lunes, 21 de octubre de 2024

Blanca del Cerro: El premio Veleta

 



        Le gustaba recordar.

Sentado en una mullida tumbona, en aquella inmensa terraza desbordada de plantas, de cara a un mar soslayado de arpegios infinitos y cantos de sirenas ocultas, ese mar que había sido el centro de su esencia y la fuerza motriz de su imaginación traducida en miles y miles de páginas, le gustaba recordar. No se permitía olvidar. No se lo permitiría nunca.

Armando Lomas, el director de la Editorial Veleta, la mejor, la más grandiosa, la más afamada del país, en la que deseaban publicar todos los escritores nacionales e incluso internacionales, acababa de salir por la puerta.

Y le gustaba recordar porque nada ni nadie podrían borrar de su memoria un pasado de turbulencias infinitas, de luchas gastadas, de silencios que hacían mucho daño y de pesares turbios, demasiado turbios como para olvidarlos en el cajón agrietado del ayer.

Se veía en aquella buhardilla diminuta, aunque acogedora, en la que tuvo la fortuna de recalar, recién llegado a la capital, gracias a su amigo Mario Bobadilla, tan desprendido y tierno como una madre. Fue Mario quien le consiguió un trabajo de friegaplatos y pinche en la cafetería en que prestaba sus servicios como camarero, de siete de la mañana a tres de la tarde. Fue Mario quien le acompañó a matricularse en la Facultad de Periodismo. Fue Mario quien le animó en todo momento a mantenerse firme y no decaer. Y fue Mario quien, algún tiempo después, le presentó a Marcela, su primera esposa. Posteriormente vendrían Lolita y Mireia, pero en esos últimos asuntos Mario no tuvo nada que ver.

        Armando Lomas, el dueño y señor de la mejor editorial del país, le había buscado, le había localizado, le había llamado y se había presentado en su fastuosa casa al borde del mar ante la negativa de Víctor de desplazarse a la capital para celebrar una entrevista. Por supuesto, no era la primera vez que entraba en contacto con la Editorial Veleta —el pasado, el pasado siempre detrás, demasiados recuerdos—, pero sí la primera en que el gran Armando Lomas se personaba ante él y le exponía un tema de tal envergadura. Fue un momento de gozo interno, de sutil venganza, de regocijo máximo. Fue el placer por el puro placer de tener a sus pies al dueño y señor del gigante que tantas veces le había rechazado.

        En aquellos años marcados con el tinte plomizo del ayer, una mezcolanza de luces y oscuridades, sobre todo oscuridades, Víctor trabajaba por las mañanas, asistía a clase por las tardes y estudiaba por las noches. No le quedaba un instante libre más que para dormir unas horas. Los días de asueto, descansaba poco y soñaba. Y fue entonces cuando empezó a escribir, retazos de pensamientos, cuentos, esbozos de libros, su deseo más íntimo, escribir, plasmar, dar forma a su fantasía, zambullirse en las letras y las palabras que surgían de algún pozo interno y oculto, y gritaban por salir a la luz, y se abrían paso a manotazos lentos, como dedos ansiosos, hasta tomar forma en centenares de cuartillas emborronadas que se amontonaban lentamente sobre la mesa.

        Unos minutos después de que Armando Lomas hubiera abandonado la casa, la puerta acristalada de la fastuosa terraza se abrió para dar paso a un hombre moreno, un poco calvo, un poco confuso, no muy alto pero fuerte, cuyos ojos oscuros bebían la brisa y que, aproximándose al lugar donde se encontraba Víctor, tomó asiento en una de las tumbonas y contempló a su amigo con un signo de interrogación reflejado en su rostro.

—¿Qué vas a hacer? —Preguntó tras unos instantes de duda.

        Víctor salió de su ensueño plagado de nostalgias. Levantó la cabeza y una sonrisa tierna se detuvo en sus labios.

        —¿Lo has escuchado todo?

—Por supuesto. No me he perdido una palabra.

—Es tan…

—Es tan… ¿verdad?

        La brisa rodeaba sus cuerpos como una campana de cristal.

—Pero… bueno… a pesar de lo que sea ¿qué vas a hacer?

Víctor entornó los ojos, esbozó una media sonrisa y se incorporó.

—Mario, amigo mío —respondió mirándole de frente— no sé a qué viene esa pregunta. Parece que no me conoces después de tanto tiempo.

        Y era tanto el tiempo transcurrido que se asemejaba a una inmensa cordillera desplegada hasta el horizonte, con sus cimas henchidas de recuerdos y sus laderas arañadas de sinsabores.

        En aquellos años pintados con la brocha de la esperanza, trabajó hasta el agotamiento, tanto en el restaurante para conseguir dinero, como en su pequeño hogar, siempre con el lápiz y las cuartillas, como en la facultad, devorando aquellos libros y apuntes que serían la base crucial de su existencia. En el mismo instante en que pudo permitírselo, adquirió su primera máquina de escribir. La escritura empezó a convertirse en el centro de su vida. Fue entonces cuando decidió presentar varios de sus cuentos a algunos de los diversos certámenes literarios existentes en el país —uno de ellos de la Editorial Veleta— pero, al parecer, aquellos escritos plagados de fantasía y encanto no eran nunca del agrado de los componentes de los jurados. Siempre existía otro escritor que los superaba. Acabó su primer libro poco antes de finalizar la carrera, libro que fue rechazado por varias editoriales, entre ellas la afamada Editorial Veleta. Pero Víctor Alameda, el hombre que guardaba mil sueños en su interior, no cejó ni permitió que nada ni nadie se interpusieran entre su vida y sus esperanzas. Continuó estudiando y escribiendo frenéticamente sus inagotables historias de luna y viento.

