viernes, 13 de septiembre de 2024

Malena Teigeiro: La caja fuerte

 


Lo que vio no era un buque de galeotes. Aunque tenía varios palos que debieron mantener muchas velas, estaba nuevo, y si llevara mucho tiempo en el fondo no podría conservarse tan bien. Al acercarse más, corroboró que todo era moderno en su interior. Se coló por una escotilla y nadó por los pasillos. Sorprendido, advirtió que todas las puertas, además de encontrarse abiertas, estaban sujetas por topes. Era como si alguien lo hubiera hundido con alguna intención. Entró en uno de los camarotes, luego en otro, recorrió los bares y salones, en ningún sitio percibió signos de vida ni de muerte. Todo estaba recogido, las camas, aunque revueltas por el oleaje, estaban hechas. Las vajillas de finísima porcelana y las talladas cristalerías, perfectamente alineadas en los muebles del office. Las sartenes, moldes y ollas, cubiertos sus metales por pequeñas algas, como viejos cadáveres en los cementerios, yacían en los vasares de la moderna cocina. Cuando ya comenzaba a subir, vio que en uno de los camarotes, quizá el más grande, había una caja fuerte. Estaba cerrada. Le echó una ojeada al manómetro. Se le acababa el aire. Volvería otra vez, se dijo impulsándose para salir.

Aquel día no comentó nada a sus compañeros de velero. Ni tan siquiera a Betina, su mujer, quien conociéndolo bien le preguntó qué era lo que tanto le abstraía.

A la mañana siguiente se preparó de nuevo. Metió en la bolsa algunas llaves y un fonendo. Al llegar al varado barco percibió que Betina lo seguía. Si pudiera le daría un grito, pensó. Lo que más odiaba de este mundo es que no lo dejaran en paz. Giró la cabeza y le pareció ver sus siempre sonrientes ojos. Aunque molesto por su presencia, decidió esperarla y mientras lo hacía admiró la belleza de su rubia melena que como si fuera el de una medusa de oro, era mecida por el agua.

Juntos entraron en el barco y mientras ella se entretenía recogiendo unas piezas de porcelana, y algún que otro vaso, él fue directamente al camarote de primera. Al acercarse a la caja fuerte vio que en lo que sin duda era la puerta, habían colocado unas piezas de metal que formaban flores superpuestas. De un pequeño gancho que había en uno de los laterales de la caja, grande, cuadrada, en la que el hierro apenas tenía manchas de óxido, había un manojo con cuatro llaves. Con los dedos limpió las algas pegadas al brillante acero. Todas eran diferentes, aunque tenían un punto en común: una letra grabada hacia la mitad del vástago. Pasó las manos por la los adornos de la puerta. En ningún lado encontró agujero por el que introducir las llaves. Tampoco había ninguna rueda de numeración. Al volverse vio que Betina lo miraba. Sorprendido, advirtió que cargaba una bolsa llena de pequeños objetos. Él levantando las manos se hizo a un lado. Ella dejó la bolsa en el suelo del camarote alfombrado de algas y conchas, y se acercó a la caja. Muy despacio, como si buscara algún extraño cierre, Betina pasó el dedo por los bordes. De pronto se volvió hacia él. Sin separar el dedo del lugar, con la otra mano le indicó que se acercara. Cuando llegó a su lado, apretó aquel pequeño punto. Las piezas que adornaban la puerta comenzaron a moverse lentamente hasta formar la estrella de los vientos. En cada uno de los puntos cardinales, se encontraba un agujero. Miró las llaves y comprendió el significado de las letras. Las fue introduciendo, una a una. Norte, sur, este oeste. El nerviosismo ante el tesoro que sin duda se mantendría dentro, produjo que su corazón latiera con tal fuerza que sintió un leve mareo. Cuando iba a girarlas, Betina le golpeó la espalda. Apenas les quedaba oxígeno, indicó señalando el manómetro. Él, aunque ya le faltaba el aire, intentó girar la llave del norte. Sentía que su pecho iba a reventar, miró hacia arriba y vio que Betina cargada con su bolsa, se alejaba. Una niebla blanca se introdujo en su mente. Intentó arrancar las llaves antes de irse, pero no pudo. El pecho le explotaba. Se dejó ir. Al entreabrir los ojos percibió que recorría un túnel de densa y blanca niebla en el que retumbaba una dulce voz llamándolo. Al acercarse a aquella magnética luz, le pareció vislumbrar que un ángel, con cabellos de oro y alba túnica, se inclinaba hacia él.

De pronto sintió unos golpes en la espalda y el olor del perfume de su esposa le llenó los pulmones.

