Mientras andaba a lo largo de las
estrechas callejuelas se detenía en observación de la dorada madurez de los
membrillos que asomaban tras las tapias
de los huertos y corrales. Olía a
establos y las cigarras se escuchaban aún en el reseco y áspero silencio de la
tarde, una espléndida tarde manchega que honraba la tradición del llamado
veranillo de San Miguel. El sol cálidamente serenaba el aire, que solo
estremecía el insistente vuelo de algún tardío moscardón. Un deambular sin rumbo
inconscientemente le acercaba hacia las afueras de la población. Había
terminado la vendimia que ahora, bajo influencias del mercado y la tecnología,
se anticipaba con relación a tiempos anteriores. Sobre el suelo de los campos
cosechados cuya ferrosa tierra enrojecía
el paisaje hasta perderse en lontananza, ya solo destacaban las cepas alineadas
aún cubiertas del follaje desmayado que las vestía con tonos que iban del verde
al amarillo rojizo.
El pastor, ahora sin ovejas, tomó
asiento en una piedra al borde del camino. De espaldas al sol sentía arder la
piel bajo la ropa. Soltó su garrota y sintió añoranza de otros tiempos, cuando
dejaba el rebaño libre para ramonear a gusto entre las cepas. Faltaban las
ovejas y los perros. ¿Qué necesidad habría de ellos, si ya no era menester
cuidar de las primeras? Comenzaba para él un otoño vacío, un tiempo hermoso y
de momento estable pero sin problemas de futuro. Desde la cercana torre de la
Iglesia se oyó el tañir de una campana marcar las cuatro de la tarde. Un par de
moscas agobiaban sus orejas y quizás por evitarlas se puso en pie y echó a
andar resueltamente rumbo al río que, no obstante invisible en la distancia,
delataba la verde chopera que se alimentaba de su cauce. Llegado a la ribera se
descalzó las sucias y roídas alpargatas y dio algunos pasos inseguros dentro de
la corriente. Aquel frescor pareció estimular su empobrecido ánimo. Algún
tábano amenazó su tostada frente, pero un certero manotazo le hizo flotar
rápidamente aguas abajo. Alguna criatura fluvial ya lo reciclaría. Pero, ¿y él
mismo? ¿Qué cambio daría a su propia vida antes del definitivo reciclaje? No
halló respuestas a tal meditación. Se destocó la gorra que dobló en forma
descuidada y la introdujo en un bolsillo, se inclinó y cogiendo agua en el
cuenco de sus callosas manos de ennegrecidas uñas se refrescó la cara, luego el
cuello y por último los grises cabellos ya ralos y muy apelmazados.
Allí, plantado en la corriente,
se estuvo unos minutos luego de andar pocos pasos río abajo. La profusión de
cantos en el lecho le obligó a sentarse en un enclave arenoso de la orilla
izquierda. Intentó tumbarse para desentumecer su espalda dolorida más la
sensación de humedad de aquella umbría no le ofreció comodidad. No hallaba
acomodo en sitio alguno. Pasaban las horas y los días y su desorientación
crecía. Pasaba las mañanas y las tardes en el campo sin más tarea que
refugiarse de la solana del estío. No sabía estarse bajo techo sino en horas de
la noche. Más de cuarenta y cinco años pastoreando, ordeñando y trasquilando le
crearon la necesidad de respirar a cielo abierto. Incluso en los peores
momentos del invierno castellano, cuando el instinto le hacía buscar refugios y
mientras duraba la emergencia de la lluvia, la nieve o la rosada solo aspiraba
al regreso del tiempo en que no precisaba de techumbres ni paredes. Necesitaba
oír el berrear de su ganado, el sonido del cencerro del carnero cuando monta a
las ovejas, el ladrido de sus perros… El rumor del viento en las choperas.
Ya los días se acortaban y las
noches se enfriaban. ¿Qué hacer cuando llegasen las heladas, cuando la lluvia
fina comenzara a reverdecer los campos, a enlodar la tierra y poner brillo en los tejados? ¿Qué hacer meses
enteros al calor de la lumbre para evitar quedar petrificado?
Seis meses después de aquella
tarde, desde un hospital de la provincia de Ciudad Real, avisaban a sus
familiares. A las diecinueve y veinte horas, ingresaba en dicho Centro, ya
cadáver, un varón adulto, de unos sesenta y cinco años, hallado sin señales de
violencia en la margen derecha del Cigüela.
© Ramón L. Fernández y Suárez
El Paso del Leteo por Ramón L. Fernández y Suárez se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
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