Una vez finalizados los estudios, Víctor entró a trabajar en un periódico local. A la vista del mundo que le rodeaba, el joven comprendió de inmediato que, para alcanzar su meta, debía tener mucha paciencia, no hundirse en la desesperanza y darse a conocer en los lugares adecuados. Asistía a tertulias y reuniones literarias, casi siempre acompañado de su amigo Mario, procuraba no faltar a las innumerables presentaciones de libros acaecidas en la ciudad, acudía a ferias y exposiciones, empezó a codearse con personas medianamente conocidas del mundo editorial y continuó escribiendo incesantemente, con verdadero frenesí, como si en ello le fuera parte de la vida. Su segundo libro, que pudo terminar robando horas al sueño y arañando minutos al trabajo, fue nuevamente rechazado por la Editorial Veleta, al igual que sucedería con otros posteriores.

El desánimo avanzaba a pasos agigantados por su alma. Se había zambullido en la vorágine de las letras y las letras comían y reconcomían lentamente su moral, su esperanza y su sueño.

Fue en aquella época cuando Mario le presentó a Marcela, una joven espectacular que trabajaba de becaria en su empresa. Y el amor surgió en forma de chispas multicolores abanicando el cuerpo de Víctor y llevándolo a la locura, una locura desquiciada en forma de ojos verdes y cabellos negros. Los enamorados —pletóricos de pasión, de burbujas y de ignorancia— contrajeron matrimonio cuatro meses después de ser presentados y obtuvieron el divorcio apenas dos años más tarde. A lo largo de ese tiempo de sombras oscuras agarradas a los poros, Víctor Alameda escribió la que sería una de sus mejores novelas. Animado por Mario, decidió presentarla al Premio Veleta, el certamen más prestigioso y mejor retribuido del país, convocado todos los años por dicha editorial. Su libro no fue premiado.

La desesperación y la desesperanza empezaron a aposentarse en su vida como gotas de ácido corrosivo. Mario continuó a su lado, como una madre tierna, como un hada cariñosa. Y fue entonces cuando, surgida de un mar invisible de ilusiones, una ola de plenitud y fortaleza, apareció Puri.

Puri, pequeña y vivaracha, con sus ojos color avellana cuajados de alegría, sus modales pausados, sus gestos desabridos, su sonrisa de mariposa y su increíble fuerza interior, era la directora de una pequeña editorial de nombre Sensaciones que luchaba por salir adelante en el encrespado mar literario. Una labor titánica. Y en el transcurso de una feria habló con el escritor. Y poco a poco se hicieron grandes amigos. Y se interesó por su obra. Y Víctor Alameda consiguió publicar su primer libro en Sensaciones del cual apenas se vendieron cien ejemplares.

—Eso no significa nada, Víctor —decía Puri—, tú sigue adelante y no desfallezcas. Escribe siempre, no dejes de escribir pese a todo. Yo confío en ti y en tu talento.

La comprensión de Puri, su sonrisa de color malva, como un despertar del cielo, su ánimo, su sencillez, su dedicación, fueron los peldaños por los que el escritor siguió subiendo hacia una posible cumbre que no sabría si llegaría a alcanzar.

En aquella época de desánimos, altibajos y sinsabores, el escritor de los sueños encantados conoció a Lolita, su segunda esposa, totalmente distinta a la primera, con quien permaneció unido a lo largo de un año y medio, sólo un año y medio. Sus relaciones con las mujeres eran, al parecer, un algo efímero e insustancial. Tal vez tuviera él la culpa, su forma de ser, sus ansias por la escritura, sus deseos ocultos, su persistencia, sus incongruencias, su locura al fin y al cabo. Porque en el fondo, abrigaba la sospecha de que había sido absorbido por una completa locura. Quiso preguntarse las razones de tan mala fortuna con las mujeres pero prefirió no hacerlo —¿para qué, en realidad— ya que, tras su segundo fracaso amoroso, su mente quedó de inmediato sumergida en lo que realmente plagaba su vida de candelas brillantes: la escritura.

Había nacido para escribir, lo sabía, no deseaba hacer otra cosa, y si el mundo no lo aceptaba, o no lo comprendía, o no le interesaba, no era problema de Víctor. Él seguiría adelante, siempre adelante, por encima de cualquier obstáculo, por encima de cualquier coyuntura, siempre adelante…

Su segundo libro publicado, escrito como a trallazos y guiado por la tristeza en la que se hundió tras su separación de Lolita, pasó desapercibido, al igual que los siguientes, hasta un total de cinco, pero Víctor continuó su camino de espinas e ilusiones, escribiendo artículos y libros, presentándose a distintos certámenes, siendo rechazado, creando y recreando ilusiones luchando, bebiendo el aire de la esperanza y de la desesperación. Adelante, siempre adelante, y con Mario y Puri a su lado.

