Esto de vivir causa fatiga. Desde el mismo
momento de nacer tuve la sensación de que nadie me estaba esperando. A mi madre
se la llevaron a quirófano y yo estaba solito bajo una cámara de oxígeno. Luego
me cogieron por las piernas y boca abajo me dieron unas buenas nalgadas hasta
que solté un berrido.
Si yo fuera un lobo feroz lucharía por desterrar las injusticias que hay en el mundo, y en particular en mi casa, pensaba a mis siete años ante un plato de judías verdes que estaban asquerosas. Ni una en el plato, me advertía mi madre, y eso significaba que si se me ocurría desobedecer no podría ir a jugar con mis amigos.
¿Por qué tengo tan mala suerte? La madre de Daniel, mi mejor amigo, nunca le obliga a comer judías verdes. Ella es quien debía haber sido mi madre y no la vegetariana que tengo.
Menos mal, que en mi ayuda siempre viene Conga, mi adorable perrita, que paciente espera que salten por el aire las judías masticadas. Al no haber rastro de ellas su madre se cree que están en mi barriga.
Ya en la pubertad gritaba pidiendo amor y ni siquiera el eco contestaba. Y buscando un gran amor me casé cinco veces y con cada una cinco hijos. Lo único que he hecho durante toda mi vida es trabajar para ellos.
Ayer, leyendo el periódico local me topé con mi esquela. Llamé por teléfono a la redacción y me dicen que, si quiero comprobarlo que vaya al tanatorio del pueblo, a la sala número 7.
Allí me presento y me veo de cuerpo presente. Nunca he sido tan feliz. Toda mi familia reunida, unos tristes, otros menos y mi primera mujer llorando. Nunca debí separarme de ella.
© Marieta Alonso
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