estudiado los secretos de la naturaleza y las virtudes ocultas del agua, del fuego y de las plantas. También hemos leído los libros de las profecías. Pero la más elevada de las ciencias es el conocimiento de las estrellas, y seguir su curso equivale a descifrar los misterios de la vida. Pero, ¿nuestro conocimiento de ellas no es aún incompleto? ¿No hay todavía muchas más estrellas más allá de nuestro horizonte? ¿Luces conocidas sólo por los habitantes de las lejanas tierras del Sur?

Se alzó en la sala un murmullo de asentamiento.

-Las estrellas constituyen los pensamientos del Eterno-, observó Tigranes. -Son incontables. La máxima sabiduría en la Tierra es la de los Magos porque están conscientes de su ignorancia. Y allí reside el secreto de su poder. Mantenemos a los hombres en constante busca de un nuevo amanecer, pero nosotros sabemos que las tinieblas son iguales a la Luz y que el conflicto entre ésta y aquéllas jamás terminará.

-Esa teoría no me satisface-, replicó Artabán, porque si la espera es eterna, el mirar y aguardar no sería muestra de sabiduría. El nuevo amanecer sin duda llegará en el tiempo señalado. ¿No afirman nuestros libros que los hombres verán el resplandor de una nueva luz?

-Es verdad-, terció Abgarus. -todo fiel discípulo de Zoroastro conoce la profecía:

“Ese día, Sosioh el Victorioso se alzará de entre los profetas y a su alrededor brillará un gran resplandor. El convertirá la vida en eterna, incorruptible e inmortal, y los muertos volverán a levantarse”.

-Padre mío–, dijo entonces Artabán, con el rostro iluminado, -yo he llevado esta profecía en mi corazón. La religión que no abriga una gran esperanza es como un altar donde no arde un fuego vivo. Y ahora os diré que, a la luz de su llama, he leído otras palabras que hablan de esto aún con más claridad-, y mostró dos rollos de lino que tenían algo escrito:

-Mucho tiempo antes de que nuestros ancestros llegaran a las tierras de Babilonia, ya existían sabios en Caldea, de los cuales los primeros magos aprendieron el secreto de los cielos. Y de ellos, Balaam fue uno de los más poderosos. Atended a las palabras de su vaticinio: “De Jacob avanza una estrella, un cetro surge de Israel”.
-Judá vivió cautivo a orillas de los ríos de Babilonia-, repuso Tigranes con desdén, -y los hijos de Jacob eran esclavos de nuestros reyes. Las tribus de Israel se hallan esparcidas entre las montañas, como otras tantas ovejas extraviadas. Del resto, que vive en Judea bajo el yugo de Roma, no se alzará estrella ni cetro alguno.

-Aun así-, replicó Artabán, -fue el hebreo Daniel, el gran estudioso de los sueños, el sabio Beltsassar, el hombre más honrado y querido de nuestro gran rey Ciro. Profeta infalible y lector de los pensamientos del Todopoderoso, Daniel demostró su valía ante nuestro pueblo y escribió:

“Entiende y comprende: Desde el instante en que salió la orden de volver a construir Jerusalén, hasta un Príncipe Mesías, siete semanas y sesenta y dos semanas”.

-Pero, hijo mío-, objetó Abgarus. -esos son números místicos. ¿Quién será capaz de desentrañar su sentido?

Artaban contestó:

-Con mis compañeros magos: Gaspar, Melchor y Baltasar he examinado las antiguas tablas de Caldea y calculado el tiempo. El día llegará este año. Hemos observado el firmamento, y durante esta primavera vimos que dos de las estrellas mayores se acercaban para formar la señal del pez, que representa a la tribu de los hebreos. Hemos visto también una nueva estrella, que brilló durante una noche y se desvaneció. Ahora, los dos grandes planetas se están aproximando de nuevo. Esta noche es la de su conjunción. En el antiguo Templo de las Siete Esferas, en Borsippa, en Babilonia, mis tres compañeros se encuentran observando y yo estoy haciendo lo mismo, pero aquí. Si la estrella vuelve a brillar, dentro de diez días emprenderemos juntos el camino a Jerusalén para ver y adorar al ungido que vendrá al mundo como Rey de Israel. Estoy seguro de que el signo llegará y tengo todo dispuesto para mi viaje. He vendido mi casa y mis propiedades y comprado estas tres joyas: Un zafiro, un rubí y una perla para entregársela al rey como tributo. Os invito a que me acompañéis en este peregrinaje para que recibamos al Príncipe todos juntos.