—José, José —escuchó extrañado la voz de su mujer inclinada sobre él. Al abrir del todo los ojos, y aunque su dorada melena casi le cubría el rostro, percibió su gesto de malhumor—. Despierta. ¿Otra vez con esa horrible pesadilla?

© Malena Teigeiro

miércoles, 11 de septiembre de 2024

Emilia Pardo Bazán: Vampiro

 


No se hablaba en el país de otra cosa. ¡Y qué milagro! ¿Sucede todos los días que un setentón vaya al altar con una niña de quince?

Así, al pie de la letra: quince y dos meses acababa de cumplir Inesiña, la sobrina del cura de Gondelle, cuando su propio tío, en la iglesia del santuario de Nuestra Señora del Plomo -distante tres leguas de Vilamorta- bendijo su unión con el señor don Fortunato Gayoso, de setenta y siete y medio, según rezaba su partida de bautismo. La única exigencia de Inesiña había sido casarse en el santuario; era devota de aquella Virgen y usaba siempre el escapulario del Plomo, de franela blanca y seda azul. Y como el novio no podía, ¡qué había de poder, malpocadiño!, subir por su pie la escarpada cuesta que conduce al Plomo desde la carretera entre Cebre y Vilamorta, ni tampoco sostenerse a caballo, se discurrió que dos fornidos mocetones de Gondelle, hechos a cargar el enorme cestón de uvas en las vendimias, llevasen a don Fortunato a la silla de la reina hasta el templo. ¡Buen paso de risa!

Sin embargo, en los casinos, boticas y demás círculos, digámoslo así, de Vilamorta y Cebre, como también en los atrios y sacristías de las parroquiales, se hubo de convenir en que Gondelle cazaba muy largo, y en que a Inesiña le había caído el premio mayor. ¿Quién era, vamos a ver, Inesiña? Una chiquilla fresca, llena de vida, de ojos brillantes, de carrillos como rosas; pero qué demonio, ¡hay tantas así desde el Sil al Avieiro! En cambio, caudal como el de don Fortunato no se encuentra otro en toda la provincia. Él sería bien ganado o mal ganado, porque esos que vuelven del otro mundo con tantísimos miles de duros, sabe Dios qué historia ocultan entre las dos tapas de la maleta; solo que…. ¡pchs!, ¿quién se mete a investigar el origen de un fortunón? Los fortunones son como el buen tiempo: se disfrutan y no se preguntan sus causas.

Que el señor Gayoso se había traído un platal, constaba por referencias muy auténticas y fidedignas; solo en la sucursal del Banco de Auriabella dejaba depositados, esperando ocasión de invertirlos, cerca de dos millones de reales (en Cebre y Vilamorta se cuenta por reales aún). Cuantos pedazos de tierra se vendían en el país, sin regatear los compraba Gayoso; en la misma plaza de la Constitución de Vilamorta había adquirido un grupo de tres casas, derribándolas y alzando sobre los solares nuevo y suntuoso edificio.

-¿No le bastarían a ese viejo chocho siete pies de tierra? -preguntaban entre burlones e indignos los concurrentes al Casino.

Júzguese lo que añadirían al difundirse la extraña noticia de la boda, y al saberse que don Fortunato, no sólo dotaba espléndidamente a la sobrina del cura, sino que la instituía heredera universal. Los berridos de los parientes, más o menos próximos, del ricachón, llegaron al cielo: hablose de tribunales, de locura senil, de encierro en el manicomio. Mas como don Fortunato, aunque muy acabadito y hecho una pasa seca, conservaba íntegras sus facultades y discurría y gobernaba perfectamente, fue preciso dejarle, encomendando su castigo a su propia locura.

Lo que no se evitó fue la cencerrada monstruo. Ante la casa nueva, decorada y amueblada sin reparar en gastos, donde se habían recogido ya los esposos, juntáronse, armados de sartenes, cazos, trípodes, latas, cuernos y pitos, más de quinientos bárbaros. Alborotaron cuanto quisieron sin que nadie les pusiese coto; en el edificio no se entreabrió una ventana, no se filtró luz por las rendijas: cansados y desilusionados, los cencerreadores se retiraron a dormir ellos también. Aun cuando estaban conchavados para cencerrar una semana entera, es lo cierto que la noche de tornaboda ya dejaron en paz a los cónyuges y en soledad la plaza.