Fue su sexto libro, titulado Sombras del ayer, el que por fin le catapultó a la fama y con el que empezó a saborear las mieles del éxito en forma de varias ediciones, entrevistas en los medios, invitaciones a diversos actos, traducciones a distintos idiomas y alguna conferencia. Víctor rebosaba de felicidad por dentro.

Un volcán de sueños estalló en su interior sintiéndose pletórico de esperanzas. Los terribles años transcurridos entre trabajo incesante, búsquedas y persecuciones, mareas de dudas y sombras, miles de sombras a su alrededor, quedaron aplastados —que no olvidados— por un hoy cargado de esperanzas.

Víctor continuó escribiendo y publicando.

Conoció a Mireia, su tercera esposa, pasados los cuarenta, cuando el viento empezaba a murmurarle al oído que probablemente estaría solo hasta el fin de sus días. No me hubiera importando, ya creía que iba a ser así, pensó, pero Mireia, he hallado a Mireia, ella es especial, con ella a mi lado llegaré al fin del mundo. Creyó haber encontrado el gran amor en aquella mujer aparentemente serena y dulce, de ojos grandes y oscuros, y modales delicados. Y se equivocó de nuevo. Su matrimonio apenas duró un año hundiendo a Víctor en un estado de angustia y desesperación que le llevó a escribir y a escribir sin cesar, sin pausa, sin tregua, agarrándose a la escritura como a su única tabla de salvación. De su mano salieron miles de folios, miles de ideas, de sensaciones y de sueños. Fueron varios años de dedicación continua a las letras durante los cuales tuvieron lugar múltiples acontecimientos: Mario consiguió un puesto de director administrativo en una prestigiosa empresa multinacional; Mario y Puri se enamoraron, contrajeron matrimonio y tuvieron dos hijos; la editorial Sensaciones se situó entre las primeras del país; algunos de los libros de Víctor Alameda adquirieron fama internacional vendiéndose a millares; y el escritor de los sueños encantados decidió construirse una casa frente al mar donde paladear su soledad hasta el fin de sus días, abandonando para siempre el bullicio de la gran ciudad.

No habrá más mujeres, no habrá más amor, sólo habrá sueños, millones de sueños que volarán eternamente hacia un espacio sin horizonte, esos que quedarán plasmados en mis obras, esos que guardo y guardaré siempre en mi interior y finalmente ofreceré al mundo.

Fue allí, en su casa bañada de azules y olas, donde recibió la llamada y la visita de Armando Lomas, el director de la Editorial Veleta. Fue allí, en aquella fastuosa terraza atiborrada de plantas y fantasía, donde aquel hombre repleto de oscuridades le expuso su propuesta. Y fue allí, frente a aquel mar que tantas locuras en forma de libros le había inspirado, donde Víctor le escuchó anonadado y estupefacto.

—Usted es un escritor ya famoso y creo que eso merece un buen premio —expuso Armando Lomas tras una breve conversación insustancial, mientras degustaba un delicioso cóctel de frutas.

—Yo ya tengo mi premio —respondió Víctor—. Mi premio está en mis libros.

—Usted se conforma con poco.

—¿Poco? —Respondió extrañado.

Qué sabía Armando. Qué podría saber…

—Sí, amigo, sí. Se conforma con muy poco.

—Creo que tengo bastante más de lo que muchos seres humanos podrían desear.

        Los ojos de Armando Lomas eran duros.

        ¿Cuántas veces habría repetido aquella comedia?

—¿Y qué le parecería…? —Dejó caer el editor.

Porque aquello tenía visos de comedia.

Víctor sabía de antemano —o al menos lo sospechaba— lo que aquel hombre recio iba a exponerle. Lo sabía porque todos los escritores lo comentaban en voz baja, porque era un rumor que corría por todas partes, porque se decía y se repetía en su mundo, porque, hasta cierto punto, era lógico que aquel tipo de seres actuase así. Ellos no sabían nada de miseria, pobreza y soledades.

—¿Qué le parecería un millón de euros de premio?

Víctor sonrió débilmente. ¿Cuántas veces le había rechazado la Editorial Veleta? ¿Cuántas veces había cruzado sus puertas y había salido hastiado y asqueado? ¿Cuántas veces había llevado allí sus libros? ¿Cuántas horas había esperado una respuesta que a la postre siempre había sido negativa? ¿Cuántas veces a lo largo de los años había oído la palabra no?

Víctor suspiró profundamente antes de preguntar:

—¿Un millón de euros por hacer qué?

—Por hacer lo que usted sabe hacer, querido Víctor, por escribir un libro nada más —respondió Armando Lomas sin dejar de sonreír.

—Y nada menos —murmuró Víctor.

Resultaba evidente que aquel hombre se creía en posesión de la verdad. Aquel hombre pensaba —como suele pensar gran parte de la humanidad— que un libro es un soplo de aire que surge inesperadamente, como un silbido tenue, como una brisa callada, como una pluma que se posa ingrávida sobre una mesa, y no imaginaba la cantidad de horas, días, meses o incluso años que podía encerrar una empresa de tal envergadura, y amarguras, y dolores, y tristezas, y sinsabores, e incluso lágrimas. No lo imaginaba o no lo quería imaginar. Su labor, al fin y al cabo, no consistía en eso.

