domingo, 19 de enero de 2025

Liliana Delucchi: Los detectives

 



No se esperaba semejante tormenta, inusual en aquella época del año. Aunque casi todos los visitantes habían abandonado el lugar, los padres de Lucille y los míos apuraban las vacaciones hasta principios de otoño. Durante ese tiempo disfrutábamos con largos paseos por la playa y algún que otro baño ocasional cuando los mayores no nos veían.

Mi amiga nunca quiso decirme cómo consiguió la llave de la caseta de la administración. La cuestión era que la tenía y nos refugiábamos en ella en medio de colchonetas apiladas, sillas y algún traje de baño roto.

Sentados detrás de la ventana de la taquilla, limpiábamos con el aliento y los puños de los jerséis, los cristales para ver qué acontecía más allá de nuestro escondite. Poníamos nombres a los perros que hurgaban en la arena, a los ciclistas que se atrevían a desafiar al viento del norte o a las señoras con los tobillos sumergidos en el mar. A todos ellos les inventábamos una historia que más tarde tratábamos de corroborar en el pueblo, como verdaderos Sherlock Holmes. Lo que nunca imaginamos fue que nuestra actividad detectivesca nos llevaría tan lejos.

Esa tarde entramos en la caseta más para resguardarnos de la lluvia que para dar rienda suelta a nuestra imaginación, sin embargo, los acontecimientos superaron las quimeras.

A pesar de que el agua caía como en el Diluvio Universal, vimos a la señora Dupuis, con impermeable y gorro amarillos, caminando por la orilla del mar en dirección sur. Lucille pensó en avisarle que podía refugiarse con nosotros, pero cuando iba a abrir la puerta de la caseta, vimos a un hombre desconocido envuelto en una capa negra quien, cogiéndola por detrás, la abrazaba. Ella se resistía, empujándolo con fuerza. Corrió, pero el individuo la alcanzó llevándola hasta las rocas.

La secuencia nos dejó petrificados y sin habla. Al intentar recrearla nos dimos cuenta de que no pudimos verle el rostro. Ni el pelo. ¿Cómo diríamos a la policía si era rubio o moreno, si tenía alguna cicatriz en la frente o era cojo? Bueno, cojo no era. Todo ocurrió tan rápido que no nos dio tiempo a nada. ¡Menudos investigadores!

Nos quedamos un rato más dentro del escondrijo, escuchando los lamentos del viento colarse por las rendijas y esquivando los goterones que caían por el techo agrietado, a la espera de algún suceso para ponernos en marcha y averiguar lo acontecido. Mi mente recreaba escenas que había visto en una peli de terror… No me animé a contársela, por aquello de que los hombres debemos… Somos más fuertes.

Ateridos de frío y bastante mojados, dejamos el lugar y, sorteando charcos, volvimos a casa, no sin antes prometer que nada diríamos a nuestras familias sobre el inicio de esa historia de misterio en la que nos vimos envueltos. Y no lo hicimos.

Al día siguiente nos encontramos después del desayuno para iniciar nuestra pesquisa en casa de la señora Dupuis. Llamamos a la puerta con golpes cada vez más fuertes y rodeamos la vivienda por ambos lados. A pesar de colarnos en la caseta de herramientas y peinar cada brizna del jardín, ni ella ni su familia dieron señales de vida. Ha desaparecido, dijeron nuestras miradas. Quizás esté muerta.

—Vamos a la morgue —no era una sugerencia, sino una orden impartida por la investigadora Lucille.

—No. Antes al hospital.

La empleada de ingresos no nos hizo caso. Después de preguntarnos hasta por nuestro ADN, solo nos dijo que allí no había llegado ninguna persona herida. La puerta de la morgue estaba cerrada con llave y el doctor Mathieu, el forense, deleitándose con sus croissants en el café de enfrente.

Decidimos ir a las rocas. Si había muerto era probable encontrar su cadáver allí o flotando en el mar. Bueno, flotando en el mar después de veinticuatro horas no era posible.

Los rasguños en las piernas llamaron la atención de nuestros padres, a quienes dimos una explicación que seguramente no creyeron. Debíamos volver, pero ¿a dónde?