Entre tanto, allá dentro de la hermosa mansión, abarrotada de ricos muebles y de cuanto pueden exigir la comodidad y el regalo, la novia creía soñar; por poco, y a sus solas, capaz se sentía de bailar de gusto. El temor, más instintivo que razonado, con que fue al altar de Nuestra Señora del Plomo, se había disipado ante los dulces y paternales razonamientos del anciano marido, el cual sólo pedía a la tierna esposa un poco de cariño y de calor, los incesantes cuidados que necesita la extrema vejez. Ahora se explicaba Inesiña los reiterados «No tengas miedo, boba»; los «Cásate tranquila», de su tío el abad de Gondelle. Era un oficio piadoso, era un papel de enfermera y de hija el que le tocaba desempeñar por algún tiempo…, acaso por muy poco. La prueba de que seguiría siendo chiquilla, eran las dos muñecas enormes, vestidas de sedas y encajes, que encontró en su tocador, muy graves, con caras de tontas, sentadas en el confidente de raso. Allí no se concebía, ni en hipótesis, ni por soñación, que pudiesen venir otras criaturas más que aquellas de fina porcelana.

¡Asistir al viejecito! Vaya: eso sí que lo haría de muy buen grado Inés. Día y noche -la noche sobre todo, porque era cuando necesitaba a su lado, pegado a su cuerpo, un abrigo dulce- se comprometía a atenderle, a no abandonarle un minuto. ¡Pobre señor! ¡Era tan simpático y tenía ya tan metido el pie derecho en la sepultura! El corazón de Inesiña se conmovió: no habiendo conocido padre, se figuró que Dios le deparaba uno. Se portaría como hija, y aún más, porque las hijas no prestan cuidados tan íntimos, no ofrecen su calor juvenil, los tibios efluvios de su cuerpo; y en eso justamente creía don Fortunato encontrar algún remedio a la decrepitud. «Lo que tengo es frío -repetía-, mucho frío, querida; la nieve de tantos años cuajada ya en las venas. Te he buscado como se busca el sol; me arrimo a ti como si me arrimase a la llama bienhechora en mitad del invierno. Acércate, échame los brazos; si no, tiritaré y me quedaré helado inmediatamente. Por Dios, abrígame; no te pido más».

Lo que se callaba el viejo, lo que se mantenía secreto entre él y el especialista curandero inglés a quien ya como en último recurso había consultado, era el convencimiento de que, puesta en contacto su ancianidad con la fresca primavera de Inesiña, se verificaría un misterioso trueque. Si las energías vitales de la muchacha, la flor de su robustez, su intacta provisión de fuerzas debían reanimar a don Fortunato, la decrepitud y el agotamiento de éste se comunicarían a aquélla, transmitidos por la mezcla y cambio de los alientos, recogiendo el anciano un aura viva, ardiente y pura y absorbiendo la doncella un vaho sepulcral. Sabía Gayoso que Inesiña era la víctima, la oveja traída al matadero; y con el feroz egoísmo de los últimos años de la existencia, en que todo se sacrifica al afán de prolongarla, aunque sólo sea horas, no sentía ni rastro de compasión. Agarrábase a Inés, absorbiendo su respiración sana, su hálito perfumado, delicioso, preso en la urna de cristal de los blancos dientes; aquel era el postrer licor generoso, caro, que compraba y que bebía para sostenerse; y si creyese que haciendo una incisión en el cuello de la niña y chupando la sangre en la misma vena se remozaba, sentíase capaz de realizarlo. ¿No había pagado? Pues Inés era suya.

Grande fue el asombro de Vilamorta -mayor que el causado por la boda aún- cuando notaron que don Fortunato, a quien tenían pronosticada a los ocho días la sepultura, daba indicios de mejorar, hasta de rejuvenecerse. Ya salía a pie un ratito, apoyado primero en el brazo de su mujer, después en un bastón, a cada paso más derecho, con menos temblequeteo de piernas. A los dos o tres meses de casado se permitió ir al casino, y al medio año, ¡oh maravilla!, jugó su partida de billar, quitándose la levita, hecho un hombre. Diríase que le soplaban la piel, que le inyectaban jugos: sus mejillas perdían las hondas arrugas, su cabeza se erguía, sus ojos no eran ya los muertos ojos que se sumen hacia el cráneo. Y el médico de Vilamorta, el célebre Tropiezo, repetía con una especie de cómico terror:

-Mala rabia me coma si no tenemos aquí un centenario de esos de quienes hablan los periódicos.

El mismo Tropiezo hubo de asistir en su larga y lenta enfermedad a Inesiña, la cual murió -¡lástima de muchacha!- antes de cumplir los veinte. Consunción, fiebre hética, algo que expresaba del modo más significativo la ruina de un organismo que había regalado a otro su capital. Buen entierro y buen mausoleo no le faltaron a la sobrina del cura; pero don Fortunato busca novia. De esta vez, o se marcha del pueblo, o la cencerrada termina en quemarle la casa y sacarle arrastrando para matarle de una paliza tremenda. ¡Estas cosas no se toleran dos veces! Y don Fortunato sonríe, mascando con los dientes postizos el rabo de un puro.




lunes, 9 de septiembre de 2024

La cocina a mi alcance: Paté de almendras

 


Además de una golosina, la almendra tiene leyendas.

