Esto era una vez un Gran pueblo o Pueblo grande, muy bonito.
Al lado del mar, tenía una inmensa playa
a veces dorada a veces blanca; una montaña verde, fresca y poblada de árboles
dónde vivían aves y mamíferos, reptiles y coleópteros todos de gran belleza. El
pueblo situado entre el mar y el monte era muy antiguo. En él habitaban gentes
alegres y festivas.
Estas gentes aun
perteneciendo desde primitivas generaciones al lugar, eran muy diferentes,
aunque nunca estuvo realmente claro si lo eran o se veían ellos así. Había rubios y morenos, sabios y necios, altos
y bajos… Sus oficios iban desde el pescador de caña, hasta el patrón pesquero;
escaladores de montañas, cazadores… y por supuesto, ricos y pobres. La variedad de sus habitantes era una característica
que llevaban con orgullo. Pero había otra diferencia que igualaba a la par que
dividía a sus pobladores. De entre ellos había unos que tenían una oreja rosa y
la otra verde, mientras que otros tenían una oreja rosa y la otra
amarilla; así pues, amén de sus muchas
diferencias, esencialmente estaban divididos en los de “la oreja verde” y la
“oreja amarilla”.
Cada dos o tres generaciones se organizaba un conflicto entre
los dos grupos, llegando a la violencia más atroz, pues cuando se ponían eran
violentos y crueles como solo los hombres pueden llegar a ser. Cuando dejaban
por fin las armas, quedaba la población traumatizada, algunos huían del pueblo con mucho dolor, pensando que pronto volverían a “su patria”. Pero nunca volvían.
Esta singularidad del pabellón auditivo se transmitía de
padres a hijos, salvo honrosas excepciones en las que algún hijo de oreja verde, acababa con la oreja amarilla y
viceversa.
Cada grupo orejero se creía en posesión de la razón y la
verdad y en el fondo de su corazón creía que los de la otra oreja eran
esencialmente malos. Los grandes filósofos creían que todos tenían una parte de
acierto y otra de error, se perdían en discusiones y nunca llegaban a ponerse
de acuerdo, pues no escapaban tampoco a la diferencia de oreja.
Los grandes alcaldes y
fuerzas vivas del pueblo solían ser siempre los de la oreja amarilla, pues se
sentían más fuertes por creer que los grandes espíritus también tenían una
oreja amarilla, como ellos.
Si ocurría algún siniestro o tragedia se echaban la culpa
unos a otros. Se formaban opiniones, se llegaba a conclusiones, se tramaban
intrigas y especulaciones. Transformando
la realidad a conveniencia. Sólo una minoría clarividente miraba un poco
más allá y llegaba a percibir las evidencias, pero a éstos se les calificaba de
orejas de otro color.
Transcurriendo una época larga de convivencia pacífica, se
entretenían en remarcar otras diferencias como, rubios y morenos, sabios y necios, altos y
bajos. Con estas disputas camuflaban aquello que constituía históricamente una
diferencia que querían olvidar.
En este tiempo las
fuerzas vivas dieron en construir castillos alrededor del pueblo; empezaron a
surgir torres con almenas que iban rodeando el núcleo de la gran población.
También hacia la montaña, para ello era necesario cortar grandes cantidades de
árboles, matorrales y predios. La playa se iba llenando también de castillos.
Todos los habitantes trabajaban con entusiasmo ya que percibían una buena
soldada, pero no eran suficientes.
Empezaron a llega al
pueblo gentes de lugares lejanos,
atraídos por la buena cosecha castillera. Pronto el pueblo se encontró con
nuevos pobladores con otras diferencias,
no tenían las orejas de dos tonos,
pero eran de una gran diversidad y colorido
distinto a los habitantes. Estaban contentos
parecía que la idea de rodear y llenar el pueblo de castillos era buena para
todos. Las mejores gentes del lugar solían llevar siempre las orejas tapadas
con objeto de no verse ni ver diferentes o contrarios a amigos y compañeros.
Todo iba bien.
