Siempre he sido adicta a los
mercadillos. No es culpa mía el que los tenderetes sean mi adoración, a mi
madre también le encantaban. Así que desde que estaba dentro de ella, arropada
en su barriguita, disfrutaba con ellos. Y conste que no soy de las que compro
por comprar. Me detengo en todos y revuelvo entre las gangas, me paro a
escuchar los reclamos y los precios en todos los idiomas imaginables, y a veces
regreso a casa con las manos vacías. He de confesar humildemente que para mí los
mercadillos de Navidad son el súmmum de la alegría, del bienestar.
Y aquí estoy de pie, mirando
sin ver, con la mente en el pasado. Los sucesos que evoco con intensa claridad ocurrieron
hará unos cincuenta años. Aquella mañana contemplaba una figura de San José entre
mis manos, cuando conocí al que unos meses después iba a ser mi marido. Un
joven alto al que no le llegaba al pecho, con la cara del mismo color de la
azúcar de caña, refinada, claro; y los ojos verdes como aceitunas, herencia de
mi suegra. Vestía con decencia al decir de mi abuela. Con una sonrisa preciosa
me ofreció la figura de la Virgen en una mano y la del Niño en la otra. Debía
comprar el misterio al completo.
−¿Qué precio tiene todo?
–hablé sin desviar mis ojos de los suyos.
−Es mi regalo de Navidad.
Creía que era el tendero y
resultó ser otro adicto a los mercadillos. Como yo.
Nos casamos y nos fuimos de
alquiler a una casa lo suficientemente amplia para que pusiéramos en el sótano
un Belén gigante y perenne. Cada diciembre íbamos en busca de figuras, que si
el buey, que si la burra, que si un pozo, que si unas ovejas, que si los Reyes,
los pastores... ¡Todo un mundo sin faltar detalle! Y en el lugar más destacado,
el pesebre con las tres figuras motivo de nuestra unión.
Ahora recuerdo las cosas que
de verdad tienen importancia, como aquella rama que se rompió con la brisa, la
porción de palabras entrecortadas que me pedían un sí, para siempre. Era mi
novio moviendo la cabeza como si le apretara el cuello de la camisa. El muy
tonto pensaba que me iba a negar. Y lo que hice fue estamparle un beso bien
sonoro para que no se fuera a arrepentir. Luego nacieron mis cinco hijos, uno
detrás del otro. También rememoro aquella pizca de conversación con mi
primogénito de cuatro años que me contaba en secreto que tenía novia; y el
llanto coral que ofrecían al obligarles a tomar sopa de fideos cuando lo único
que querían comer era macarrones con tomate. Una ráfaga de imágenes me muestra
un hospital, un cementerio y una viuda vestida de negro.
Vuelvo a la realidad. Lo que
son las cosas, pensé, ahora no me acuerdo de nada. Un día quise abrir la puerta
de mi casa y resultó ser la del vecino. Otro puse un melón en el armario a enfriar;
y un sábado el monedero apareció en el congelador junto al pescado. Así empezó
todo.
Sigo paseando de puesto en
puesto y sonrío a quienes me rodean. De pronto, alguien dice: ¡Mamá! Es mi
marido tan joven como siempre, con su pelo encrespado. Le oigo lanzar un
suspiro de alivio. Detrás de él esa mujer y esos tres hombres que dicen ser mis
hijos. Por lo visto buscaban a una anciana que se había extraviado, y en vez de
llamar a la policía, que es lo que se hace en esos casos, se acercaron al mercadillo
de Navidad.
Tomo la mano de mi Pepe, y lo
convenzo para comprar la figura de un herrero. Regresamos tan contentos a casa,
seguidos por esos que dicen ser mis hijos y que más bien parecen mis guardaespaldas.
© Marieta Alonso Más
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