Artabán les mostró las tres grandes gemas: una azul como el cielo; otra, más roja que el rayo del alba; y la última, tan pura como la nieve. Pero sus amigos lo miraban con indiferencia y extrañados, como quien ha oído relatos increíbles, o alguna propuesta para realizar una empresa imposible. Por fin Tigranes habló:

-Tu sueño es vano, es el resultado de haber pasado demasiado tiempo contemplando las estrellas y cultivando pensamientos elevados. Ningún rey surgirá de la desmembrada raza de Israel y nadie podrá incorporarse jamás a la eterna batalla entre las tinieblas y la luz. Quien espere tal cosa, no hace sino perseguir una sombra. Adiós.

Así, cada uno de los presentes rehusó participar en la búsqueda y desearon a su anfitrión, buena suerte. Sin embargo, Abgarus, el más anciano, permaneció hasta que los demás se hubiesen marchado, y comento:

-Hijo mío, quizás la luz de la verdad resplandezca en este signo aparecido en los cielos; o tal vez no sea sino la sombra que dijo Tigranes. Pero más vale ir tras la sombra de algo mejor que darse satisfecho con lo peor. Quienes anhelan ver prodigios, deben estar prontos a viajar solos. Estoy demasiado viejo para emprender una jornada semejante, pero mi corazón os acompañará en vuestro peregrinaje día y noche. Id en paz.

Así pues, Artabán quedó a solas en la habitación cuya bóveda aparecía cuajada de estrellas. Durante largo rato estuvo contemplando la llama que se consumía en el altar y luego se dirigió a la terraza. El temblor de la tierra antes de que ésta despertara de su sueño nocturno había comenzado, y la fresca brisa que anuncia el amanecer bajaba desde el monte Orontes. Se oía el trino de las aves que empezaban a despertar, y de los emparrados subía el aroma de la vid ya madura. A lo lejos, la neblina cubría la pradera oriental, y en el horizonte occidental zigzagueaban los picos de la sierra de Zagros. El cielo estaba limpio. Júpiter y Saturno giraban juntos.

De pronto, Artabán descubrió en la oscuridad una luz celeste que cambió su color a rojo y tomó la forma de una esfera. Luego, dicha luz se elevó en espiral y se tornó en un punto de albo resplandor que, diminuto y muy remoto, rutilaba en la bóveda del firmamento. Artabán inclinó la cabeza. Esta es la señal, pensó. Ya viene el Rey, y yo partiré a su encuentro.

En las aguas de Babilonia, Vazda, la yegua más veloz de Artabán, estaba esperando, ensillada y aparejada en la caballeriza, piafando con impaciencia. Antes que los pájaros se hubiesen despertado por completo para dar principio a su agudo y jubiloso cantar matutino, antes que la neblina hubiese comenzado a levantarse perezosamente de la pradera, el mago se montaba sobre la silla y cabalgaba hacia el Oeste por el camino que recorría las faldas del monte Orontes.

¡Cuán estrecha e íntima es la camarería que en toda larga jornada une a un hombre con su caballo predilecto! Hombre y bestia beben de la misma fuente a la vera del camino, duermen al amparo de las mismas estrellas, el amo comparte su comida con su hambriento compañero y siente que acarician la palma de su mano los belfos suaves del animal. Al amanecer despierta gracias al soplo de una cálida y dulce respiración sobre su faz soñolienta, y al abrir los ojos, ve los de su fiel compañero de viaje, que se muestra preparado para iniciar el trabajo del día. Así, los ligeros cascos van tocando su animosa música a lo largo de la senda, al ritmo de los agitados corazones.

Artabán, debía cabalgar hábil y prudentemente para reunirse con los otros tres magos a la hora señalada. La ruta medía ciento cincuenta parasangas, y quince era la mayor distancia que podía cubrir en un día. Pero el jinete avanzaba sin inquietud, salvando la distancia fijada para cada día, si bien había de viajar hasta entrada la noche y reanudar su marcha antes que apareciera el Sol.

