Antón Pávlovich Chéjov Osip Braz 1898 |
Vanka fue publicado el 25 de diciembre de 1886 en el periódico ruso Peterburgskaya gazeta.
Vanka
Chukov, un muchacho de nueve años, a quien habían colocado hacía tres meses en
casa del zapatero Alojin para que aprendiese el oficio, no se acostó la noche
de Navidad.
Cuando
los amos y los oficiales se fueron, cerca de las doce, a la iglesia para
asistir a la misa del Gallo, cogió del armario un frasco de tinta y un
portaplumas con una pluma enrobinada, y, colocando ante él una hoja muy
arrugada de papel, se dispuso a escribir.
Antes
de empezar dirigió a la puerta una mirada en la que se pintaba el temor de ser
sorprendido, miró el icono oscuro del rincón y exhaló un largo suspiro.
El
papel se hallaba sobre un banco, ante el cual estaba él de rodillas.
“Querido
abuelo Constantino Makarich -escribió-: Soy yo quien te escribe. Te felicito
con motivo de las Navidades y le pido a Dios que te colme de venturas. No tengo
papá ni mamá; sólo te tengo a ti...
Vanka
miró a la oscura ventana, en cuyos cristales se reflejaba la bujía, y se
imaginó a su abuelo Constantino Makarich, empleado a la sazón como guardia
nocturno en casa de los señores Chivarev. Era un viejecito enjuto y vivo,
siempre risueño y con ojos de bebedor. Tenía sesenta y cinco años. Durante el
día dormía en la cocina o bromeaba con los cocineros, y por la noche se paseaba,
envuelto en una amplia pelliza, en torno de la finca, y golpeaba de vez en
cuando con un bastoncillo una pequeña plancha cuadrada, para dar fe de que no
dormía y atemorizar a los ladrones. Lo acompañaban dos perros: Canelo y
Serpiente. Este último se merecía su nombre: era largo de cuerpo y muy astuto,
y siempre parecía ocultar malas intenciones; aunque miraba a todo el mundo con
ojos acariciadores, no le inspiraba a nadie confianza. Se adivinaba, bajo
aquella máscara de cariño, una perfidia jesuítica.
Le
gustaba acercarse a la gente con suavidad, sin ser notado, y morderla en las
pantorrillas. Con frecuencia robaba pollos de casa de los campesinos. Le
pegaban grandes palizas; dos veces había estado a punto de morir ahorcado; pero
siempre salía con vida de los más apurados trances y resucitaba cuando lo
tenían ya por muerto.
En
aquel momento, el abuelo de Vanka estaría, de fijo, a la puerta, y mirando las
ventanas iluminadas de la iglesia, embromaría a los cocineros y a las criadas,
frotándose las manos para calentarse. Riendo con risita senil les daría vaya a
las mujeres.
¿Quiere
usted un polvito? -les preguntaría, acercándoles la tabaquera a la nariz.
Las
mujeres estornudarían. El viejo, regocijadísimo, prorrumpiría en carcajadas y
se apretaría con ambas manos los ijares.
Luego
les ofrecería un polvito a los perros. El Canelo estornudaría, sacudiría la
cabeza, y, con el gesto huraño de un señor ofendido en su dignidad, se
marcharía. El Serpiente, hipócrita, ocultando siempre sus verdaderos sentimientos,
no estornudaría y menearía el rabo.
El
tiempo sería soberbio. Habría una gran calma en la atmósfera, límpida y fresca.
A pesar de la oscuridad de la noche, se vería toda la aldea con sus tejados
blancos, el humo de las chimeneas, los árboles plateados por la escarcha, los
montones de nieve. En el cielo, miles de estrellas parecerían hacerle alegres
guiños a la Tierra. La Vía Láctea se distinguiría muy bien, como si, con motivo
de la fiesta, la hubieran lavado y frotado con nieve...
Vanka,
imaginándose todo esto, suspiraba.
Tomó
de nuevo la pluma y continuó escribiendo:
«Ayer
me pegaron. El maestro me cogió por los pelos y me dio unos cuantos correazos
por haberme dormido arrullando a su nene. El otro día la maestra me mandó
destripar una sardina, y yo, en vez de empezar por la cabeza, empecé por la
cola; entonces la maestra cogió la sardina y me dio en la cara con ella. Los
otros aprendices, como son mayores que yo, me mortifican, me mandan por vodka a
la taberna y me hacen robarle pepinos a la maestra, que, cuando se entera, me
sacude el polvo. Casi siempre tengo hambre. Por la mañana me dan un mendrugo de
pan; para comer, unas gachas de alforfón; para cenar, otro mendrugo de pan.
Nunca me dan otra cosa, ni siquiera una taza de té. Duermo en el portal y paso
mucho frío; además, tengo que arrullar al nene, que no me deja dormir con sus
gritos... Abuelito: sé bueno, sácame de aquí, que no puedo soportar esta vida.
Te saludo con mucho respeto y te prometo pedirle siempre a Dios por ti. Si no
me sacas de aquí me moriré.»