A la caseta. Montaremos allí nuestro cuartel general. Hemos de llevar provisiones para pasar la tarde y quizás alguna manta por si hace frío. No en vano yo era un asiduo del cine negro y de aventuras.

Antes del anochecer abandonamos nuestro refugio y volvimos a las rocas. Deshicimos el camino por la orilla, pero la marea había borrado cualquier tipo de huella de la señora Dupuis y el supuesto asesino.

Cuando Lucille sugirió que fuésemos a la policía, le respondí «De ninguna manera, el caso es nuestro». Los dos días siguientes los pasamos recorriendo el pueblo, las casas y casetas de la playa, orillas del río y merenderos cercanos. Nada.

Leíamos los periódicos, anuncios, letreros y todo aquello que pudiera darnos un indicio del paradero de lo que ya estábamos seguros sería un cadáver. Uno reticente al parecer.

La respuesta llegó cuando acompañé a mi amiga a la estación de autobuses a esperar a su abuela que llegaba de París. La primera persona en descender del vehículo fue la señora Dupuis, seguida de un señor muy alto. Nos lo presentó como su hermano, quien la había salvado de la granizada de aquella tarde de tormenta, empujándola hasta la cueva de las rocas donde se refugiaban de niños.

A pesar de nuestro primer fracaso, Lucille y yo no cejamos en nuestro empeño. Hoy ella es una reconocida escritora de novelas de misterio y yo inspector jefe de homicidios.

© Liliana Delucchi

viernes, 17 de enero de 2025

Apellidos españoles: Calleja

 



Se cree que su origen es cántabro, desde donde pasó a las provincias de Burgos, Asturias y León hasta llegar al Nuevo Continente. Su significado es calle estrecha, callejuela, camino o sendero, pero también puede tener un sentido metafórico porque las calles estrechas suelen estar asociadas con la vida difícil, con los caminos complicados.

 

Quizás por eso las personas que ostentan este apellido suelen ser reconocidas por su tenacidad, su perseverancia y capacidad para enfrentarse y superar situaciones difíciles, también por tener una fuerte conexión con su tierra natal.

 

En algunos casos, el apellido Calleja también puede hacer referencia a los árboles o arbustos de la familia de las callejas (genus Sambucus), cuyas bayas se utilizan para hacer mermeladas y licores. En este sentido, el apellido podría hacer alusión a una profesión o actividad relacionada con la recolección o producción de estos productos.

 

Conocí a un Calleja que en 2019 tomó rumbo a las estrellas. No solo amó y cuidó a su familia, también quiso y se hizo querer de las «primazas» como con cariño nos llamaba.

 

No te olvidamos

miércoles, 15 de enero de 2025

Nuevo Akelarre Literario nº 112: Las gafas




El origen de las gafas de sol se sitúa en las regiones árticas de América del Norte y parte de Siberia, donde los esquimales crearon este utensilio para protegerse. Posteriormente, en China, desarrollaron una tecnología para ahumar los cristales y así oscurecerlos. A mediados del siglo XVIII se utilizaron lentes tintadas para tratar problemas de visión, pero no sería hasta el XX cuando se popularizó su uso gracias a los actores y actrices de cine.

Disfrutad con nuestros cuentos.

Pinchad en el link

https://www.nuevoakelarreliterario.com/las-gafas/ 

lunes, 13 de enero de 2025

Malena Teigeiro: Un rayo de sol

 



Desde que contrajeron matrimonio, Manuela vivía con Berty en Devon. Se habían conocido en la playa de Isla Canela, en Huelva, justo al lado de la frontera portuguesa. Sobre la dorada arena y con alegría contagiosa, Berty le hablaba de su hermosa playa inglesa, Bantham, decía que se llamaba. Y dejando escurrir entre los dedos la dorada arena, añadía que la de él era finísima y muy blanca, y que estaba rodeada de dunas en las que crecían verdes juncos. Concluía contando que en ella había tres casetas de madera pintadas de blanco y azul y que en una servían el té.

