domingo, 3 de diciembre de 2023

Amantes de mis cuentos: Incomprendida

 



Cuando terminé la primaria, me acosté y estuve dos días en la cama mientras mis padres, tíos y primos recogían las aceitunas.

Me echaron en cara que era una grandísima vaga, que debía combatir a la holgazana, buena para nada, que había dentro de mí. Protesté. Había logrado aprobar con buenas notas todas mis asignaturas y tenía derecho a que se me pegasen las sábanas.

No tienes más iniciativa que la de un tronco, reprochaba mi madre. Mi padre meneaba la cabeza. Para los dos la vida había sido dura. Trabajo, deudas, enfermedades. Ambos ambicionaban que el día de mañana me convirtiera en presidenta del país o en una próspera mujer de negocios o en una famosa cirujana. Hacia adelante y hacia arriba era el rumbo que aspiraban para mí.

Comencé a rumiar grandes venganzas. Mi vida era mía.

Todo era motivo de regaño, como aquel fin de semana cuando ocurrió lo de Peluche, mi gato. Tenía tanto pelo y tan blanco que lo tomé en brazos y lo esquilé como una oveja. Ahora no se separa de mi madre y los dos me miran y me gruñen. Parecen mellizos porque los dos están calvos, aunque mi madre lo disimula con una peluca. Yo no tuve nada que ver. Fue la quimio.

La familia se fue a la almazara para extraerle el aceite a las aceitunas. Aburrida me puse a jugar con una cuchilla de afeitar. Uno de mis primos preguntó dónde estaba el trozo que le faltaba, contesté que me lo había tragado y el muy tonto me creyó. Me llevaron al Hospital. Mis padres regresaron de inmediato. Les oí decir que no sabían qué hacer conmigo.

© Marieta Alonso Más

sábado, 2 de diciembre de 2023

Amantes de mis cuentos: La felicidad

 


Me gusta la tranquilidad de una tarde de invierno, su luz, el andar por los senderos nevados, tan solitarios, tan melancólicos. Me gusta la primavera, su brisa, la frágil elegancia de los botones que cuelgan de las ramas, las flores, todas, no he encontrado ninguna que no me haga feliz: la perfumada rosa, el elegante jazmín, la delicada lila… Me gustan los largos días del verano, sus crepúsculos, el dulce aroma de los arrozales cuando se mecen al viento, y el aire otoñal que mueve los cañaverales.

Pero sobre todo me gusta ver la sonrisa en el rostro de las personas que quiero, se me ensancha el corazón con los abrazos de mis nietos y si algún desconocido me da los buenos días. Me gusta la gente. Siento el calor, la alegría, y hasta el sufrimiento de quienes no tienen la suerte de comprobar que hay más bondad que maldad entre los seres humanos. 

Adoro visitar a mis amigos y también que vengan a verme; hacer planes con ellos, viajar o sentarnos en un parque, la mejor compañía es aquella con la que puedes pasar horas en silencio; adoro leer hasta altas horas de la noche o ver fotos de mis abuelos, de mis padres, de toda la familia; adoro la música y escribir cuentos, novelas.

En realidad…

Adoro vivir

 


© Marieta Alonso Más

viernes, 1 de diciembre de 2023

Amantes de mis cuentos: El arte de no robar

 



Aquel año puse el primer cero a mi edad y para ayudar en casa comencé a trabajar en el mercado del barrio. Mi madre era pariente lejana de uno que regentaba el puesto de hortalizas y verduras y le pidió que me hiciera un hombre de bien. Eran tiempos difíciles. Allí se vendía de todo: lechugas, tomates, pepinos… Y yo con hambre a todas horas.

Se me hacía la boca agua con lo que fuera, me daba igual que los tomates fueron rojos, verdes, pequeños o grandes. Aquel lugar olía a abundancia, era el reino de los olores y mis tripas sonaban como si no le hubiera echado nada en veinticuatro horas. Así era.

Mi amigo Pedro estaba empeñado en enseñarme a robar, pero yo me resistía. Mi madre, que para algunas cosas parecía bruja, nos amenazó con que si alguno de sus hijos se apropiaba de lo ajeno le ponía la cabeza del revés. Y ella era capaz de hacerlo.

La primera vez que me dieron una propina me acerqué al pariente y le pregunté qué podía comprar con los céntimos que tenía en la palma de la mano. En ese mismo instante se oyó un gran ruido en mis entrañas. No hizo ningún comentario. Me pidió que cuidara el puesto. Se fue enfrente por una barra de pan, se acercó al que lindaba con el nuestro y compró cien gramos de mortadela. A su regreso, de la chaqueta sacó una navaja, partió por la mitad el pan, cortó en rodajas un tomate, el más rojo, el más bonito de todos, repartió el embutido a todo lo largo y me dijo: desde hoy, a esta hora, tendrás tu almuerzo. Te lo has ganado por honrado.