—¿Y por escribir un libro me van a dar tal cantidad?

—Usted lo escribe, evidentemente, y después lo presenta al Premio Veleta, que es el más prestigioso del país, además del mejor retribuido, y nosotros se lo premiamos. Así de sencillo. —A Víctor la sonrisa que tenía delante le pareció agria, cada vez más agria—. Necesitamos escritores de peso para este tipo de asuntos ya que, de lo contrario, perderíamos dinero y, como comprenderá, no estamos en este negocio para perder dinero.

¿Negocio? Los sueños, las ilusiones, las esperanzas, la lucha, la búsqueda, los miles de horas de trabajo… ¿un negocio? La batalla diaria, los empujones, la escalada, el día a día plagado de zozobras, los millones de minutos rascados a otras actividades para poder escribir, el hecho de buscar un buen tema, de darle forma, de plasmarlo en hojas, de corregirlo, de perfeccionarlo… ¿un negocio? El corazón latiendo en un océano de fantasía, el alma prendida de un hilo, la fuerza, el dolor, los sueños… ¿un negocio? Aquel hombre oscuro sabía lo que decía pero ignoraba la esencia de lo que expresaba. No tenía ni idea del significado de un libro.

La brisa del mar acariciaba los rostros de dos seres marcados por sueños muy distintos.

Víctor permaneció callado. Por su mente pasaron como ráfagas temblorosas sus visitas a la Editorial Veleta a lo largo de los años y los múltiples rechazos recibidos, y sus miles esperanzas e ilusiones aplastadas por el gigante ahora a sus pies.

El gigante ahora a sus pies… jamás lo hubiera imaginado.

—¿Qué me contesta? —Preguntó finalmente el magnate de las letras.

Víctor continuó en silencio.

—Le veo un tanto… dubitativo. ¿Le extraña lo que le he dicho?

—No, no me extraña en absoluto.

—Entonces, ¿qué me contesta?

Le hubiera dado tantas respuestas que habrían podido continuar hablando durante horas, pero Víctor permaneció mudo porque sus pensamientos se amontonaban unos tras otros sin permitirle hablar. Sería muy sencillo, escribir un libro, presentarlo al certamen y ganar mucho, muchísimo dinero, mucho más del que tenía que, en realidad, le bastaba para vivir holgadamente, sin hacer otra cosa que lo que mejor sabía hacer y lo que más amaba. Pero tal acto no sería escritura sino negocio, tal acto supondría la claudicación de sus propias ideas, supondría el entierro absoluto del pasado, supondría la incorporación a las filas de los indeseables contra los que tanto había luchado y de los que siempre había huido en un ayer muy lejano pero siempre presente, supondría la negación de su propio yo, supondría tanta miseria...

Lo cierto era que Armando Lomas estaba intentando arreglar un negocio más de los muchos que compondrían su vida.

Lo cierto era que Armando Lomas estaba intentando eliminar—probablemente una vez más— un obstáculo en su existencia.

Lo cierto era que Armando Lomas estaba intentando comprar la esencia de Víctor Alameda por un millón de euros.

—¿Qué me contesta? —Volvió a preguntar el gran editor—. Un millón de euros es una oferta tentadora.

El graznido de las gaviotas subía y subía como un gemido casi lúgubre.

—Tiene razón —respondió Víctor levantándose para dar por terminada la entrevista—, es una oferta tentadora, pero tengo que pensármelo.

Aquel hombre oscuro se mordió los labios ocultando un enorme manojo de furia. Depositó su vaso sobre la mesa y tardó en ponerse en pie porque los pensamientos le avasallaban. No daba crédito a lo que acababa de escuchar. No acababa de asimilarlo en profundidad. No creía que pudiese ser cierto porque los hombres no eran así. Los hombres, por el mero hecho de ser hombres —lo llevaban en la sangre— siempre sucumbían. Bien lo sabía él. Por primera vez en su dilatada vida entre números y letras —más números que letras—, por primera vez en su existencia alguien estaba a punto a rechazar lo que jamás nadie había rechazado. No era posible.

—¿Tiene que pensárselo? —Armando Lomas y Víctor Alameda quedaron frente a frente escondiendo una lucha de pupilas ansiosas—. Quiero que comprenda que no solo es el dinero, sino también todo lo que conlleva la obtención del Premio Veleta, ya sabe, la publicidad, los medios, la fama a nivel internacional, el certamen más prestigioso del país, usted entiende de lo que hablo. Cualquier escritor aceptaría de inmediato.

Víctor sonrió con amargura.

—Pero tal vez yo no sea cualquier escritor —contestó tranquilo.

Se vio perdido en el marasmo del pasado, la detallada preparación de un escrito, la ilusión encerrada en la espera tras haber enviado un relato, o un poema, o un libro, a un certamen literario, o a un agente, o a una editorial, los días de angustia, la esperanza vestida de hojas verdes, la ausencia de respuesta, el silencio, un silencio amargo, el rechazo, el decaimiento, la desilusión, la pena, el dolor… y vuelta a empezar. ¿Todo aquello era mentira? ¿Era un pozo de miseria? ¿Era una comedia absurda? ¿Era una farsa? Y ahora, ¿iba a ser él no sólo partícipe sino protagonista de dicha farsa?

