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martes, 15 de julio de 2014

Juan Clemente Zenea: Fidelia

Juan Clemente Zenea
(Bayamo, Cuba, 1832 – Cuba, 1871)


¡Bien me acuerdo! ¡Hace diez años

y era una tarde serena!

¡Yo era joven y entusiasta;

pura, hermosa y virgen ella!


Estábamos en un bosque,

sentados sobre una piedra,

mirando, a orillas de un río,

como temblaban las hierbas.


¡Yo no soy el que era entonces,

corazón en primavera,

llama que sube a los cielos,

alma sin culpas ni penas!


¡Tú tampoco eres la misma,

no eres ya la que tú eras;

los destinos han cambiado:

yo estoy triste y tú estás muerta!


La hablé al oído en secreto

y ella inclinó la cabeza;

rompió a llorar como un niño

y yo amé por vez primera.


Nos juramos fe constante,

dulce gozo y paz eterna,

y llevar al otro mundo

un amor y una creencia.


Tomamos, ¡ay!, por testigos

de esta entrevista suprema,

unas aguas que se agotan

y unas plantas que se secan;

nubes que pasan fugaces,

auras que rápidas vuelan,

la música de las hojas

y el perfume de las selvas.


No consultamos entonces

nuestra suerte venidera,

y en alas de la esperanza

lanzamos finas promesas;

no vimos que en torno nuestro

se doblegaban enfermas,

sobre los débiles tallos,

las flores amarillentas;

y en aquel loco delirio

no presumimos siquiera

que yo, al fin, me hallara triste,
¡que tú, al fin, te hallaras muerta!


Después, en tropel alegre,

vinieron bailes y fiestas,

y ella expuso a un mundo vano

su hermosura y su modestia.


La lisonja que seduce

y el engaño que envenena,

para borrar mi memoria

quisieron besar sus huellas;

pero su arcángel custodio

bajó a cuidar su pureza,

y protegió con sus alas
las ilusiones primeras;
conservó sus ricos sueños
y, para gloria más cierta,
en el vaso de su alma
guardó el olor de las selvas,
guardó el recuerdo apacible
de aquella tarde serena;
mirra de santos consuelos,
áloe de la inocencia…


¡Yo no tuve ángel de guarda

y, para colmo de penas,

desde aquel mismo momento

está en eclipse mi estrella;

que en un estrado, una noche,

al grato son de la orquesta,

yo no sé por qué motivo

se enlutaron mis ideas;

sentí un dolor misterioso,

torné los ojos a ella,

presentí lo venidero:
me vi triste y la vi muerta!


Con estos temores vagos

partí a lejanas riberas,

y allá bañé mis memorias

con una lágrima acerba.


Juzgué su amor por el mío,

entibiose mi firmeza,

y en la duda del retorno

olvidé su imagen bella.


Pero al volver a mis playas,

¿qué cosa Dios me reserva?…

¡Un duro remordimiento

y el cadáver de Fidelia!

Baja Arturo al Occidente

bañado en púrpura regia,

y al soplar del manso Alisio

las eolias arpas suenan;

gime el ave sobre un sauce,

perezosa y soñolienta;

se respira un fresco ambiente,
huele el campo a flores nuevas;
las campanas de la tarde
saludan a las tinieblas,
y en los brazos del reposo
se tiende naturaleza…


¡Y tus ojos se han cerrado!

¡Y llegó tu noche eterna,

y he venido a acompañarte

y ya estás bajo la tierra!…

¡Bien me acuerdo!

Hace diez años de aquella santa promesa,

y hoy vengo a cumplir mis votos,

y a verte por vez postrera.


Ya he sabido lo pasado…

Supe tu amor y tus penas,

y hay una voz que me dice

que en tu alma inmortal me llevas.

Mas… lo pasado fue gloria; pero el presente, Fidelia,

el presente es un martirio:

¡yo estoy triste y tú estás muerta!




Siendo Juan Clemente Zenea muy joven, comienza una relación amorosa con la actriz, bailarina y poetisa norteamericana Adah Menken, que llegó a La Habana. A ella le dedicó uno de sus mejores poemas, en forma de romance. 
Es éste que acabáis de leer. 

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