Vanka
hizo un puchero, se frotó los ojos con el puño y no pudo reprimir un sollozo.
«Te
seré todo lo útil que pueda -continuó momentos después-. Rogaré por ti, y si no
estás contento conmigo puedes pegarme todo lo que quieras. Buscaré trabajo,
guardaré el rebaño. Abuelito: te ruego que me saques de aquí si no quieres que
me muera. Yo escaparía y me iría a la aldea contigo; pero no tengo botas, y
hace demasiado frío para ir descalzo. Cuando sea mayor te mantendré con mi
trabajo y no permitiré que nadie te ofenda. Y cuando te mueras, le rogaré a
Dios por el descanso de tu alma, como le ruego ahora por el alma de mi madre.
Moscú
es una ciudad muy grande. Hay muchos palacios, muchos caballos, pero ni una
oveja. También hay perros, pero no son como los de la aldea: no muerden y casi
no ladran. He visto en una tienda una caña de pescar con un anzuelo tan hermoso
que se podrían pescar con ella los peces más grandes. Se venden también en las
tiendas escopetas de primer orden, como la de tu señor. Deben costar muy caras,
lo menos cien rublos cada una. En las carnicerías venden perdices, liebres,
conejos, y no se sabe dónde los cazan.
Abuelito:
cuando enciendan en casa de los señores el árbol de Navidad, coge para mí una
nuez dorada y escóndela bien. Luego, cuando yo vaya, me la darás. Pídesela a la
señorita Olga Ignatievna; dile que es para Vanka. Verás cómo te la da.»
Vanka
suspira otra vez y se queda mirando a la ventana. Recuerda que todos los años,
en vísperas de la fiesta, cuando había que buscar un árbol de Navidad para los
señores, iba él al bosque con su abuelo. ¡Dios mío, qué encanto! El frío le
ponía rojas las mejillas; pero a él no le importaba. El abuelo, antes de
derribar el árbol escogido, encendía la pipa y decía algunas chirigotas acerca
de la nariz helada de Vanka. Jóvenes abetos, cubiertos de escarcha, parecían,
en su inmovilidad, esperar el hachazo que sobre uno de ellos debía descargar la
mano del abuelo. De pronto, saltando por encima de los montones de nieve,
aparecía una liebre en precipitada carrera. El abuelo, al verla, daba muestras
de gran agitación y, agachándose, gritaba:
-¡Cógela,
cógela! ¡Ah, diablo!
Luego
el abuelo derribaba un abeto, y entre los dos lo trasladaban a la casa
señorial. Allí, el árbol era preparado para la fiesta. La señorita Olga
Ignatievna ponía mayor entusiasmo que nadie en este trabajo. Vanka la quería
mucho. Cuando aún vivía su madre y servía en casa de los señores, Olga
Ignatievna le daba bombones y le enseñaba a leer, a escribir, a contar de uno a
ciento y hasta a bailar. Pero, muerta su madre, el huérfano Vanka pasó a formar
parte de la servidumbre culinaria, con su abuelo, y luego fue enviado a Moscú,
a casa del zapatero Alajin, para que aprendiese el oficio...
«¡Ven,
abuelito, ven! -continuó escribiendo, tras una corta reflexión, el muchacho-.
En nombre de Nuestro Señor te suplico que me saques de aquí. Ten piedad del
pobrecito huérfano. Todo el mundo me pega, se burla de mí, me insulta. Y,
además, siempre tengo hambre. Y, además, me aburro atrozmente y no hago más que
llorar. Anteayer, el ama me dio un pescozón tan fuerte que me caí y estuve un
rato sin poder levantarme. Esto no es vivir; los perros viven mejor que yo...
Recuerdos a la cocinera Alena, al cochero Egorka y a todos nuestros amigos de
la aldea. Mi acordeón guárdalo bien y no se lo dejes a nadie. Sin más, sabes
que te quiere tu nieto
VANKA CHUKOV
Ven
en seguida, abuelito.»
Vanka
plegó en cuatro dobleces la hoja de papel y la metió en un sobre que había
comprado el día anterior. Luego, meditó un poco y escribió en el sobre la
siguiente dirección:
«En la aldea, a mi abuelo.»
Tras
una nueva meditación, añadió:
«Constantino
Makarich.»
Congratulándose de haber escrito la
carta sin que nadie lo estorbase, se puso la gorra, y, sin otro abrigo, corrió
a la calle.
El
dependiente de la carnicería, a quien aquella tarde le había preguntado, le
había dicho que las cartas debían echarse a los buzones, de donde las recogían
para llevarlas en troika a través del mundo entero.
Vanka
echó su preciosa epístola en el buzón más próximo...
Una
hora después dormía, mecido por dulces esperanzas.
Vio
en sueños la cálida estufa aldeana. Sentado en ella, su abuelo les leía a las
cocineras la carta de Vanka. El perro Serpiente se paseaba en torno de la
estufa y meneaba el rabo...
Dame tu opinión pulsando una estrella.
Gracias.
Fuentes:
Ciudad Seva
Wikipedia, la enciclopedia libre
No hay comentarios:
Publicar un comentario