Montemar
I
María
de la Circuncisión era hija bastarda del primer conde de Montemar, quien a su
vez ostentaba el por aquel entonces ya obsoleto señorío de Sacromonte. Cuando
entró como novicia en el convento de clarisas contaba apenas veinte años y fue
obligada a hacerlo para borrar del mapa su presencia incómoda dentro de la
estrechez de aquella sociedad rural. Fue dotada por su padre para dicho ingreso
cuando, a resultas de una epidemia de tercianas, su madre abandonó este mundo
entre grandes calenturas y mayor preocupación por el futuro de su hija.
Nunca
profesó. Tras tres años de vestir el hábito de las novicias y habiendo recibido
la noticia del fallecimiento de su progenitor y aparente benefactor altruista,
decidió escapar de aquella santa casa donde nunca estuvo a gusto con la
disciplina que le habían impuesto, previa confabulación con un avispado
jardinero quien entrevió la posibilidad de un cómodo y discreto escape para su
sexualidad siempre reprimida.
Venancio
había visto ya pasar cincuenta y cinco primaveras y esa diferencia se le
antojaba una fácil vía de acceso a satisfacciones nunca disfrutadas, amén de
inmediata compañía y seguridad para su ya previsible senectud.
-
Si nos marchamos a mi pueblo, cerca de Puente Genil, no nos faltará acomodo. Tengo
cuatro o cinco fanegas de tierra que heredé de mis abuelos y ellas nos darán
sustento. Como nadie te conoce allí, no tendremos sobresaltos.
-
¿Y qué diremos al cura cuando vayamos a casarnos?
-
Ay, niña, nadie está hablando de casorios. Además, ¿qué falta hace? Si yo seré
como tu esposo y de ti solo demando compañía, diligencia y buen decoro.
-
Por eso, por decoro, no habrá juntamiento
sin bodorrio.
-
Bien, tesoro, ya de eso hablaremos cuando nos organicemos. De momento, vamos a dar
por convenido este arreglito.
En
tierras de Córdoba se instaló la pareja fugitiva. Al marchar furtivamente no
pudo la novicia arrepentida reclamar la dote que entregara su progenitor.
Renunciaba de esa forma a tan exiguo montante de riqueza. No obstante, María de
la C., como ahora gustaba ser llamada, nunca fue mujer de escasos recursos
naturales. Como su provecto amante no parecía ceder a la presión matrimonial,
logró al menos convencerle para hacer creer a todos (los pocos vecinos y
jornaleros del lugar) que eran tío y sobrina, nacida de relación
extramatrimonial de una difunta hermana del ex-jardinero. Si todos o solo
algunos daban crédito a dicha invención, poco importaba. Se arregló la destartalada vivienda
de la finca tras dimes y diretes con algún vecino por cuestión de lindes. Se
restauró el brocal del pozo largamente abandonado, se restableció el cultivo de los olivares y
se recuperó la cría de ganado –ovejas y aves de corral. Dos años más tarde, la
sobrina-amante se había adueñado de la administración y Venancio, satisfecho
con los calores del tálamo ilegítimo, dejaba hacer a quien llamaba “mi bonita
salvaora”.
II
-
¿María de la Consolación?-preguntó el visitante sin apearse de la jaca.
-
Para servir a Dios y a usted.
-
Digo yo, que si no anda por aquí el
Venancio Montoro. Soy el alguacil y vengo de parte del ayuntamiento.
-
El tío marchó al campo esta mañana antes del alba y no suele regresar hasta
media tarde. ¿Puedo ayudar en algo a su merced?
Lentamente
bajó el oficial de su montura, miró en derredor con displicencia y atusando su
grueso bigote gris, dijo a su interlocutora:
-
¿Hace usted misericordia con un pobre sediento?
-
¿Algo de vino o agua fresca del botijo?
-
Mejor de lo primero, digo yo que el agua es para las ranas.
Sentado
junto a una mesa de gruesas y gastadas tablas de olivo que sombreaba un
algarrobo, echó un par de tragos provenientes de un fresco y húmedo pellejo que
ella le alargara.
-
¿Y dices que no vuelve hasta la media tarde, pichoncito?
-
Eso dije, caballero.
-
¿Y te deja siempre sola en lugar tan apartado?
-
No suele haber peligros por estos parajes. Bandoleros y contrabandistas
menudean por otros lugares.
-
No sé yo. No me apartaría tanto de tan rica prenda. Lobos hay en todas partes.
María
de la C. fingió ruborizarse mientras calibró las intenciones del osado
visitante.