Nunca supo Manuela si su amor por el joven Berty surgió por lo romántico que le parecía tomar el té en una mesita de hierro delante de la caseta de la playa, o quizá fuera su cabello rubio y su hablar zarrapastroso, lo que la atrajo con locura. Durante su noviazgo de largos paseos por la playa de Isla Canela, entre risas y besos, Manuela le oía hablar de su país, con brumas que te envolvían como suaves sedas, acantilados blancos, y verdes e inmensos praderas. Te gustará, le decía soñador acariciándole la mejilla. Aunque tenía que reconocer que nunca le habló del color del mar ni del sol al atardecer.

También le recitó una y otra historia sobre su muy antigua familia, por cierto, de apellido impronunciable, a la que ella ansiaba conocer. De su hermana, casada y con tres rubios y adorables hijos, de su padre, siempre con la nariz entre viejos papeles familiares y libros de cuentas de la administración de la finca. De su madre nunca le habló, cosa que le extrañaba, aunque no mucho. Ella también se llevaba mal con la suya. Y todavía la aborrecía más desde que pretendía impedirle que saliera con aquel que había llegado «de no se sabía dónde», decía con rostro avinagrado,

Así, cada día más enamorada, aunque solo habían pasado los tres meses de verano desde que lo vio por primera vez, decidió contraer matrimonio con Berty antes de que él regresara a Inglaterra. De viaje de novios volarían al aeropuerto de Exeter. Hubiera preferido pasar unos días en Londres, pero él tenía prisa por volver a su casa para que sus padres pudieran conocerla. Y se conformó. Ya lo visitaría, se decía para sí soñadora. Tenían whoooole life para hacerlo, le susurraba al oído arrastrando las oes. En el fondo le hacía ilusión que aquellos ancianitos, padres de su marido, tuvieran tanta ansia por conocerla. Sin duda su edad había sido el motivo por el que no asistieron a la boda. A Manuela no se le pasaba por la cabeza que pudiera haber otra causa, y recordaba el rostro feliz de sus padres bailando por soleares en la fiesta del cortijo.

¡Qué romántico es todo por aquí!, le escribió días más tarde de su llegada a su hermana con las manos metidas en unos gruesos guantes de lana. Continuó contándole que uno de los ayudantes de la familia de su marido les había dejado el coche de Berty en el parking del aeropuerto. Era un divino Morgan verde, con tapicería de cuero beige. Entrar en él no le resultó fácil, y como puedes suponer, le relataba con su perfecta letra de colegio de monjas, el equipaje no cabía en el exiguo maletero, por lo que tuvieron que dejarlo en consigna hasta que alguien de la casa lo fuera a recoger.

Al llegar a la mansión de la familia, en las afueras de Bantham, un pueblecito con apenas unas casas y alguna nave industrial, se sorprendió. Sin duda aquella casa y su familia debieron haber sido muy importantes, pero ahora a Manuela le dio la sensación de que las piedras de aquella mansión iban a irse al suelo de un momento a otro. Tampoco tenían calefacción, y como continuaba sin llegar el equipaje, tuvo que seguir vistiendo los mismos vaqueros, y algunos viejos cárdigans de su marido. ¿Imaginas lo que diría mamá si supiera que llevo todos estos días sin cambiarme de ropa y lavándome como los gatos?

A pesar de todo, su ansia por conocer aquello de lo que tanto le había hablado Berty no disminuyó. Y juntos fueron a la playa. Tenía verdadero deseo de tomar una taza de té con aquel bollo tan típico. Al acercarse a las casetas descubrió que no solo no podría tomar su taza de té, sino que de aquellas románticas casetas pintadas de azul y blanco de sus sueños, apenas quedaba la estructura.

Pasaron quince días sin que nadie fuera al aeropuerto a recoger su equipaje, por lo que decidió ir ella. En un cuatro por cuatro, igual de antiguo que todo lo que la rodeaba, llegó al aeropuerto. Recogió sus maletas de la consigna y justo cuando de nuevo se encontraba abriendo la puerta del viejo coche, vio salir un avión. Estaba pintado de plata y un rayo de sol, el único que había visto desde que llegara a aquella isla, lo hacía brillar como una joya. Se detuvo un instante. Con una alegría que casi le rompía el pecho, se dio la vuelta. Entró en la terminal y se dirigió a los mostradores. Compró un billete para Sevilla, el aeropuerto más cercano a su querida Huelva, y volvió a facturar su equipaje.