Fue la mejor lección de mi vida. Hasta Pedro aprendió de ella, pues como se acercaba a que yo le diera un cacho de mi bocadillo, el pescadero le preguntó si servía para hacer recados y muy chulo le contestó:

—Soy capaz de todo.

—Pues aprende de tu amigo y no robes.

El de la pescadería debía ser tan brujo como mi madre.

 

© Marieta Alonso Más   

miércoles, 29 de noviembre de 2023

Cristina Vázquez: La primera noche

 



A mi querida amiga Carmen M.


Sí, o no. Sí, o no. Clara dudaba qué hacer. La luz del crepúsculo entraba a través de las cortinas entrecerradas. Se hacía tarde. Miró la hora en el reloj digital que estaba sobre la mesilla de noche. Tarde para qué, se dijo, si ya no la esperaba nadie. Era casi como un movimiento reflejo el mirar el reloj y sentir un picotazo en el estómago. No quería que su marido se impacientara.

La habitación resultaba pasada de moda con las cortinas de terciopelo, las alfombras a los lados de la cama un poco deslucidas y los muebles de caoba barnizada. Habían elegido ese hotel porque fue el primero al que se atrevieron a ir. Eran dos jóvenes transgresores de la moralidad de la época, o eso creían, zafándose del control de recepción.

Un ronquido suave y continuo era el telón de fondo de sus pensamientos. Eduardo dormía. Se sentó en la butaca recibiendo los últimos estertores de luz y rememoró de una manera amable y algo confusa, las veces que había estado con él en este sitio. Muchas. Tantas que por más que quisiera celebrar todas en su memoria, estaba convencida de que era un ejercicio condenado al fracaso.

La primera, inolvidable. Jóvenes, creyéndose audaces, con una emoción en las manos que hizo imposible que Eduardo le desabrochara el sujetador, ni la falda. Fue el primer conocimiento que tuvieron el uno del otro. Conocimiento que fue aumentando con el paso de los años.

Él, al terminar la carrera, se tuvo, más bien se quiso ir a estudiar fuera y Clara esperó que le propusiera irse con él. Pero no lo hizo. Estaba lleno de ilusión y ambiciones personales, y ella se quedó. No pudo evitar pensar que había sido la chica fácil que arrinconaba el brillante y atractivo arquitecto en que se había convertido. Nunca olvidaría las palabras ni la cara de airada cobardía con que le confirmó.

—Clara. Somos demasiado jóvenes para un compromiso tan serio.

En su voz surgió el mismo temblor que en sus manos la primera vez que fueron al hotel, pero en sus ojos apareció una expresión de premura por irse. La luz de poniente a su espalda, igual a la de ahora, le daba unos reflejos sobre el pelo rubio que le recordó un cuadro que tenía su madre del Ángel de la Guarda. Dos años pasaban rápido, claro que podía visitarle, aunque no sería fácil. Al despedirse le recomendó desde la plenitud de su licenciatura que se esforzara en terminar sus estudios. No era el fin del mundo, Clarita.

—Te queda mucho por vivir todavía —le pasó una mano por la cabeza como si la infundiera de un casco de sabiduría.

Él se fue. Clara estuvo tres meses sin querer ir a ningún sitio, bajo la preocupada mirada de sus padres y el cuidado de un conocido psiquiatra. A los tres meses renació como el Ave Fénix, le aseguraba su madre, una mujer culta, amable y que no quería profundizar en ningún tema excesivamente personal. Siempre se arrepentía uno de escarbar demasiado en el otro, afirmaba con una sonrisa afectada. En los siguientes cinco años no supo nada de Eduardo. El océano que les separaba pareció difuminarlo en una sombra azul.

Ella acabó su carrera, empezó a trabajar y se casó con Gabriel. El mejor marido y una buena boda, sentenció la madre que temía que esa hija volviera a recaer, o a descarriarse. Una tarde lluviosa la oyó decir a una amiga que Clara era demasiado emocional, muy frágil y Gabriel lo más adecuado para atemperarla. Menos mal que el otro está lejos, que si no…

El otro volvió casado con una americana decidida y rubia que hablaba el español con voluntad marcial. No dejaba pasar una palabra que no entendiera y pretendía hacer chistes a los pocos meses y a los pocos meses fue su reencuentro. Igual que si el tiempo de ausencia de Eduardo se hubiera quedado congelado en una nube, volvieron a verse con la naturalidad de antaño. Las confusas disculpas de él, de cómo pudo marcharse sin ella, cuánto la había echado de menos, era el auténtico amor de su vida, a Clara le resbalaban en un dulce abandono. Durante años se siguieron reuniendo, normalmente en este hotel.

—Bienvenidos señores de Ceballos. Es siempre una alegría verlos —decía zalamero el recepcionista.