-María,
¿es Consolación o es Circuncisión tu verdadero nombre?
Ahora
sí se encendió el color de sus mejillas, pues comprendió al punto la moza el
chantaje al que intentaban someterla.
-
Bien, como nací en la misma fecha en que se recuerda la toma de Granada, debió
mi madre escoger entre Victoria o el de la festividad que la Iglesia aquel día
celebraba, ocho días después de la Natividad. Así, se decidió por el segundo,
dado que pensó sería de mayor originalidad.
-
Ya veo, ¿y te cambiaron el nombre las clarisas?
-
Nunca profesé,-confesó resueltamente la interpelada-por ello no llegué a perder
el nombre- y ya, tomando aquel toro por los cuernos, preguntó:-¿qué más sabe,
su merced, de mi pasado?
-
Poco más, preciosa,- dijo mientras se incorporaba el caballero.- Di al tío
Venancio que alguien del consistorio quiere verle. Quizás alguna oferta quiere
hacerle.- Dicho esto, intentó acercar su boca a la mano de la moza quien, entre
sonrisas rechazó el cumplido.
Ya
de regreso el tío Venancio, no soltó ella prenda sobre los comentarios que le
hiciera el alguacil. Mencionó solo la visita y el cometido que trajera al
visitante. Montoro frunció el ceño sin añadir tampoco un comentario. Aquella
noche no hubo jolgorio sobre el tálamo. Volvió pronto la espalda el labrador y
su pareja tuvo gran dificultad para conciliar el sueño. Sospechaba que algún
día ocurriría. No era fácil mantener tantos secretos. Su oscuro origen, su
escapada del convento, aquella libre unión condenada por la Iglesia: tanta
situación irregular al margen de lo establecido no podía augurar futuro
estable. Algo tendría que hacerse para dar solución a tanto entuerto.
Alrededor
de un mes más tarde, una mañana calurosa, se presentó de nuevo el alguacil:
-
A la paz de Dios, mujer.
-
Que El acompañe a su merced.
-
El caso es que yendo de camino pasaba por estos lugares y pensé: “nunca está de
más saludar a los amigos”, por ello vengo unos instantes. ¿Da usted permiso?
-
Sea bienvenido su merced, aunque mi señor tío está en el campo.
-
No tenga usted cuidado, moza, que soy honesto y buen cristiano.
Nada
sorprendida ante dicha circunstancia (en el fondo siempre supo que aquella
primera visita tendría continuación), se despojó del delantal María
Circuncisión y arrimándose a la jaca acarició su lomo con ternura al tiempo que afirmaba:
-
Bonito animal, ¿desde cuándo lo posee su merced?
-
Este animal podría ser tuyo en el momento en que lo quieras, y el jinete que lo
monta gustoso cambiaría su grupa por la de tan fina jembra.
-
Me sorprende su merced con tan inmerecido halago.
Ya
encendida su viril pasión, desmonto4se el caballero y, acariciando gentilmente
la mejilla de su interlocutora, susurró junto a su oreja:
-
Serías dueña de muchas más cosas si te vienes conmigo al paraíso.
-
¿Sabe por dónde cae eso su merced?
-
Para mí estará donde quiera que tú estés…
Tres
días más tarde, mientras disponía las modestas viandas que constituían el
almuerzo campero de su amante, así dijo a éste María Circuncisión:
-
Me avisan que es momento de trasladar de sitio las cenizas de mi madre, cuya
alma en gloria esté. Por tanto se requiere mi presencia en el camposanto de mi
pueblo. Supongo que dará usted permiso para ausentarme durante dos o tres
jornadas. Ya me ocuparé de dejar todo apañado para que no me eche en falta su
merced.
-
Si solo son un par de días y para cumplir con tan piadosa obligación, puedes ir
con Dios.
-
Gesto que me compromete aún más con mi señor.
Cumplido
el plazo que anunciara la viajera sin que se produjese su regreso, la
suspicacia desplazó de sitio a la confianza en la mente de su otrora seductor,
quien ahora decidió responder a la solicitud del consistorio, y al presentarse
allí conoció de una tacada el reclamo de las cantidades atrasadas que debía
abonar como pechero de aquel censo y, además, la nueva fuga de su amante con el
alguacil.