Víctor Alameda acompañó a Armando Lomas hasta la puerta y lo despidió amablemente.

Sentado en una mullida tumbona, en aquella inmensa terraza atiborrada de plantas, el escritor de los sueños encantados contempló el mar preñado de fantasías locas.

Mario, el pequeño Mario Bobadilla, tan tierno como una madre, había escuchado toda la conversación escondido entre las cortinas de las puertas acristaladas. A lo lejos se oían las voces de Puri, su mujer, y de Mario y Víctor, sus hijos, bañándose en la piscina.

—¡Un millón de euros! —Exclamó Mario mientras se sentaba frente a su amigo—. ¡Es una cantidad fabulosa!

—Sí, Mario, tienes razón, es una cantidad fabulosa.

—¿No te lo parece?

—Sí, claro que sí. Es evidente que Armando Lomas me quiere comprar por un millón de euros.

—Bueno… dicho así…

—No se puede decir de otra manera.

Las ilusiones, las esperanzas, las horas, los sueños de tantos y tantos escritores manipulados, engañados, despedazados. Un negocio. Los sueños no eran al fin y al cabo más que un negocio.

—Y… ¿vas a participar? ¿Vas a presentarte? ¿Vas a aceptar lo que él quiere? ¿Qué vas a hacer?

Víctor miró a Mario con ternura y esbozó una sonrisa cubierta de mar y gaviotas.

—Parece que no me conoces después de tanto tiempo —musitó.

Su sueño cumplido se derretía junto a las olas. Permaneció un rato pensativo, como tragado por el fragor del agua, y finalmente contestó:

—Mario, amigo mío, después de tanto tiempo… tú sabes perfectamente lo que voy a hacer.

© Blanca del Cerro

sábado, 19 de octubre de 2024

Liliana Delucchi: Las horas muertas


 


—Mira lo que descubrí, abuela. ¿Me lo puedo quedar?

Laura levanta la vista de su bordado y se baja los anteojos para mirar por encima de ellos. Tarda unos segundos en enfocar a su nieta quien, de pie junto a una mesilla, parece tener algo que cuelga de sus dedos.

Sabe lo que es.

—¿Dónde lo has encontrado?

—En uno de los cajones del escritorio del abuelo.

—Déjalo en su sitio, no me gusta que revuelvas entre sus cosas. Y no. No te lo puedes quedar.

La anciana regresa a sus hilos a la espera de que esa preadolescente curiosa abandone la estancia. Cuando escucha la puerta cerrarse se da cuenta de que una mancha roja ha salpicado su punto de cruz. Se chupa el dedo. No es nada, solo un pinchazo. Esta niña me ha distraído.

Sin embargo, no puede concentrarse en el bordado. Mira hacia los ventanales y le parece verlo en el jardín. ¿Cuánto tiempo ha transcurrido? ¡Qué más da! Ya pasó.

Esa noche un torbellino de recuerdos no la deja conciliar el sueño. Vuelve a su mente una madrugada de invierno, cuando la despertó su doncella para decirle que la policía estaba en el salón. Bajó las escaleras envuelta en su bata de seda y encontró a unos hombres uniformados junto a sus hijos. Alberto y Pablo con caras de consternación. Los visitantes con expresión de malas noticias.

—Han encontrado a papá sentado en el banco de una plaza. Muerto. Un ataque al corazón.

No recuerda quién de los dos lo dijo, solo que se cogió al respaldo de una silla para mantenerse en pie. ¿Muerto? ¿En una plaza? Pero si él odiaba los paseos bajo los árboles, a los críos con sus niñeras y hasta a los perros que se le acercaban a olisquearlo.

Los días siguientes están envueltos en la bruma de la morgue, visitas de pésame y abogados. El entierro se mantiene nítido en su mente, como la mañana de sol en que tuvo lugar. Y aquella mujer, alejada de los parientes y amigos, apoyada contra el mausoleo de los Álzaga, vestida de luto y con la cara hinchada por el llanto. Nadie supo decirle quién era. O nadie quiso.

Hay cosas que es mejor no saber, Laura, repetía su hermana una y otra vez. Y aunque ella hubiese preferido mantenerse en la ignorancia, siempre alguien opina lo contrario.

Así fue como se enteró de que a José María el ataque al corazón no le sobrevino mientras paseaba por el parque, sino en un burdel al que era asiduo. Sus amigos lo sacaron de la cama de su amante, lo vistieron y sentaron en aquel banco para dar cierta dignidad a su muerte. Hasta le colgaron del chaleco el reloj del que nunca se separaba. Se había detenido en las ocho menos veinte, la hora exacta de su muerte.

¿Cuántos momentos pasó con ese objeto en las manos, intentando discernir lo ocurrido? Le hacía preguntas que ningún tic tac contestaba, acariciando el cristal y la cadena, hasta que un día lo escondió en el fondo de un cajón del escritorio. Hoy su nieta lo había encontrado.