Antes de embarcar, se sentó a escribir:

Mi amado Berty:

Quizá no sepas que la bruma que nos envuelve como la seda, está hecha girones. La blanca y fina arena se encuentra sucia y llena de charcos. El delicioso té que servían en las casetas sin duda se lo han debido beber las gaviotas. La lluvia no me permite pasear por los verdes prados, y la casa nos va a enterrar a todos de un momento a otro. Y por si fuera poco, tu padre, bastante más joven que el mío, tan solo me sonríe. Muy amable, eso sí. Tu madre ni me saluda, y los criados tampoco me dicen nada, quizá porque no hablo inglés. ¡Ah!, se me olvidaba. Comprendo perfectamente que tu hermana no quiera volver a pisar esa agradable y hermosa mansión.

Mi amor, te espero bajo el dorado sol de mi hermosa playa de Isla Canela, donde tan felices fuimos. Y si lo que no te gusta es vivir en España, con tal de hacerte feliz no me importaría que nos trasladáramos a un país extranjero. Por ejemplo, a El Algarve Portugués.

I love you,

Manuela

© Malena Teigeiro

sábado, 11 de enero de 2025

Roma: Año Jubilar 2025

 

Puerta Santa: Basílica de Sn Pedro

Ciudad del Vaticano


El pasado martes, veinticuatro de diciembre de dos mil veinticuatro, día de Nochebuena, a pesar del frío que hacía en Roma, en el Vaticano se congregaban miles de personas. 

El papa Francisco, a las siete de la tarde, como marca la tradición, tocaba en el gigantesco portón de la entrada principal, la Puerta Santa de la Basílica de San Pedro y cuando se abrió quedó inaugurado el 28º Jubileo Ordinario.

El primer Año Jubilar de la Iglesia Católica fue instituido en 1300 por el Papa Bonifacio VIII. Su intención era crear un período especial durante el cual los peregrinos que visitaran Roma y cumplieran ciertos requisitos pudieran recibir indulgencias y profundizar en su relación con Dios. 

El último Jubileo regular fue en 2000, cuando San Juan Pablo II inauguró el tercer milenio de la iglesia. En circunstancias especiales, también se pueden proclamar Años Jubilares extraordinarios que son convocados por el Papa. El último Año Jubilar extraordinario tuvo lugar en 2015. Fue el Año de la Misericordia y tuvo como objetivo destacar la importancia del perdón y la reconciliación en la vida cristiana. El próximo será en 2033, para conmemorar el aniversario de la crucifixión de Cristo.

En Roma este año tendrá cinco Puertas Santas: Basílica de San Pedro, San Juan de Letrán, Santa María la Mayor, San Pablo Extramuros, la cárcel de Rebibbia.

Ya no es un requisito imprescindible peregrinar a Roma para obtener el perdón de los pecados. Pero si se animan a ir, la puerta de la Basílica de San Pedro permanecerá abierta hasta el 6 de enero de 2026, marcando el cierre del Año Jubilar.

 

Basílica de San Juan de Letrán

Basílica de San Pablo Extramuros

Basílica de Santa María la Mayor

jueves, 9 de enero de 2025

La cocina a mi alcance: Ajoblanco

 


 

Puede que su origen se encuentre en la gastronomía romana o en la griega. Otros consideran que surgió hace unos dos mil años, durante la ocupación musulmana de la Península Ibérica. Hay pueblos que se disputan la invención del ajoblanco y otros consideran que es una variante del gazpacho.

Existe un debate de larga duración entre Málaga y Granada en lo que respecta al origen de la sopa. Para mí lo importante es que hoy llegó a mi mesa de la mano de mi amiga Carmen, malagueña, de Almáchar y jura que en su pueblo se celebra la Fiesta del Ajoblanco el primer sábado de septiembre y que es la fiesta gastronómica más antigua de la provincia de Málaga.