Pasó a lo largo de las oscuras faldas del monte Orontes, surcadas por el camino pedregoso de un centenar de torrentes. Atravesó Campos Niseamos, donde sus famosas manadas de caballos, que estaban pastando en los anchurosos prados, sacudían la cabeza al sentir aproximarse a Vazda y se alejaban al galope. Las bandadas de aves silvestres levantaban el vuelo desde las cenagosas praderas revoloteando en grandes círculos.

Artabán cruzó los campos fértiles de Concabar. La trilla del grano arrojaba al aire una dorada neblina que ocultaba a medias el vasto Templo de Astarté de cuatrocientos pilares.

En Bagistán, entre los espléndidos jardines, el peregrino alzó su mirada hacia el escarpado pico de la montaña. Creía ver la figura del rey Darío, pisoteando a sus enemigos vencidos, y tallada en la elevada faz del eterno farallón, la orgullosa lista de sus guerras y conquistas.

Recorriendo desfiladeros fríos y desolados, arrastrándose dificultosamente por entre las montañas, bajando un buen número de oscuras cañadas, donde el río corría frente a él; cruzando valles con terrazas de calizas amarillas cargadas de vides y árboles frutales; pasando a través de los bosques de encina de Carina y los oscuros portales de Zagros; salvando anchos arrozales donde los vapores otoñales esparcían sus mortíferas neblinas; siguiendo el río Gindes, bajo las trémulas sombras de álamos y tamarindos, y saliendo a la meseta llana donde el corría derecho, por entre los campos de rastrojos y praderas resecas, a través de las corrientes ondulantes del Tigres y de los muchos canales del Eufrates, Artabán siguió adelante hasta llegar, al anochecer del décimo día, al pie de las destrozadas murallas de Babilonia.

Hubiera entrado en la ciudad, en busca de descanso y refrigerio para él y su bestia, pero le quedaban tres horas de camino hasta el Templo de las Siete Esferas, a donde debía llegar a la media noche para encontrar a sus tres compañeros. Así pues, continúo la marcha. La yegua disminuyó su paso al llegar a la sombra que echaba un bosquecillo de datileras sobre un campo de rastrojos. El huerto resultaba tan cerrado y silencioso como una tumba; allí no se agitaba una hoja ni se oía el trino de un pájaro. Vazda presentía algún peligro o dificultad. Dejó escapar al fin un rápido relincho de ansiedad y desaliento, y se quedó inmóvil delante de una masa oscura que yacía a la sombra de la última palmera.

Artabán desmontó. La luz tenue dejaba ver a un hombre tendido en medio del camino, uno de los muchos exiliados hebreos que todavía habitaban la región. Por su piel, seca y amarilla se adivinaba que padecía la fiebre mortífera que por otoño hacía estragos en las ciénagas. Su mano denunciaba el frío de la muerte. Artabán se volvió a otro lado invadido de tristeza, consignando el cadáver al entierro que los magos juzgan más digno: el funeral del desierto, tras del cual los milanos y los buitres se levantan agitando sus negras alas y se alejan sin dejar más que una pila de huesos entre la arena. Más al volverse, oyó un suspiro mortal que escapaba del desdichado, mientras sus huesudos dedos se aferraban al borde del manto del viajero. Sintió que su espíritu se estremecía y vacilaba.

¿Qué derecho asistía a aquel desconocido para esperar algún servicio de Artabán? Si no llegaba a Borsippa a la hora convenida, sus compañeros partirían sin él.

¿Debía hacer a un lado su propósito de seguir en pos de la estrella y arriesgar la recompensa que obtendría su fe divina, solo por unos sorbos de agua a aquel moribundo?

“Oh, Dios de la verdad y la pureza, indícame el camino sagrado, la senda de la sabiduría que solo Tú conoces”.

En seguida se acercó al enfermo y lo llevó hasta el pie de la palmera. De uno de los canales cercanos, trajo un poco de agua para humedecer la frente y los labios del desdichado. Mezcló en el líquido unas gotas de esos sencillos y eficientes remedios que llevaba en el cíngulo (pues los magos eran tan hábiles médicos como astrólogos) y le dio la medicina al moribundo.

Hora tras hora, estuvo luchando por ayudarlo a recobrarse y, por fin, cuando el hombre se sintió mejor, se incorporó y miro a su alrededor.

-¿Quién eres?-, inquirió.

