jueves, 3 de octubre de 2024

Feria del Libro: Majadahonda


 

Amantes de mis cuentos: El arte de ladrar

 



Era de esas personas que no pensaba demasiado y cada tarde, aun sabiendo que le era perjudicial, los pies lo llevaban a la taberna de Artemio, quien unas veces le ponía vino y otras, cerveza.  

 

Aquella estrellada noche de verano alcanzó tales alturas el entusiasmo de su borrachera que comenzó a imitar el ladrido del perrillo, feo, sarnoso y sin pedigrí, que lo miraba desde un rincón.

 

―No me gustan los perros ―dijo con voz pastosa.

 

A saber lo que entendería el chucho que al oírlo saltó a sus brazos y le puso la cabeza en el hombro. Así se fue tambaleando hasta casa, en la que amaneció al día siguiente abrazado a otro ser vivo.

 

Cuando su madre le vino a despertar, que espabilara, que no tenían nada para comer, se encontró con aquel cuadro que destilaba ternura.

 

―¡Arriba, haragán!

 

Con tal de no escuchar la diaria cantinela se vistió, desayunó, puso la escopeta al hombro y se fue con la intención de seguir durmiendo recostado contra el tronco de un álamo. No llevaba mucho tiempo roncando cuando sintió aullar a aquel retaco de cánido, que con el hocico le estaba acercando la escopeta. Unos tiros se oían en la lejanía. Para que el perro tuviera una buena opinión de él, no fuera a pensar que era un tanto cobarde, o peor aún, un mal cazador, se puso la mira en el ojo y disparó. El animalito salió como una flecha y al cabo del rato regresó con una liebre en el hocico.

 

Se rascó la cabeza. Por culpa de esas manos que les había dado por temblar, llevaba años sin acertar a nada que se moviese. Aguzó el oído por si alguien venía a reclamar su presa. Silencio. Recordó que estaban a mediados de mes y ya se había gastado la mísera pensión de madre, y tenían que comer. Sintió un ruido y volvió a disparar. Esta vez vino con una perdiz.

 

¡Sí que era de ley el perrucho! Habría que ponerle un nombre, y le llamó Zascandil ―así era como le tildaba su madre siendo niño―. Y entre disparos y carreras volvió a su casa con un total de diez palomas, cuatro liebres y dos perdices.

 

Ese día su madre preparó un estofado de liebre que, de tan bueno, hizo que se chupara los dedos. Mejor prevenir, dijo la mujer guardando lo que sobró en la despensa. Con la barriga llena se echó a dormir una buena siesta. Falta le hacía. Estaba agotado.

 

Ella, tras fregar los platos, llevó el resto de la caza al carnicero, quien descontó lo que le debían. Como no se fiaba de su hijo se llegó a la taberna, y pagó la mitad de la deuda al Artemio. A primeros de mes saldaría el total de la cuenta y, por favor, que no la endeudara más, que le cerrara la puerta en las narices a su hijo.    

 

―No me pida eso. No puedo negarle la entrada. Átelo usted, si puede.

Al llegar a casa tuvo una seria conversación con Zascandil que con las orejas gachas parecía estar de acuerdo con lo que le pedía aquella mujer, aunque pareciera un despropósito.

A partir de ese bendito día el borrachín, azuzado por su perro, comenzó a levantarse de madrugada para salir a cazar. Ya no tenía tiempo de ir al bar. Y hasta llegó a sembrar pimientos, tomates y no sé cuántas cosas más en el huerto. Su chaqueta olía a rancio sudor y no a alcohol.

Si antes en el pueblo hablaban de él, ahora la que estaba en boca de todos era la madre, que tal parecía querer más al perro que al hijo.

 

© Marieta Alonso Más

 

 

martes, 1 de octubre de 2024

Amantes de mis cuentos: Cuestión de gusto


 


Toda la vida he sido muy reflexiva. Y no es que lo piense, es que es la verdad. Si dedico una tarde a meditar, sé lo importante que es la lluvia, en lo generosa que son las nubes al dejar caer esas gotas de agua sin hacer distinciones, en lo delicioso que para algunos resulta bailar bajo una fría llovizna, pero… No me gusta mojarme, no me gustan los chaparrones y no me explico por qué tiene que llover de día cuando lo puede hacer por la noche, a esas horas en que la mayoría de los seres humanos duerme. Odio los paraguas, los odio.

Lo que, en verdad, adoro son los coches. Y si es un modelo antiguo mejor. ¡Ay, si tuviera dinero! ¡Qué colección tendría! ¡Qué bonito es andar sobre cuatro ruedas! Si llueve no te mojas, si cae granizo no te golpea la cabeza y si tienes prisa llegas antes. Cada vez que veo un clásico aparcado, me acerco con disimulo y me hago un selfie, un autorretrato como lo llama mi madre.

Se me van los ojos hacia el Benz Patent-Motorwagen, que aseguran fue el primer automóvil de la historia; hacia el Ford Modelo T que se popularizó entre la clase media; hacia el Rolls-Royce Silver Ghost que se consideró como el de mayor calidad. A todos los amo con locura. Si los coches fueran hombres, no me hubiese importado haber sido la amante de todos ellos. Pero, el único coche que hubo en mi familia fue un Seat 600, de segunda mano, al que llamaban Pelotilla.