Por supuesto que nadie le ha llevado la contraria. Ha hecho esta sopa fría tan popular en toda Andalucía, con pan, almendras molidas, ajo, agua, aceite de oliva, sal y a veces, cuenta, que su madre le echaba vinagre, por lo que ella hace lo mismo. Y que se suele tomar acompañado de uvas o trocitos de melón o de jamón.  

Esta sopa nutritiva ganó popularidad como un plato básico entre las clases con pocos recursos económicos debido a sus humildes ingredientes. Y con un orgullo que no puede con ella afirma que el ajoblanco se menciona en El Quijote y que se chuparon los dedos el famoso hidalgo Alonso Quijano y Sancho Panza.

Su elaboración, discursea Carmen, aunque relativamente sencilla, es un proceso meticuloso que implica combinar los ingredientes esenciales en medidas precisas para lograr la textura y el sabor característicos.

Ingredientes:

150 gramos de almendras crudas y peladas

2 dientes de ajo

200 ml de aceite de oliva virgen extra

150 g de miga de pan blanco

2 cucharadas de vinagre de vino blanco

1 litro de agua fría

Sal al gusto

Preparación:

Remojad la miga de pan en agua fría durante treinta minutos. En una batidora mezclad las almendras peladas, los dientes de ajo, la miga de pan escurrida, el aceite de oliva y el vinagre, que quede una pasta fina. Salar al gusto. Y meter en la nevera al menos durante dos horas. En el momento de servir añade poco a poco agua bien fría y continúa mezclando hasta obtener la consistencia de gazpacho. Decóralo a tu gusto.

Ya me diréis

 

martes, 7 de enero de 2025

Amantes de mis cuentos: Historias de la niñez. Navidad, Año Nuevo, Reyes


 


Eran días de mucho trajín. Ayudaba a mamá a poner el nacimiento. Cada año más figuras. El Niño no se le acostaba en la cuna hasta el último minuto de la Nochebuena y el primero de Navidad. El abeto. Era papá quien lo traía al hombro. Cada año colgábamos más y más bolas.

La abuela, los tíos, los primos, todos nos reuníamos en casa para cenar el 24 y comer el 25. Éramos tantos que los pequeños dormíamos sobre colchones en el suelo.  

En Nochevieja y Año Nuevo íbamos a casa de los tíos y se hacían planes para el futuro y recuento de lo hecho en esos doce meses que quedaban atrás. Lo que más me gustaba era el momento de las uvas.  Nunca conseguí tomarlas al ritmo de las campanadas.

Las navidades de entonces eran muy divertidas. No teníamos que ir al cole, cantábamos villancicos de puerta en puerta, tocábamos la pandereta, la zambomba, la botella de anís y hasta nos daban aguinaldos. En esos días me regañaban menos. No me decían aquello de: ¡Estate quieto! ¡Por Dios! Si cansas solo con verte.

Y llegaba el Gran Día. Los Reyes Magos.  No me olvidaba de nada, una bandeja de color marrón repleta de dulces, de Duralex decían los mayores, era para Melchor, Gaspar y Baltasar y tres copitas de vino. Un poco más alejadas unas vasijas de plástico hasta el borde de agua para los pobres camellos. Unos y otros debían traer hambre y sed. No quedaba nada.

La noche anterior me iba a la cama bien tempranito. Y cuando, al día siguiente, mi madre daba un grito de: ¡Oh, Dios mío! ¡Han venido los Reyes!”. Yo, temblando, primero me tapaba la cabeza con la sábana, para luego saltar de la cama. Los nervios no me permitían estar tranquilo, ni paciente y el árbol se tambaleaba cuando corría a su alrededor, sin ton ni son, sin atreverme a abrir las cajas para recibir ese juguete que tanto ansiaba, esos lápices de colores, ese pijama al que no hacía mucho caso.

¡Qué Fiestas aquellas! Las de hoy son muy bonitas, con muchas luces en las calles, pero no como las de mi niñez. Hay muchas ausencias. Gracias mamá, papá, abuelos, tíos, primos por todos estos recuerdos, por haber estado a mi lado. Por guiarme en el camino de la vida como las estrellas de Oriente hicieran con los Reyes Magos hasta encontrar al Niño Jesús.

 

© Marieta Alonso Más