-Soy el mago Artabán. Me dirijo a Jerusalén, en busca de quien habrá de venir al mundo para ser el Salvador de toda la Humanidad. El tiempo me apremia, ya no puedo demorarme más, aquí tienes todo lo que me resta de pan y vino, además una poción de hierbas medicinales. Cuando recuperes las energías, podrás encontrar las viviendas de los hebreos entre las casas de Babilonia.

-Quiera el Dios de Abrahán. Isaac y Jacob, bendecir y dar éxito al viaje de quien tiene misericordia. Nada tengo que darte a cambio aparte de este conocimiento: nuestros profetas afirman que el Mesías nacerá en Belén de Juda, y no en Jerusalén. Que el Señor te lleve hasta ese lugar a salvo y en paz.

Pasada ya la media noche y recobradas las energías, Vazda volaba sobre el suelo como una gacela. Cuando llegaba a la última etapa de su jornada y el primer rayo del Sol tendía la sombra de la yegua, que se adelantaba en la carrera, Artabán recorrió con su mirada el monte de Nimrod y el Templo de las Siete Esferas sin descubrir a sus amigos.

Al galope, el peregrino rodeó el monte cuyas terrazas de ladrillos multicolores se hallaban en ruinas. Se apeó luego y trepó hasta lo más alto de los terrazgos dirigiendo su vista hacia el oeste. La desolación de las ciénagas se extendía hasta el horizonte. Los avetoros se posaban a orillas de las charcas estancadas y los chacales se escurrían acechando; pero no se divisaba la caravana de los tres reyes magos.

Artabán encontró bajo un montecillo de ladrillos rotos un jirón de pergamino que decía: “No podemos demorarnos más. Partimos al encuentro del Rey. Síguenos a través del desierto”.

Se sentó entonces en el suelo y se tomó la cabeza desesperado. ¿Cómo podré atravesar el desierto sin comestibles y con un caballo agotado? Debo regresar a Babilonia, vender mi zafiro y comprar camellos y provisiones para el viaje. Solo Dios misericordioso puede decir si no veré al Rey por haberme atrasado con el fin de hacer una merced.

Por amor a un niño. Se había hecho el silencio en el Vestíbulo de los Sueños. Y en este silencio yo veía la figura del otro rey mago cruzar el desierto sobre su camello que, avanzando y avanzando, se mecía con regularidad como un barco sobre las olas.

La región de la muerte extendía su red de crueldad en torno al viajero. Las pedregosas soledades no brindaban más fruto que zarzas y espinas. Ante Artabán se alzaban las sierras áridas e inhóspitas, surcadas por los canales resecos. A lo largo del horizonte aparecían colinas de arena traicioneras cual otras tantas tumbas. Durante el día, el calor abrasador hacía sentir su peso intolerable sobre el aire trémulo y ninguna criatura viviente se movía, salvo diminutos jerbos que se escurrían por entre los marchitos matorrales, o lagartijas que desaparecían entre los resquicios de las piedras. Por la noche, los chacales rondaban, aullando a lo lejos mientras un frió penetrante y agotador seguía a la fiebre del día. A pesar de las temperaturas extremas, el mago continuaba adelante.

Avisté luego los jardines y huertos de Damasco, irrigados por los ríos de Abana y Farpar, y sus extensiones de césped con botones en flor. Vi la extensa y nevada loma del monte Hermón, los oscuros bosquecillos de cedros, el valle del Jordán, las azules aguas del lago de Galilea y, más allá, las tierras altas de Judá. La figura del mago avanzaba sin descanso a través de todo aquello. Por fin llego a Belén, fatigado pero henchido de esperanzas, con sus dos joyas para ofrecérselas al Rey. Ahora, se decía, lo encontraré. No importa que sea solo y después que mis hermanos.

Las calles de la aldea parecían estar desiertas. Por la puerta abierta de una casucha de piedra, Artabán alcanzaba a oír el canto suave de una mujer. Entró en la vivienda y halló a una joven madre arrullando a su hijo. Ella le relató sobre los forasteros que llegaron al villorrio tres días antes. Estos peregrinos, según dijeron, venían desde Oriente guiados por una estrella que los llevó al sitio donde José de Nazaret se alojaba con María, su esposa, y con su hijo recién nacido, Jesús. Allí le rindieron homenaje al niño depositando ante sus pies ofrendas de oro, incienso y mirra.