Su matrimonio fue como muchos de aquella época: Joven guapa y de buena familia, sin más pretensiones que ser esposa y madre, se casa con apuesto y acaudalado hombre, un poco mayor, pero bien situado. Una relación tranquila, sin una palabra más alta que la otra, con vacaciones a orillas del mar y cenas con muchos invitados. ¿Tranquila? Para Laura sí, pero parece que para su marido no. Recuerda que le solicitaba un poco de creatividad en sus relaciones sexuales, ella se persignaba y escondía la cara en la almohada hasta que él abandonaba el dormitorio.

¡Pobre José María! Yo lo empujé a los brazos de otras mujeres, hasta que encontró en el burdel una especial. Alicia Garmendia. Con el tiempo supo su nombre, fue cuando leyeron el testamento. ¿Lo habría amado? Él a ella sí, estaba segura.

Laura se cubre la cabeza con el edredón, pero no logra tapar sus pensamientos. Se levanta, se pone las zapatillas y atraviesa el silencio de la casa hasta el despacho que fuera de José María. Sabe exactamente dónde encontrarlo. Abre el cajón con suavidad, intentando no hacer ruido. Allí está, mudo como desde hace tantos años. Sus manos lo cogen con mimo, lo acaricia y lo esconde entre los pliegues de su bata. Mañana, se dice, mañana lo haré.

Al día siguiente llama a la oficina del notario de la familia. Él sabrá su dirección, ya que todos los meses le envía dinero.

Cuando Alicia Garmendia abre la puerta, Laura extiende su mano con el reloj.

—Él hubiese querido que se lo quedara.

 

© Liliana Delucchi

jueves, 17 de octubre de 2024

Origen de los apellidos

 



Allá por 1505, el cardenal Francisco Jiménez de Cisneros inició en España el sistema de fijar apellidos. Este sistema continúa hasta hoy con algunos cambios. Era necesario, ya que antiguamente, hermanos nacidos del mismo padre y de la misma madre podrían tener apellidos diferentes.

A partir del siglo XIX tanto en España como en la América de habla hispana se fue imponiendo esta regla, primero como uso y luego como norma a nivel administrativo, legal…, llegando al sistema de doble apellido, primero el del padre y luego el de la madre.

Los apellidos patronímicos se originaron a través del nombre de pila del padre, añadiéndoles los sufijos «ez», «oz», «iz» y hasta «az» que significan «hijo de».

Hay otras teorías: según la Gramática de Larramendi, el término tendría su origen en el euskera. Otros expertos lo atribuyen a los nombres visigodos. A saber.

En cambio, los apellidos toponímicos se originaron a través del nombre de un lugar. Primero fueron como nombres personales no hereditarios, hasta que posteriormente se convirtieron en apellidos.

Hay muchas más categorías. Veamos algunos ejemplos:

Nombres patronímicos. De Garcés, Garcia; de Gonzalo, González; de Rodrigo, Rodríguez…

Nombres toponímicos: Ávila, Tudela, Segovia…

Nombres de oficios: Herrero, Zapatero, Pastor… En la Edad Media en gran parte de Europa los oficios eran hereditarios, eso facilitó la identificación de una determinada familia.

Nombres de características físicas: Moreno, Rubio, Calvo…

Hoy, la identificación formal de una persona está formada por el nombre, pudiendo ser más de uno, el apellido paterno y el materno, por este orden. Hay también excepciones, ya que desde 1999, la legislación española permite cambiar el orden de los apellidos.   

​Por supuesto que lo escrito aquí no agota todas las posibilidades.  

Y…

 ¿Cuál es su apellido?

martes, 15 de octubre de 2024

Nuevo Akelarre Literario nº 109: El Juego de la Oca


El juego de la oca es un pasatiempo de mesa para dos o más jugadores. Es un tablero con un recorrido en forma de caracol. Dependiendo de la casilla en la que se caiga, se puede avanzar o retroceder. Gana quien llega primero al «jardín de la oca», en la número 63.


Disfrutad de nuestros cuentos

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domingo, 13 de octubre de 2024

Malena Teigeiro: Tic, tac. Tic, tac


 

La hora en punto. Mirarlo le fascinaba. Aquel reloj no era como los demás. Su esfera dejaba ver la maquinaria, lo que le permitía observar las ruedecitas girando para engranarse entre los dientes de las otras. Tenía una campanilla que le anunciaba el cambio de hora. Él, cuando estaba ya próximo ese momento, cerraba los ojos con satisfacción: una hora más, se decía exhalando un profundo suspiro. Poco a poco comenzó a pensar que con ese reloj sí podría realizar su sueño. Convencido, una tarde abrió la vitrina y se lo llevó.

Según se dirigía a su casa, sin soltarlo de la leontina lo guardó en el bolsillo interior de la chaqueta. Temblaba de emoción al sentir el tic tac en su pecho. Hasta creyó que su corazón se acompasaba a él.

Después de cenar se vistió con la camisa blanca de cuello duro y el traje de alpaca azul. Luego, se calzó sus mejores zapatos, que antes había limpiado con auténtico esmero. Se repasó el peinado y se echó sobre la cama. Con el reloj entre los dedos se dispuso a esperar. Era tanta su ilusión por conocer la hora concreta de su muerte que no se dio cuenta de que el tiempo pasaba. Para él no era lo mismo si ocurría a una hora en punto, o si bien lo hacía a la media, o entre un intervalo de minutos. Le costaba mucho esfuerzo mantenerse despierto. Quizá hubiera sido mejor elegir otro método distinto al del frasco de pastillas, pensó. Si se quedaba dormido, fallecería sin conocer la hora. Tan entretenido estaba y tantos esfuerzos hizo para no cerrar los ojos, que no percibió el ruido de los zapatones por las escaleras. Tampoco escuchó los golpes que tiraron la puerta.

