Estoy
solo y no hay nadie en el espejo.
(Jorge Luís Borges)
Con el ceño fruncido en
el que se distingue una profunda arruga, un hombre vuelve la espalda al atardecer
que penetra por el ventanal. Está en la mitad de la cincuentena y su pelo gris
enmarca un rostro anodino. Va hacia el
centro de la estancia donde hay una gran mesa en la que, entre periódicos y
hojas medio escritas, emerge, como una torre, una botella de vino ya mediada. La
toma en sus manos y hace saltar el corcho que resbala hasta caer al suelo.
Llena un vaso, lo levanta y con una
mueca de amargura, brinda con los ecos del silencio que le rodea.
Se
dirige otra vez hacia la ventana y observa el avance del ocaso, mientras con
los dedos tamborilea en el cristal. Extrae un libro de una estantería, para, en
seguida, volverlo a su sitio. En este ir y venir, da un tropiezo al pisar el corcho
que rueda hasta el otro extremo.
Afuera comienzan a
extenderse las sombras, enciende una lámpara y el círculo iluminado, resalta la
penumbra del resto de la sala. Mueve los labios con susurros ininteligibles.
Las agujas del reloj de pared avanzan inexorables y el carillón hace sonar las
campanadas. Parece como si el tiempo pasara con lentitud a pesar de sus continuas
miradas a la esfera. En el exterior la oscuridad es ya total.
Unos golpes en la puerta
detienen su andadura para luego acelerar su marcha hacia la entrada, con un
reflejo de esperanza y temor en los ojos. Al abrir, no ve a nadie en los
alrededores, baja la cabeza y entonces,
descubre sobre el felpudo un sobre. Lo coge y lee las escuetas palabras
estampadas como una sentencia sin apelación: Su mujer le anuncia que le
abandona. No sabe si es que se fue con otro o simplemente que se ha aburrido.
Es una historia vulgar.
Un
recuerdo le lleva a su pasado. Nunca despuntó en nada, estuvo en la masa
amorfa, casi siempre solo aunque detestaba el aislamiento. Después, cuando ya
había sobrepasado los cuarenta, conoció a su mujer, mucho más joven. Aún hoy, no sabe que la hizo
fijarse en él, tampoco se lo preguntó. Quiso ignorar lo anterior a conocerla y
agarrarse a una esperanza. Por eso la llenó de cariñosa gratitud.
Regresa al salón, esta
vez con pasos lentos, estruja el papel como si tratara de diluir el mensaje y que, al
desaparecer, nunca hubiera existido. Con
la mano derecha en la barbilla y la cabeza caída, permanece junto a la mesa. Le
abruma la sonoridad del abandono que se extiende por la casa. No se encuentra
con fuerzas para aceptar otra vez una soledad no buscada, en la que el yo y el
tú se funden en la misma persona y donde el diálogo se convierte en monólogo.
Un
intenso dolor en el pecho le arranca de aquel soliloquio y le paraliza, le
cuesta trabajo respirar y el pulso se acelera,
su cuerpo se encoge y se agarra a una silla que, junto con él, cae al
suelo; a grandes bocanadas trata de inhalar el aire, sin embargo después
de un último espasmo queda inerte. La
luz de la lámpara alumbra la mano que aprieta la bola de papel arrugado.
Por
el ventanal entreabierto, se cuela una canción infantil y junto a la pared,
medio oculto en una esquina, está el corcho.
Una historia corriente por Alejandro Chanes Cardiel se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
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