-Pero los viajeros-, agregó la mujer, -desaparecieron repentinamente. Lo extraño de su visita nos infundió temor. La familia de Nazaret huyó en secreto aquella misma noche, y se murmuraba que iba hasta Egipto. Desde entonces, una influencia maligna se cierne sobre la aldea. Se comenta que vendrán soldados romanos con el fin de imponernos un nuevo tributo. Los hombres se han ido a ocultar con sus rebaños a las montañas.

El pequeño que la mujer sostenía en brazos alzó los ojos al rostro de Artabán y le sonrió mientras alargaba hacia él sus manitas. Al tocarlas, el mago se sintió reconfortado ¿No podría este niño haber sido el Príncipe prometido?, se preguntaba acariciando la mejilla suave del niño. Ha habido Reyes que nacieron en viviendas más humildes que ésta; el favorito de las estrellas podría incluso nacer en una choza. Pero, el Dios de la Sabiduría no ha querido satisfacer mi pesquisa tan fácilmente. El que busco ya ha partido y ahora tendré que seguirlo hasta Egipto.

La joven madre acostó al niño en su cuna y le sirvió de comer al singular huésped que el destino habría traído a su casa. Le brindó de buen agrado su sencilla comida que era rica en alivio para el alma y el cuerpo. Mientras Artabán comía, el niño cayó en un apacible sueño. De pronto, el ruido de una violenta confusión en las calles llegó hasta ellos. Entre los llantos de las mujeres y el estruendo de unas trompetas, se oyó un grito desesperado:

-¡Vienen soldados! ¡Son los soldados de Herodes! Están matando a nuestros hijos!

Pálida de terror, la joven madre se agazapó en el rincón más oscuro de la pieza y envolvió a su hijo en los pliegues de su manto. Artabán se dirigió al umbral de la casucha y allí se quedó. Sus anchos hombros cubrían totalmente el hueco de la entrada. Los soldados con sus manos y espadas ensangrentadas se detuvieron vacilantes frente a aquel desconocido de imponente vestiduras. El capitán se adelantó con el propósito de apartar al intruso que se mostraba tan tranquilo como si estuviera contemplado las estrellas. Artabán detuvo con suave firmeza al soldado y declaró con voz baja:

-Estoy solo en esta casa, esperando entregar esta joya al prudente capitán que me deje en paz.

Y le mostró el rubí, que brillaba en la palma de su mano como una enorme gota de sangre. El capitán, maravillado ante el esplendor de la joya y con las pupilas dilatadas por la codicia, tomó el rubí.

-¡Seguid adelante!-, ordenó a sus soldados. -¡Aquí no hay ningún niño!

Mientras el clamor y el fragor de las armas se alejaban calle abajo, Artabán volvió el rostro hacia el Oriente y oró: “Dios de la Verdad, ¡Perdona mi pecado! He mentido para salvar la vida de este niño, y me he desprendido de otra de mis ofrendas. He gastado a favor del hombre lo que estaba destinado a Dios. ¿Seré digno de contemplar el rostro del Rey!”.

La mujer, que lloraba de gozo en las sombras, le dijo dulcemente:

-Yahvé te bendiga y te guarde; ilumine Yahvé su rostro sobre ti y te sea propicio; Yahvé te muestre su rostro y te conceda la paz.

La senda del dolor En el Vestíbulo de los Sueños reinaba nuevamente el silencio, y comprendí que, bajo aquella honda y misteriosa quietud, los años de vida de Artabán corrían con bastante rapidez.

De vez en cuando lograba divisarlo entre las multitudes del Egipto populoso buscando indicios de la familia que había venido desde Belén, descubriendo trazas bajo los frondosos sicomoros de Heliópolis y al pie de las murallas de la fortaleza romana de la Nueva Babilonia, que se alzaba a orillas del Nilo. Pero eran rastros tan tenues y vagos que se desvanecían continuamente, como las pisadas que por un momento dejan huellas en las duras arenas de los ríos y desaparecen luego.

Lo volví a ver al pie de las pirámides. Lo vi levantar la mirada hacia la enorme faz de la esfinge agazapada y tratar de descifrar el sentido de aquella sonrisa. ¿Significaba, realmente, que la esfinge hacía mofa de todo esfuerzo y aspiración de una búsqueda que jamás se vería satisfecha? ¿O acaso mostraba una nota de aliento, una promesa de que hasta el vencido alcanzará la victoria, el ciego la vista y el caminante refugio?

