Se sentía feliz con la
perspectiva de unas vacaciones en esa playa que conocía desde su niñez. Estudiaba
magisterio en la capital y su padre le había dicho que tomara el tren que él estaría
en la estación esperándola. Evitar los calores del verano en el Caribe bien se
merecía, en aquella época, los años veinte, el trajín de un viaje en carreta
tirada por dos bueyes.
Preparó su pequeña maleta, puso el reloj despertador en hora y se acostó temprano para que amaneciera lo más rápido posible.
Pronto se reunió en sueños con sus amigas e hicieron un corro sentadas en el suelo del portal de su casa. Todas hablaban a la vez comentando todos esos pequeños sucesos que a las jóvenes les parecen enormes aventuras. Y como ocurre en todos los sueños no supo en qué momento vio venir a dos mujeres hablando de forma acalorada. La morena le decía a la rubia que dejara en paz a su marido y la otra le contestaba que estaba loca imaginando lo que no era, caminaban hacia el muelle y llegaron a la punta. Seguían discutiendo. Hasta que en un momento dado la morena cogió a la rubia por los pelos, la zarandeó y la tiró al mar. La otra que no sabía nadar se estaba ahogando cuando Luz despertó sobresaltada.
Miró el reloj y solo eran las dos de
El tren la llevó hasta donde la esperaba su padre. Y traqueteando por aquellos caminos llegaron a la playa Dayaniguas.
Besos, abrazos y al mar a darse el primer chapuzón, risas, competiciones, hasta que manteniéndose a flote con los pies hicieron un corro para hablar de sus cosas. Luz palideció. Una mujer morena venía caminando por la calle y sus amigas le contaron en voz baja, en susurro, que la tarde anterior esa misma mujer había tirado al agua a una mujer rubia que casi se había ahogado. No eran del pueblo y nadie las conocía. La rubia después de que le hicieran los primeros auxilios, se marchó en la última carreta que había salido de la playa y al marido de la morena no se le había vuelto a ver.
(C) Marieta Alonso Más
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