Pasaron los años y no dejé de anhelar un hermoso automóvil. La falta de novios sin dinero para comprarlos fue la causa principal de mi sempiterna soltería. Cuando mi madre, a sus noventa años, me ve con la vista perdida detrás de uno de ellos, me pellizca y me hace ver lo desagradecida que soy. Dice que no he madurado, que no valoro la suerte que tengo. Y añade que, desde hace muchísimo tiempo, por ilusa, novelera, romanticona, mi familia decidió, sin consultarme, ser mi paraguas…, a falta de un coche.

 

© Marieta Alonso Más

domingo, 29 de septiembre de 2024

Cristina Vázquez: Maledicencia

 



Volvía a sentir siempre la misma emoción al llegar a un puerto. La chimenea del barco soltando sus aullidos, las voces de los marineros, las amarras deslizándose... Le llenaban de una conocida adrenalina.

Cuando por fin el atraque estaba terminado y el segundo de a bordo venía a dar cumplida cuenta de la maniobra, a Fabián le inundaba una satisfacción que no sentía en ningún otro momento. Ni con las mujeres con las que tuvo amoríos, ni en ceremonias militares, ni siquiera en la boda de su querida sobrina María Rosa. No. Nunca. Era un hombre de mar y solo en ese mar sombrío a veces, ameno otras y siempre infinito encontraba la paz, el porqué de su vida.

Lo que le llenaba de zozobra era que un día tendría que dejarlo y aunque todavía no hubiera cumplido los sesenta, sabía que los años se apilan con desventurada velocidad. Y en ese continuo ir y venir de un sitio a otro transportando mercancías era en el único lugar que podía esconder, atemperar su vergüenza. Aunque precisamente la vez en que por primera vez la vivió había sido por un barco. Una preciosa reliquia que siendo él niño le mostró ese hombre.

Cada vez que lo recordaba un rubor enardecía su cara y su corazón. Él lo llamaba rubor, pero sabía que era otra cosa. Cada vez que rememoraba el momento en que acusaron a don Augusto de pervertido, sentía un terrible ahogo en su pecho, pese a los años transcurridos. La vergüenza fue lo peor. Desde entonces él se había quedado inútil, disminuido, nunca supo qué apelativo aplicarse.

Don Augusto era un aristócrata maduro y desilusionado que se había retirado a la preciosa villa que dominaba la ensenada donde se levantaba el pueblo. Su familia iba de visita en verano, aparecían dos coches grandes, como de película, que levantaban polvareda al atravesarlo y a los que todos miraban con envidia fascinada. ¡Bah! Gente rara, era el comentario de los lugareños, aunque él fuera un hombre generoso y educado. Cumplía con la misa dominical, dejaba buenos dineros a la iglesia y para las fiestas anuales de las que participaba con lejana complacencia. Tenía su rutina, el aperitivo con el alcalde, largos paseos con algún amigo y salir a navegar en su pequeño velero que él mismo tripulaba.

A Fabián siempre le gustó el mar: bañarse, ir con su padre a pescar en la pequeña barca, coger cangrejos y rondar por el puerto admirando barcos. Era entonces un joven de doce años, alto y espigado, con la inocencia propia de un niño más pequeño. Saludaba a don Augusto cuando le veía en su velero, pequeño, pero de diseño exquisito. Al reconocer el entusiasmo del chico por los barcos le invitaba a subir para inspeccionarlo.

Cuando llegó el verano don Augusto animó a Fabián a que fuesen a navegar y salieron varias veces. El padre no entendía por qué se iba con ese señor si ni siquiera le pagaba como grumete, y torció el gesto con una expresión de repugnancia.

—Ojo con los viejos y ricachones —advirtió—. O sacas algo a cambio o si no a ver cómo justifico las habladurías.

El chico no entendió a qué se refería el padre.

—Don Augusto me enseña a navegar —argumentó compungido—, y he visto un tesoro escondido.

Miró de frente al padre, un barco en el fondo del mar. Este afirmó que eso eran tonterías, nunca se encontró un barco hundido en esa costa. Él lo había visto con sus propios ojos, juró Fabián. El velero tenía en el suelo una lupa grande para poder ver el fondo. Y ahí estaba el barco. El padre, con el gesto torcido, exigió al hijo que si salía con el viejo que este le pagara.

Empezó a salir a escondidas, le avergonzaba pedirle dinero, además él era generoso, le regalaba mapas, instrumentos de navegación, libros de aventuras. Tenía la seguridad de que sería un gran marino y que algún día conseguiría rescatar ese pecio, que así se llamaban los barcos que guardaban tesoros escondidos en sus tripas, afirmaba don Augusto.

Una mañana transparente del mes de julio estaban cerca de una gruta con el velero anclado. Fabián tomaba el sol en traje de baño en la cubierta y don Augusto se protegía de la brillante luz en la popa, cuando un ruido de motores alteró la paz de la mañana. Aparecieron dos lanchas de la Policía a llevarse al señor. Tenían una denuncia contra él por ser corruptor de menores.