Eran unos hombres uniformados quienes entraron en su habitación. Al verlo en la cama, se sorprendieron. La campanita dio las seis. Todavía no, se dijo. Con un leve movimiento de mano les indicó que lo dejaran solo. Uno de ellos se le acercó y le colocó el pulgar en el cuello. Él no se inmutó. Eran las seis y cuarto cuando entraron dos hombres y una mujer con chalecos amarillos y una camilla. Por más que rogaba que lo dejaran tranquilo, lo llevaron al hospital. Allí le quitaron el reloj. Y como ya no podía conocer la hora exacta de su fallecimiento, pensó en que no había motivo para morir. Y se salvó.

Cuando salió del hospital en donde siempre estuvo acompañado por unos guardias muy agradables, lo trasladaron a un edificio de ladrillo rojo. Pronto comprendió que aquello era un manicomio. No entendía muy bien por qué lo habían llevado allí. Al parecer tenían miedo de que volviera a tomar las pastillas. ¡Qué tontería! Mientras no tuviera su reloj, ¿para qué las iba a tomar si no podía conocer la hora?

Meses después cuando le preguntó al Juez si le podía informar de por qué lo iba a juzgar, este, de muy buenas maneras, le informó de que el juicio era por «Robo en el Museo de la Ciudad».

Intentó explicarle que él no había tenido intención de robar nada. Que si lo había cogido era solo porque aquel reloj de bolsillo daba las horas y los cuartos y las medias, lo que le permitiría conocer exactamente la hora de su muerte. Le resultó imposible hacerse comprender. Nadie, ni siquiera el Magistrado entendió su motivo. Lo condenaron a ocho años, de los cuales ya llevaba cuatro.

En la cárcel se encontraba a gusto, pero echaba de menos su reloj. El que tenía era de esos de pila, no hacía tic tac, ni tenía números romanos y tampoco campanita. Era uno como cualquier otro. No como el que había cogido de la vitrina del museo. Recordaba que sonaron las alarmas, que la gente corría. Él no. Entre todo aquel bullicio caminó muy despacio, por lo que nadie lo siguió. Sin embargo, al visionar las cintas sospecharon de él. Uno de los ujieres le contó al juez que el acusado –ese era él– iba todas las tardes al museo y que siempre se detenía delante de la vitrina del objeto robado. El empleado del museo no mentía, aseveró. La diferencia entre lo que el hombre le había relatado al señor Juez y lo que él hizo se encontraba en que él se había llevado el reloj prestado. Sí, prestado. Solo tenía la intención de utilizarlo durante unas horas. Por más que insistió en que lo único que quería era conocer la hora exacta de su fallecimiento, nadie lo comprendió.

¿Para qué iba a querer aquel reloj después de haber muerto, señor Juez?

 

© Malena Teigeiro

viernes, 11 de octubre de 2024

Núcleo histórico de Split: Palacio de Dioclesiano y Catedral

Split es la segunda ciudad de Croacia. Está situada entre los montes Kyh y el puerto. Ya no se puede extender más. La ciudad creció alrededor de la casa de descanso del emperador romano Dioclesiano  que nació cerca de allí en el año 245 d.C. Este emperador creó un sistema monetario, reorganizó la hacienda, la justicia, la administración, el ejército... Fue muy cruel con los cristianos: asesinó a Santa Lucía, Santo Tomás, San Anastasio, también a su hija Valeria y a su esposa cuando se hicieron cristianas. Ordenó el sacrificio del Obispo  San Domnio que llegó de Siria. Bromas de la vida: hoy se conservan los restos de San Domnio, en cambio los restos de Dioclesiano no se sabe dónde están. Su sucesor el Gran Constantino se convirtió al cristianismo.

 


Palacio de Dioclesiano

 

Está en el centro de la ciudad.  Es único en el mundo. Lo hizo edificar Dioclesiano a finales del siglo III en la bahía de Spalato. Se terminó en el año 305. Hoy, el palacio se ha transformado en el corazón de la ciudad de Split.

 

Las laderas del terreno descienden suavemente hacia el mar. En la zona sur se encuentran las estructuras más lujosas, los apartamentos del emperador con cincuenta salas abovedadas. La muralla sur tiene 180 kilómetros de longitud. Dentro del Palacio se hicieron otros Palacios. La nobleza de Split así lo hizo por lo que conviven tantos estilos con el primitivo romano.

 

Un poco más al norte se localizaba el peristilo, el mausoleo de Dioclesiano, el templo de Júpiter y los restos de las termas. En las partes central y sur se encuentran vestigios de las antiguas calles bordeadas de columnas o de pilares de pórticos, así como las casas de los sirvientes y alojamientos para el ejército. Fuera de las murallas se conserva lo que queda de su acueducto.