Una vez más lo vi en una oscura morada de Alejandría, solicitando el consejo de un rabino hebreo. El Venerable anciano, inclinado sobre los rollos de pergamino, leía en voz alta las profecías que vaticinaban los sufrimientos del Mesías prometido: despreciable y desecho de hombres, varón de dolores.

-Y recuerda, hijo mío, vaticino que al Rey a quien buscas no lo hallarás en un palacio rodeado de riquezas. La Luz que el mundo espera, es una Luz nueva, es la gloria que se alzará de un paciente y victorioso sufrimiento. Es un nuevo reino con la realeza de un amor perfecto e invencible. Ignoro cómo será y cómo los soberanos y pueblos de la Tierra reconocerán al Mesías. Pero si sé que quienes lo buscan harán bien en indagar entre los humildes y los pobres, entre los que sufren y los oprimidos.

Así divisé repetidas veces al otro rey mago, viajando y buscando por entre el pueblo de la dispersión, con el cual la familia de Belén quizás hubiese encontrado refugio. Atravesó países donde reinaba el hambre y los pobres lloraban por falta de pan. Moraba en ciudades víctimas de la peste, en las que los enfermos languidecían en la miseria. Iba a visitar a los oprimidos en las prisiones subterráneas, en los mercados de esclavos, en las galeras donde trabajaban hasta el agotamiento. En todo aquel populoso e intricado mundo de angustias, Artabán no halló a quien rendir adoración, pero encontró a muchos a quien ayudar. Le daba de comer al hambriento, curaba a los enfermos y consolaba a los cautivos. Así sus años corrían veloces.

Parecía que había olvidado su pesquisa. Pero en cierta ocasión lo vi por un momento, a solas a la hora del alba, esperando a la puerta de una prisión romana. Sacó la última de sus joyas que le quedaba. Mientras la miraba, una luz tenue e iridiscente, rica en cambiantes haces de celeste y rosa, temblaba en la superficie de la perla. Parecía haber absorbido los colores del zafiro y del rubí. De este modo, el propósito secreto de una noble existencia atrae los recuerdos de alegrías y aflicciones pasadas y se torna más brillante y valiosa cuando mayor es el tiempo que se guarda.

Luego, yo pensaba en aquella perla, oí por fin la conclusión de la historia del otro rey mago. Una perla de incalculable valor.

Habían transcurrido 33 años desde el día en que Artabán inició su búsqueda. Su cabello cano y sus ojos, que antes resplandecían como el fuego, eran rescoldos entre cenizas. Fatigado y pronto a morir, había venido por última vez a Jerusalén en busca del Rey. Había visitado a menudo la ciudad santa, registrado sus callejas, sus tugurios y cárceles sin descubrir rastro de la familia que había huido de Belén tiempo atrás. Pero ahora le parecía que era su deber hacer un nuevo esfuerzo.

Los hijos de Israel, diseminados por las tierras más lejanas del mundo, habían regresado al Templo para asistir a la solemne fiesta de Pascua. Los forasteros atestaban la ciudad y en este día se observaba una singular agitación. El firmamento se mostraba velado por una lobreguez portentosa, y una corriente de emoción parecía sacudir a la muchedumbre. El rumor suave y denso de millares de pies al arrastrarse por el suelo de piedra, iba y venía sin cesar a lo largo de la calle que conduce a la puerta de Damasco. Al ver Artabán a un grupo de judíos partos, les pregunto a donde se dirigían.

-Al Gólgota, a extramuros de la ciudad-, le contestaron. -¿No te has enterado? Van a crucificar a dos ladrones, y con ellos a un hombre llamado Jesús de Nazaret, quien ha obrado muchos prodigios entre el pueblo. Pero los sacerdotes y los mayores dicen que él también debe morir por haberse hecho pasar por el Hijo de Dios. Y Pilatos ha ordenado que lo crucifiquen porque dice ser el Rey de los Judíos.

¡Qué extraño efecto hicieron estas palabras en el fatigado corazón de Artabán! Había recorrido mar y tierra durante toda una vida. ¿Sería posible que se tratara de la misma persona cuyo nacimiento se anunciara con la aparición de una estrella? ¿El mismo del que habían hablado los profetas?