Una de ellas, la griega, simboliza la fuerza impetuosa de la juventud y el amor eterno. Se dice que Demofonte se enamoró perdidamente de Phyllis princesa de Tracia y le propuso matrimonio, pero antes de la ceremonia el padre de este falleció y él debió volver a Atenas, jurando a la princesa amor eterno y prometiendo volver para casarse. Transcurrido un tiempo, Phyllis creyó que su amado no volvería y se quitó la vida.

Los dioses conmovidos por este acto de amor convirtieron su cuerpo sin vida en un árbol de almendro y cuando finalmente Demofonte volvió, solo pudo acariciar la corteza de su amada y ofrecer un sacrificio al almendro en nombre de su amor, a lo que la princesa convertida en árbol respondió floreciendo de repente sin dar tiempo a que las hojas brotasen.

También tiene una gran fuerza simbólica. Por ser un árbol que florece en invierno parece estar cuidando a los demás hasta la llegada de la primavera. En varios pasajes de la Biblia se compara el árbol con la constante presencia de Dios.

Hay una tradición en la que se regala a los invitados de boda un detalle dulce como agradecimiento por su presencia: una bolsita con 5 almendras que representan cada uno de los deseos de la pareja: amor, salud, felicidad, fertilidad y una larga vida juntos. 

Ingredientes

1 taza de almendras

1 taza de pan desmenuzado

1 taza de pimiento rojo en dados

1 rama de apio picada

1 o 2 dientes de ajo (al gusto)

½ cucharadita de tomillo

1 cucharada de cebollino fresco, picado

Perejil

Aceite de oliva

Zumo de limón

Sal y agua

 

Preparación

En una batidora muele las almendras, mezcla el polvo de almendras con el pan, echa en la batidora los demás ingredientes.

En un molde vierte todo y apriétalo bien. Cubre y deja reposar en la nevera durante al menos una hora antes de servir.

 

sábado, 7 de septiembre de 2024

Amantes de mis cuentos: El trajín de cada día


 


Solo el olor penetrante a pan delataba la actividad del amanecer. Cerró la puerta y echó a andar. Cinco mil pasos, ni uno más, aunque si se pasaba no había problemas, mientras más ejercicio hiciera, mejor. Eso se lo había dicho el médico la semana pasada cuando fue a consulta. Lo que le sentaba fatal era tener que caminar por obligación. Ya estaba muy viejo para recibir órdenes.

Un papel pegado a un árbol le llamó la atención. Se colocó las gafas en la misma punta de la nariz, siempre las llevaba colgadas sobre su pecho y leyó las letras grandes: Feria del Libro. Para la letra pequeña necesitaba limpiar los cristales y del bolsillo izquierdo de su pantalón sacó un pañuelo blanco, las empañó con su aliento y las frotó. Era una acción que ejecutaba cada día. La Feria no estaba lejos de su casa. 

Le gustaban los libros. Era aún muy temprano, después del paseo, iría al Centro de Mayores para desayunar, luego echaría una partidita de cartas con los amigos, hablarían de política y discutirían de fútbol. Y como no tenía nada mejor que hacer, después de comer, hoy tocaba cocido madrileño completo, se iría a su casa y tras su media hora de siesta, allá a las seis de la tarde se acercaría a las casetas llenas de libros y de escritores. En cada caseta se pararía, aunque no pensaba comprar ni un solo libro. Ya tenía bastantes en su casa.

Todo salió como tenía programado, salvo que regresó a casa con más de media docena de ejemplares a los que no se pudo resistir: una novela histórica, otra romántica, otra de terror, otra de ciencia ficción, de aventura, negra, gótica y por último novela erótica, aunque dejó bien claro que era para un amigo suyo.

 

©Marieta Alonso Más

jueves, 5 de septiembre de 2024

Sol Cerrato Rubio: Los faros y las señales


Barcos varados en la playa con sus anclas hundiéndose en el lodo. 

Dejemos que los recuerdos se reinventen a sí mismos.

Esquivemos los patrones erróneos de otros tiempos, patinemos por las lagunas heladas de la memoria ondeando nuestro derecho a una felicidad persistente, inmemorial, inolvidable e inacabable. 

Entre emociones y palabras se escriben nuestros momentos.