 

Conserva sus puertas: la puerta sur daba al mar y Dioclesiano se embarcaba sin que le vieran. La puerta este era para la entrada del ejército. La puerta oeste era la entrada para el pueblo.

 

Los conjuntos arquitectónicos que datan de la Edad Media y de siglos más recientes construidos en el interior del antiguo palacio, forman hoy la entidad más antigua de la ciudad de Split. Ejemplos del arte paleocroata de los siglos IX al XI; los monumentos románicos de los siglos XII y XIII, sobre todo la catedral; los monumentos del gótico tardío, como varios palacios de estilo gótico flamígero del siglo XV; el sistema de fortificaciones medievales de los palacios del período del Renacimiento y del barroco edificados entre los siglos XVI y XVIII.

 

Al oeste, muy cerca del palacio fue levantada la ciudad medieval en la que se localizan numerosos edificios de estilo románico, gótico, renacentista y barroco.

 

En el Palacio se grabaron varias escenas de la serie Juego de Tronos.

 


Catedral


Es la Catedral más pequeña del mundo. El único acceso a la catedral de san Domnius es hacia el este. Las columnas tienen 9 metros de altura, fueron traídas de Egipto.

 

Es arquitectura romana del siglo IV. Las columnas del siglo XIV a. C., el altar siglo XV y el órgano del siglo XX. Las puertas de entrada del siglo XIII de nogal. En los casetones la vida de Jesús. Románicas.

 

El Templo de Júpiter fue convertido en Baptisterio. Los capiteles corintios son del tiempo de Dioclesiano.

 

Un Cristo precioso del siglo XIV, la cruz en forma de Y representando el árbol de la vida. La sillería en la parte trasera es del siglo XIII, la más antigua del Adriático con escenas de la vida cotidiana.

 

El núcleo histórico de Split es una joya arquitectónica declarada Patrimonio de la Humanidad desde 1979.

 

 

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miércoles, 9 de octubre de 2024

La cocina a mi alcance: Patatas con costillas

 



La matanza se efectúa una vez al año, coincidiendo con los meses más fríos del invierno. 

Antolina, mi vecina pucelana, natural de un pueblo de Valladolid, nos cuenta con los ojos llenos de añoranza que el día de la matanza, en su casa, se desayunaba bien fuerte, hasta se tomaba un poco de aguardiente. Apenas salía el sol, el matarife, su padre, provisto de un garfio enganchaba al cerdo por la mandíbula y lo llevaba hasta el banco de madera con la ayuda de tíos, primos e hijos mayores. Su madre y los niños con cubos recogían la sangre y con una cuchara la removían para que no cuajara. El cerdo chillaba a más no poder y se podía oír desde lejos. 

Una vez muerto el animal se procedía al socarrado, eliminar el pelo y dejar la superficie bien lisa, luego se le abría y se le retiraba las vísceras. Los intestinos y el estómago se limpiaban en el arroyo ya que en su casa no había agua corriente y se reservaban. Esta operación la realizaban las mujeres de la familia.

Había que darle unas muestras de carne al veterinario de la comarca a primera hora de la mañana y este daba su veredicto al mediodía. Si era positivo, las mujeres asaban el rabo del cerdo y los niños se lo comían. Era una fiesta.

El picado de la carne se realizaba a la mañana siguiente, ya que al cerdo se le dejaba colgando de una viga, oreándose. A cada uno de la familia le tocaba trabajar: en salar los jamones y las paletillas, picar, sazonar y añadir el ajo para los chorizos, embutir las morcillas, adobar el lomo, poner en salazón el tocino…

La moraga la asaba su madre en la lumbre, son los primeros trozos de carne aliñada con ajo y pimienta molida, y se acompañaba con un buen vino joven, el del año, el de «pitarra».

La extracción de la grasa tenía lugar en la tarde del segundo día, se fundía y se echaba el líquido en tinajas de barro, y allí dentro de esa grasa se conservaban chicharrones, trozos de carne, chorizos o lomos. Parte de la grasa se empleaba en la producción de jabón.

Fue Antolina quien trajo esta receta.

 

Ingredientes

1/2 kg de costillas de cerdo. Si el carnicero las separa de dos en dos, mucho mejor.

2 dientes de ajo

1 cebolla

1 pimiento verde

1 vaso de vino blanco

1 kg de patatas.

1 cucharadita de pimentón

Ramitas de romero, tomillo, perejil o las hierbas frescas o secas que prefieras o que tengas en casa.

Agua

Aceite de oliva, sal

 

Preparación

Picad la cebolla, los ajos, el pimiento verde muy finos. Pelad las patatas en gajos. Reservar.

Poned en una olla un poco de aceite a fuego medio. Echad las costillas y que se vayan dorando. Retirar y reservar.

Bajad el fuego, añadid los ajos, la cebolla y el pimiento verde en el aceite de las costillas, sofreír. Incorporad el pimentón, las patatas y revolvedlas con el sofrito, es el momento de regar el vino por encima y dejar caer las ramitas de hierbas.

Echad agua hasta casi cubrir las patatas, colocad encima las costillas y a cocer, unos treinta minutos, hasta que patatas y carne estén tiernas.

Si os parece que Antolina es de ordeno y mando. Lo es.

De Xemenendura - Trabajo propio, CC BY-SA 4.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=82552277