El corazón de Artabán latía agitado por las emociones. Los caminos de Dios son más singulares que los pensamientos de los hombres; pensó. Tal vez, por fin, daré con el Rey, aunque sea en manos de sus enemigos. Y quizá llegue a tiempo para ofrecer mi perla por su rescate antes de que Él muera.
Así pues, el anciano peregrino fue detrás de la multitud hacia la puerta de Damasco. Pero al llegar a la entrada del cuartel, vio cómo un grupo de soldados macedonios arrastraba a una joven. La muchacha distinguió su gorra blanca y el medallón que lucía en el pecho y escapándose de las manos de sus verdugos se arrojó a los pies del otro rey mago.

-¡Apiádate de mí!–, clamó la joven -¡Sálvame por el amor del Dios de la Pureza! Mi padre era mercader en Partía, pero ha muerto, y me han prendido para venderme como esclava en pago de sus deudas. ¡Sálvame!

Artabán se estremeció. En su alma se desataba el mismo viejo conflicto entre la esperanza de su fe y el impulso que dictaba el amor. Por dos veces la ofrenda que consagrara a la religión la había dado en servicio de la Humanidad: en el palmar, cerca de Babilonia, y en la choza de Belén. Ésta era la tercera vez que se le ponía a prueba. ¿Sería ésta su gloriosa oportunidad o su última tentación? No podía decirlo. Solo de una cosa estaba seguro: El salvar a la muchacha sería un verdadero acto de amor. ¿Y no es acaso el amor la luz del alma? Sacó la perla que llevaba junto a su pecho; nunca le había parecido tan luminosa y la puso en la mano de la joven esclava.

-Toma, hija mía, aquí tienes tu rescate. El último de mis tesoros que aguardaba para el Rey.

Mientras Artabán hablaba, la oscuridad se había hecho más densa y fuertes temblores sacudían la Tierra. Las paredes de las casas vacilaban, sus piedras caían destrozadas y nubes de polvo henchían el aire. Los soldados aterrorizados, huyeron. Pero el mago y la muchacha permanecían, agazapados e impotentes, al pie de los muros del Pretorio.

¿Qué tenía él ya que perder? ¿Qué razón le quedaba para vivir? Se había desprendido de su postrera esperanza de encontrar al Rey. Su búsqueda había terminado, y había terminado en fracaso. Pero aun este pensamiento, que aceptaba y acogía, le traía paz. No era resignación. Sentía que todo estaba bien, porque día a día había sido fiel a la Luz que se le había otorgado y si el fracaso era cuanto había alcanzado, sin duda era por ser este lo mejor. Si pudiera volver a hacer su vida, no podría ser de otra suerte.

Una nueva y prolongada sacudida de la Tierra arrancó una pesada losa del techo que golpeó al anciano en la sien. Quedó tendido y la sangre manaba de su herida. La joven se inclinó sobre él, temerosa de que hubiera muerto.

Se oyó una voz que llegó a través del crepúsculo, pero la muchacha no alcanzó a entender lo que decía. Los labios del anciano se movieron como respondiendo, y la joven esclava le oyó decir en la lengua de Partia: “Señor, ¿Cuándo te vimos hambriento, te dimos de comer; o sediento y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel, y fuimos a verte? Durante treinta y tres años te busqué, pero jamás he llegado a contemplar tu rostro, ni venido en tu auxilio, Rey Mío”.

Artabán calló y aquella dulce voz se hizo oír de nuevo, muy tenue y a lo lejos. Pero al parecer esta vez, la joven también comprendió sus palabras: “En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis”.

Una expresión de radiante calma, gozo y maravilla, iluminó el semblante de Artabán. Escapó de sus labios un largo y último suspiro de alivio. Su peregrinaje había concluido y sus ofrendas habían sido aceptadas. El otro rey mago había encontrado al Rey.









Este bello cuento navideño “The Other Wise Man” fue escrito en 1896. Su autor Henry Van Dyke (1852-1933). Artabán quiso ir en busca del Niño Jesús para llevarle un diamante protector de la isla de Méroe, un pedazo de jaspe de Chipre y un fulgurante rubí de las Sirtes. Su triple ofrenda se fue quedando en el camino.





Curiosidades:

Parasanga es una unidad de distancia itinerante histórica irania comparable a la legua europea.


Jerbo, gerbo es un mamífero roedor de unos diez centímetros de longitud, pelaje castaño claro, patas traseras muy largas, con las que da grandes saltos y cola de unos veinte centímetros de largo con un mechón de pelos en la punta; habita en zonas áridas del norte de África.





FELIZ DÍA DE REYES

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