Con los colores de las estaciones se reciclan nuestros sueños.

Los nuevos aromas se acurrucan en las grietas de los pensamientos, fluyendo entre nuevas sensaciones y deseos. 

Barcos varados en la playa con sus anclas hundiéndose en el lodo. 

Los faros y señales alumbran nuevos atardeceres

 

© Sol Cerrato Rubio

martes, 3 de septiembre de 2024

Amantes de mis cuentos: Amor a la tierra

 



Padre quería que estudiara Derecho, madre aspiraba a que me hiciera médico, pero a mí lo que me gustaba era trabajar la tierra. Desesperados ante mi tozudez decidieron llevarme a las dos hectáreas de terreno con vides, un arroyo, una ondulante pradera y una casa destartalada. Era la herencia que mis abuelos le dejaron a su hijo y que no valoró hasta recordar que podía servir para quitarme de la cabeza la idea de convertirme en agricultor. Granjero, diría mi madre.

Allí me quedé por vez primera en mi vida: solo, triste, abandonado y sin dinero. Mis padres calcularon que la locura me duraría día y medio. Y a punto estuvieron de tener razón, pero un ángel de la guarda me guio a registrar armarios, estanterías, cajones, una vitrina (vasar, haría ver mi madre), y para mi sorpresa en todos ellos encontré pañuelos anudados con monedas suficientes para sobrevivir más de un año. Así que dije adiós a la pesadumbre.

De inmediato me puse a adecentar la casa, que si el tejado, que si las puertas no cerraban bien, que si las tuberías estaban oxidadas, que si una mano de pintura, que si los grifos, que si una buena limpieza, me costó Dios y ayuda acabar con los ratones, las serpientes, las telarañas…, creían que aquella era su casa y les tuve que hacer ver que era la mía.

Por muebles no tenía que preocuparme y por ajuar tampoco. Comidas y cenas las hacía en la taberna de la plaza del pueblo. Cada día tenía que andar un kilómetro de ida y otro de vuelta. Al cabo de dos meses sin descanso la casa quedó como nueva y mi piel se había vuelto morena.

Ahora le tocaba el turno al jardín, a la huerta, a las viñas, preparar la tierra para lo que decidiera sembrar. Y en eso estaba pensando cuando a lo lejos vi venir a un anciano con su cachava o cayado como lo llamaría mi madre. Ya os habréis dado cuenta que mi progenitora con las palabras tenía una desquiciante relación.

Aquel hombre que venía a paso lento se presentó quitándose el sombrero, y dijo ser el mejor amigo que había tenido el abuelo, que cumpliría 98 años en una semana, que la siembra no tenía secretos para él, que quería ser mi tutor. Me había estado vigilando desde mi llegada y por orden suya el tabernero me sonsacó a qué familia pertenecía, lo que pretendía, si era trabajador... Y había llegado a la conclusión que a pesar de mi juventud era un buen hombre.

¡Como tu abuelo!, exclamó.

 


© Marieta Alonso Más

 

domingo, 1 de septiembre de 2024

Amantes de mis cuentos: Al aire libre



Amalia apretó el paso. Ya estaba cerca de La Ribera de Curtidores y, como siempre, solo con oír el bullicio se le pasaron todos los males. Era para ella una cuestión vital no faltar ni un solo domingo al Rastro. El trapicheo de ropa, zapatos, quincalla y cualquier objeto de segunda mano era su debilidad y, en cierto modo, su medio de vida.

A media calle divisó a Fermín que daba los últimos toques al tinglado, justo enfrente al monumento de Eloy Gonzalo. Allí estaba con la espalda encorvada, el pelo cano, y sus dedos artríticos. Ya no eran unos chavales. Él, trece días exactos mayor que ella, le bastaba para que se creyera con derecho a protegerla. Discutían cada dos por tres, pero como todo entre ellos se desenredaba con palabras, siempre terminaban riendo.

De niños iban juntos al colegio, cada uno se casó con el mejor amigo del otro, incluso enviudaron con un mes de diferencia. Y cuando un día él se enteró de su precaria situación, la animó a que le ayudara en el puesto. Lo único que tenía que hacer era vender, vender hasta su alma si fuera preciso. Resultó ser una gran idea para ambas partes.

Desde la calle Juanelo vio venir a dos de sus clientas habituales. Se sacudió el cansancio y se dio prisa para llegar antes que ellas. La mañana comenzaba bien. Estaba segura de que la sábana encimera y la funda que para su ajuar bordó su madre hacía cincuenta años, les iba a gustar y no pensaba rebajar ni un céntimo.

No es fácil ser viuda y pobre.

 

© Marieta Alonso Más