Pero los días pasaban
y… algunos castillos iban quedando abandonados, no había gente para tanta
almena, empezaron a caerse las piedras de las torres lentamente, ya que se habían elevado con demasiada
rapidez, hasta que llegaron a verse torres caídas. Otros eran
desvalijados por los bandidos, que no se sabía bien quiénes eran. Unos decían
que eran los malos que habían llegado de lejanos países, otros que los de la
oreja verde, también se hablaba de que podía ser gente pobre de no importa qué
procedencia que desesperados robaban, pues ya se había acabado el trajín de
levantar castillos y con él la percepción de buena soldada.
¡Ay! Ante tanta calamidad, comenzó a aparecer de nuevo la
diferencia que había permanecido apenas oculta. Los de la oreja amarilla culpaban
del desastre a los de la oreja verde, llegando momentos de gran confusión.
Mientras, los nuevos habitantes de colorido y diversidad desigual, crecían y se multiplicaban llenando calles,
tiendas, casas…
Los de la oreja amarilla y los de la oreja verde cada vez
eran menos, poco proclives a la descendencia en este tiempo confuso, en el que
había poca labor y menos remuneración. No había pesca, no había caza, ni
árboles en el monte. ¡Tronaban sus trompetas apocalípticas! unos y otros. Mientras los nuevos habitantes del pueblo, indiferentes
a los alaridos y clamores de orejas
verdes y orejas amarillas, seguían
su trajinar como hormiguitas que buscan
las migas derramadas en la mesa vacía de un gran banquete que terminó. Vivían y
repoblaban el lugar sin oír más que lo que ellos mismos se decían.
El tiempo es inexorable, unos vienen y otras van. Poco a poco
iban quedando las orejas bicolores rancias y escasas. Al cabo de los años eran una minoría marginal
en extinción y el llamado Gran pueblo o Pueblo grande estaba poblado por otras
gentes de diverso colorido; sus grandes
espíritus no tenían orejas.
La historia termina, cuando quedó extinguida la raza de los “orejas
verdes y orejas amarillas”. Los otros fueron felices y comieron perdices. Y
les dieron con el plato en las narices. Y
colorín colorado este cuento se ha acabado.
© Mª Paz Horcajuelo Torres
Esto era una vez por Mª Paz Horcajuelo Torres se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Muy bonito Paz, efectivamente esas cosas ocurren, pero a los mejor los orejas verdes y amarillas no fueron lo sinceros que debieron y cargaron al resto su responsabilidad, luego es fácil dar con la puerta en las narices, pero lo perdieron todo.
ResponderEliminarGracias Marisa, en realidad los cuentos terminan siempre así: fueron felices comieron perdices y nos dieron con el plato en las narices (plato y no puerta) y colorín colorado.... etc.
ResponderEliminarNo es más que una forma de terminar con un poco de humor.
Lo se Paz, pero me gusta más que fueron felices y comieron perdices, dar con la puerta en las narices es un poco violento, pero está perfecto, como siempre
EliminarHay un trasfondo curioso en el cuento, en especial por su posible semejanza a un tiempo real sin citar un lugar en concreto. Tiene razón la autora, cuando dice -y no es un cuento- que los seres humanos podemos llegar a ser poseedores de una violencia atroz, cruel, como solo la raza humana puede llegar a ser. El punto discrepante puede estar en el color de cada oreja, como de hecho es en la actualidad el color de la piel; esta circunstancia a unos une y a otros divide, e igualmente ocurre respecto a militar en una política concreta, un credo o un laicismo, que causa enormes abismos entre la propia humanidad. Los hay que intentan hacer puentes, salvar obstáculos y promover de forma vehemente la más pacífica convivencia. Pero no es posible, porque en realidad vienen otros a modificar esa filosofía existencial con tal de imponer otro planteamiento distinto; y es éste, igual a otro que hubo, o semejante al presente, o el que está por venir; cerrándonos nuestras mejores oportunidades, colectivas o individuales, para darnos a unos y otros con la puerta en las narices.
ResponderEliminarGracias P.M. Ortega, sólo es una fábula con su punto de ironía y algo de humor, una fantasía.
ResponderEliminarVamos a tender puentes y olvidar la puerta que no es puerta sino plato.