Nunca olvidaría Fabián su sumisión. El hombre no opuso ninguna resistencia, le miró largamente y se subió a la lancha. Un policía pidió al chico que se vistiera y puso rumbo a puerto. Preguntó qué era lo que pasaba, no entendía nada, don Augusto siempre fue bueno con él, por qué se lo llevaban como a un ladrón. El policía solo contestó que estuviera tranquilo, ya había pasado el peligro. Se quedó anonadado, hecho un ovillo durante toda la travesía de vuelta. Tampoco olvidaría cuando llegó a puerto el círculo de personas, con su padre al frente, que estaban esperando. Y la vergüenza cayó sobre él como una invisible capa.

—Aquí le traigo el chico a salvo—anunció orgulloso el policía.

Pasados muchos años comprendió la expresión de secreto regocijo de los que ahí se reunieron. Unos mostraban conmiseración y otros burla. Siempre tuvo la duda de si hubiera cobrado dinero a don Augusto, quizás no habría sucedido. Todo fue un montaje de envidia y maledicencia. Él sabía que nunca había pasado nada, y que el único sitio donde estaría a salvo sería en el mar, lejos de esa gente y de esa tierra torva y aprovechada.

© Cristina Vázquez

viernes, 27 de septiembre de 2024

MJ Pérez: Del lago

 


 

El olor a hierro le despertó. Abrió los ojos con brusquedad, pero no consiguió ver nada. La oscuridad total lo rodeaba. El corazón comenzó a latir a toda velocidad en su caja torácica y la respiración comenzó a hacerse más rápida, más superficial. Al tratar de llevar su mano al pecho fue incapaz y aquel olor tan desagradable que lo había sacado de la inconsciencia volvió a sacudirlo. Tenía ambas manos encadenadas a la espalda y los pies ligados entre sí.

 

Apretó los dientes e hizo memoria. Como si por pura fuerza de voluntad fuera a ser capaz de hacer a su cerebro trabajar más deprisa, recordar cómo se había metido en aquel lío. Al principio, el esfuerzo le pareció estéril, pero poco a poco, los primeros flashes aparecieron en su cabeza. Alguien lo había atacado en la calle y luego lo habían metido en una furgoneta oscura. Había luchado tanto que acabó por recibir un golpe en la cabeza y perder el conocimiento. Se sentía mareado y con un dolor de cabeza insoportable.

 

Cuando consiguió acostumbrarse un poco a aquella oscuridad total, se dio cuenta que se encontraba en una especie de cobertizo diminuto. Podía intuir trastos por todos lados, aunque tapados por sábanas era difícil no imaginar algo más peligroso que una carretilla o unos viejos patines. Trató de moverse, soltar sus manos cautivas, pero lo único que consiguió fue hacer ruido y que el olor del metal mezclado, sin duda, con la sangre de su cabeza, se intensificase.

 

Que la puerta se abriera justo cuando daba un nuevo tirón fue una triste casualidad. Pues la persona que acababa de llegar no parecía muy contenta con aquello. Alargó la mano y lo puso de un pie de un tirón. Intentó razonar, hablar del dinero que tenían sus padres, de lo influyente que era su familia y del problema en el que se estaba metiendo de no dejarle libre. El tipo, deduzco que lo era pese a la oscuridad reinante, lo ignoró y se lo cargó el hombro. Dejó escapar todo tipo de improperios, pero no sirvieron de nada.

 

Una vez fuera, aunque boca abajo, supo que estaba cerca de un lago o un río y gritó aún más. Pero aquella mole, de la que ahora podía ver sus enormes botas y sus macizas pierdas, no hizo nada. Tan solo dejarlo caer al suelo de cualquier manera y marchase por donde había venido. Se sentó como pudo y observó a su alrededor, la luna brillaba llena en el cielo y tenía el lago a un suspiro de distancia. Sus labios trataron de formar palabras pero de pronto una carcajada lo hizo callar.

 

Como un demente se volvió hacia el sonido y se encontró con una mujer con el cabello más negro y la piel más clara que había visto en su vida. Era hermosa, de una belleza irreal, e iba completamente desnuda. Sonrió con unos labios rojos y brillantes y se acercó hasta él a pequeños y delicados saltos. No dijo nada, se llevó el dedo índice a los labios y él sintió que la oscuridad se adueñaba de su corazón, que aquellos ojos azules con extrañas líneas horizontales se lo tragaban todo. Las tinieblas parecieron cernerse más sobre él y de pronto, de la nada, dejó de sentir.

 

No hizo preguntas, ni a ella ni a él mismo. No sobre la fuerza sobrehumana de aquella criatura al lanzarlo al lago con una violencia sin sentido, no por qué su vida humana iba a acabar de aquel modo tan aleatorio ni por qué renacería como un ser de las oscuras aguas. Las cosas serían así y aquellos ojos lo habían convencido de ello. La muerte solo era un paso a dar para convertirse en eso que ella esperaba.

 

© MJ Pérez