Las primeras veces a Clara le molestaba el tono burlón que creía descubrir en sus palabras. Luego, ya ni lo oía. Y ahora, mientras la luz declinaba marcando en sus pies desnudos unas sombras equívocas, pensó que después de veinte años, ella viuda y él divorciado, habían decidido no vivir en la misma casa. Demasiado peso en las mochilas de sus vidas.

Por fin decidió quedarse. Se abrochó el sujetador y en vez de vestirse se puso el albornoz y se tumbó en la cama junto a él que seguía medio dormido. Ya no tenía el pelo rubio sino escaso y entrecano, su figura se había vuelto más lenta, aunque aún guardaba el entusiasmo por su profesión y por ella.

—Nunca hemos dormido juntos una noche entera—le susurró Eduardo abrazándola.

Ella afirmó con la cabeza. Nunca. Clara pensó qué raro le resultaba no sentir el picotazo en el estómago al llegar a una hora. Ya no importaba. Nadie la esperaba en casa y sintió una antigua ternura que había enterrado mucho tiempo atrás.

© Cristina Vázquez

lunes, 27 de noviembre de 2023

MJ Pérez: Destino

 


En ocasiones las palabras, aunque se las lleve el viento, son capaces de herir como espadas, acariciar como plumas o todas las variantes que existen entre ambas opciones. También nos hacen reflexionar, sobre su propia forma o lo qué significan. En nuestra vida o para todas las personas, para toda la sociedad.

 

Hablemos por ejemplo de la palabra «destino». Puede ser el lugar final al que llevas en un viaje, el ‘destination’ inglés o puede ser el sino, ‘destiny’. En mi caso concreto, me gustaría reflexionar sobre este último término. Tiene una sonoridad muy bonita, al menos a mis oídos, pero me gustaría ir un poco más, si os parece bien.

 

¿Vosotros creéis que somos los seres humanos los que nos forjamos nuestro propio destino, o consideráis que hay algo más? Hay quien puede considerar que nuestras decisiones son las que nos definen, que podemos tomar la alternativa que consideremos mejor y que ahí reside lo que nos va pasando, seamos o no conscientes de ello.

 

No es la única opinión. No solo porque en ocasiones nuestras decisiones vengan obligadas por las circunstancias, sino porque la suerte también es un elemento a tener en cuenta. Hay gente que parece venir con una estrella hecha jirones en el bolsillo, como si tocara las cosas lindas con los dedos pero se la escurrieran antes de poder disfrutarlas.

 

Son cosas interesantes sobre las que pensar, aunque a veces no nos gustase pensar en absoluto y seguir con nuestra vida, buscando la manera de ser felices. Porque a veces, los pensamientos pueden ser tan crueles como las palabras, o como las espadas.

 

© MJ Pérez

jueves, 23 de noviembre de 2023

Julia de Castro: El Impostor de Javier Cercas


  

El autor no deja pasar la oportunidad de recordar a sus lectores que esta es una novela sin ficción. Aunque, al leer estas páginas, podríamos pensar que todo es ficción es esta historia. Enric Marco, conocido superviviente del campo de concentración de Flossenbürg, anarquista activo y enconado luchador antifranquista durante toda una vida, se nos desvela como todo un impostor.


Javier Cercas disecciona, hasta sus últimas consecuencias, las evidencias, los testimonios, los documentos y los compara con las confidencias de Marco, buscando los hilos de los que tirar para descubrir la verdad entre tanta ficción de una historia que, según confiesa, no quería escribir, o quería y no quería, ante el vértigo que le produce la posibilidad de ser él mismo un impostor como su personaje.


¿Es Marco un falsario? o solo se muestra como un ser humano más, como todos nosotros que desarrollamos una inmensa capacidad para auto engañarnos; que nos empeñamos en una búsqueda incesante de reconocimiento y sobrevivimos entre el miedo y la cobardía ante los riesgos mientras aprovechamos la más mínima oportunidad para levantar la voz cuando nos sentimos a salvo.


Marco, a lo largo de sus conversaciones con el autor, le echa en cara que quiera salvarle para salvarse a sí mismo, que se aproveche de lo que ha vivido y lo que ha inventado para escribir su libro. El autor aduce que no quiere salvarlo ni excusarlo, con esta novela solo pretenden entenderlo. Difícil misión la de entender los motivos del ser humano para actuar como lo hace.


El anciano héroe al final no hizo más que lo que tantos españoles hicieron en el tiempo que le tocó vivir: inventarse una vida; huir de conocerse a sí mismo, crear un personaje y embutirse plenamente en él. No fue un feroz combatiente en la Guerra Civil, ni estuvo cautivo en un campo de concentración, ni resistió en el exilio, su vida fue mucho más gris y anónima como la de la inmensa mayoría de los españoles que evitaron significarse y comprometerse.


Interesante esta novela sin ficción en la que la historia de Enric Marco nos obliga a mirarnos a nosotros mismos a conciencia.

 

© Julia de Castro

Mi invierno en Libros 2022