Hay tres clases de animales
en el mundo: Los herbívoros, los carnívoros y aquellos que comen todo lo que
prepara su madre. Ése soy yo.
Mi padre era un hombre
ahorrador. Todo su afán era comprar pisos. El ladrillo es una buena inversión,
decía siempre. Mi madre no paraba de hacer cosas. Era una hormiga. Y entre los
dos lograron tener cinco pisos. Yo no. Soy de los que ni siquiera buscan
excusas para no trabajar. Me levanto sin necesidad de oír el ruido del reloj.
Mi madre me tiene el desayuno
preparado, lo ingiero, después doy un paseo para mantenerme en forma y hablar
con los amigos. Luego regreso y me pongo a leer. Mamá es una excelente
cocinera, así que como, me echo una siesta de unas dos horas y vuelvo a mis
libros. Ceno y salgo a la calle para olfatear el aire nocturno y mezclarme con
los fantasmas. Mis pasos son ágiles y silenciosos, como si fuera un comanche.
Aunque me encanta la madrugada, soy como Cenicienta a las doce en punto regreso
y me voy a dormir.
A veces, cuando mi madre se
levanta de mal humor, suele repetir que los pájaros aprovechan la luz del día
para recoger semillas y yerbas para el nido. Cuando oscurece se recogen para
pasar la noche. También los tigres duermen durante el día en algún lugar
sombrío, pero rondan durante toda la noche en busca de alimento. Y la pesada
termina: «Mal lo pasa quien con un vago se casa».
La tranquilizo. No seré yo
quien se case. Requiere mucho esfuerzo.
Y ella llora porque nunca va
a conocer un nieto.
Hace quince días a mi madre
se le ocurrió morirse. Me quedé de una pieza. Sin saber qué hacer me vino a la
mente la oración que rezaba todas las noches: ¡Ayúdale Señor, a andar derecho!
Y ¡vamos!, sí que anduve
derecho. Alquilé los pisos y ahora vivo en este hotel a cuerpo de rey.
© Marieta Alonso Más
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