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jueves, 11 de diciembre de 2014

Alejandro Chanes Cardiel: Una historia corriente



                                                                                                                                                              
         Estoy solo y no hay nadie en el espejo.                                                                                                
                                                                                             (Jorge Luís Borges)
                                                                                                                                                                                                                                                             
                                                                                                                                                                              

Con el ceño fruncido en el que se distingue una profunda arruga, un hombre vuelve la espalda al atardecer que penetra por el ventanal. Está en la mitad de la cincuentena y su pelo gris enmarca un rostro anodino. Va hacia  el centro de la estancia donde hay una gran mesa en la que, entre periódicos y hojas medio escritas, emerge, como una torre, una botella de vino ya mediada. La toma en sus manos y hace saltar el corcho que resbala hasta caer al suelo. Llena  un vaso, lo levanta y con una mueca de amargura, brinda con los ecos del silencio que le rodea.

         Se dirige otra vez hacia la ventana y observa el avance del ocaso, mientras con los dedos tamborilea en el cristal. Extrae un libro de una estantería, para, en seguida, volverlo a su sitio. En este ir y venir, da un tropiezo al pisar el corcho que rueda hasta el otro extremo.

Afuera comienzan a extenderse las sombras, enciende una lámpara y el círculo iluminado, resalta la penumbra del resto de la sala. Mueve los labios con susurros ininteligibles. Las agujas del reloj de pared avanzan inexorables y el carillón hace sonar las campanadas. Parece como si el tiempo pasara con lentitud a pesar de sus continuas miradas a la esfera. En el exterior la oscuridad es ya total.

Unos golpes en la puerta detienen su andadura para luego acelerar su marcha hacia la entrada, con un reflejo de esperanza y temor en los ojos. Al abrir, no ve a nadie en los alrededores, baja la cabeza y  entonces, descubre sobre el felpudo un sobre. Lo coge y lee las escuetas palabras estampadas como una sentencia sin apelación: Su mujer le anuncia que le abandona. No sabe si es que se fue con otro o simplemente que se ha aburrido. Es una historia vulgar.

         Un recuerdo le lleva a su pasado. Nunca despuntó en nada, estuvo en la masa amorfa, casi siempre solo aunque detestaba el aislamiento. Después, cuando ya había sobrepasado los cuarenta, conoció a su mujer,  mucho más joven. Aún hoy, no sabe que la hizo fijarse en él, tampoco se lo preguntó. Quiso ignorar lo anterior a conocerla y agarrarse a una esperanza. Por eso la llenó de cariñosa gratitud.

Regresa al salón, esta vez con pasos lentos, estruja el papel como si  tratara de diluir el mensaje y que, al desaparecer,  nunca hubiera existido. Con la mano derecha en la barbilla y la cabeza caída, permanece junto a la mesa. Le abruma la sonoridad del abandono que se extiende por la casa. No se encuentra con fuerzas para aceptar otra vez una soledad no buscada, en la que el yo y el tú se funden en la misma persona y donde el diálogo se convierte en monólogo.

         Un intenso dolor en el pecho le arranca de aquel soliloquio y le paraliza, le cuesta trabajo respirar y el pulso se acelera,  su cuerpo se encoge y se agarra a una silla que, junto con él, cae al suelo; a grandes bocanadas trata de inhalar el aire, sin embargo después de  un último espasmo queda inerte. La luz de la lámpara alumbra la mano que aprieta la bola de papel arrugado.

         Por el ventanal entreabierto, se cuela una canción infantil y junto a la pared, medio oculto en una esquina, está el corcho.

    




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