III
Jardinero, alguacil y pescador,
amorosa trinidad de María Circuncisión
Tres
años después de su segunda fuga hallamos a nuestra heroína firmemente asentada
en la costa almeriense. Aquí llegó del brazo fugitivo de Don Luis, el alguacil,
a quien no más llegar ofrecieron enrolarse para una expedición de bélico
castigo contra los muchos piratas que habitaban Berbería. Poco pudo disfrutar
el improvisado militar de su nueva situación dado que en la primera escaramuza,
tras desembarcar cerca de Orán, hubo de sucumbir ante las armas sarracenas. No
obstante, no quedó del todo mal situada su ahora viuda-concubina. Como fruto de
esta unión habían venido al mundo dos hermosos vástagos: un chico muy moreno y
mofletudo que ahora corría con frecuencia por la arena de la cercana playa, y
un ángel delicado que ascendió al cielo antes del bautismo.
María
Circuncisión, como hemos dicho mujer de amplios recursos, redistribuyó las
estancias de la modesta vivienda próxima a la costa que adquirieran al llegar a
Vera con los exiguos dineros que portara el ex -alguacil y, reservándose dos
aposentos, abrió una tasca (más tarde devenida en suerte de colmao) para vivir sin tener que
dedicarse a tareas de servicio que, por otra parte, no abundaban en la zona.
Poco
tiempo después de su llegada a estas latitudes donde nadie conocía su pasado y
era para todos la viuda de D. Luis de Gámez, honorable caballero que dejó su
vida defendiendo el interés del rey y la seguridad de sus paisanos, conoció
Circuncisión a Paco Clavero, natural de la vecina Garrucha y viudo joven de
antigua familia pescadora. Ambos tuvieron su primer tropiezo una límpida mañana
de mercado mientras descargaba él sus capturas de la jabega en la que
habitualmente faenaba. Ella, avispada,
preguntó precios antes de escoger una merluza.
-
No una, sino dos te doy por cada uno de esos ojos brujos.
-
No creas que van a colar conmigo las tonterías que dices a todas.
-
Lo que yo en ti colaría no te va a resultar ninguna tontería…
Tres
meses después y tras pasar por vicaría, la fortificada iglesia veratense de la
Encarnación fue el marco donde se consolidó el destino de María Circuncisión.
Había nacido a finales del siglo anterior, vivió la entronización de la nueva
dinastía. Su propia biografía parecía desarrollarse al ritmo de los tiempos.
Bélicos aconteceres dieron marco a las inseguridades de su infancia. La
accidental y transitoria unión de sus progenitores nunca hizo presagiar una
existencia estable y regular dentro de una España regida a medias entre la
Inquisición y la Farnesio.
La
mujer del pescador Clavero fue madre entonces de nueva progenie. Bárbara y
Antonia Isabel fueron bautizadas con nombres que reproducían las modas
cortesanas del momento, hecho éste que aún parece repetirse tradicionalmente
entre los ciudadanos donde reina Su
Católica Majestad. Venancio hijo continuaba, en cambio, creciendo en casta y
vigor cual novillo en la dehesa; mas una mañana de triste recordación para su
madre, solicitó permiso para enrolarse en una leva que requería brazos fuertes
y ambiciosos para las naves de su majestad con destino a las posesiones de
ultramar.
-
Hijo, ¿y si enfrascado en cruentas luchas llegaras a perecer en tan lejanas
tierras?
-
Madre, si una tierra es buena para vivir, también lo será para morir.
Enjugó
la madre las lágrimas de sus mejillas y con un beso bendijo su partida.
Realmente nunca había estado a gusto entre los Clavero. Había éste intentado
vanamente interesarlo en las faenas de su oficio, mas no consiguió despertar en
el muchacho el espíritu que anima la dura vida de los pescadores. Cada vez que
el viento rolaba desde el Este, solía
decir: “todos los desastres vienen siempre de Levante”, quizás aludiendo
al hecho de la temprana muerte de su padre.
A
occidente, pues, marchó el chiquillo. Sin saberlo, a tierras donde medraban sus
parientes ignorados. Carrillo de Albornoz era la sangre, que no el apellido, de
su madre y hacia tierras del mítico virreinato del Perú, donde aquellos habían
prosperado, le llevaron las velas del galeón cuyos remos impulsaba con sus
atezados brazos.
María
de la Circuncisión dejó este mundo una deliciosa mañana de las que durante el estío
se disfruta junto a las costas andaluzas. Su oscura sangre, repartida a ambos
lados del Atlántico, fijó texturas en la sociedad del Nuevo Mundo colonial.
© Ramón L. Fernández y Suárez
Historias del Mediterráneo nº 2 por Ramón L. Fernández y Suárez se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
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