Paseo de la Castellana. Torre Picasso Taxis de Madrid |
Una mañana de verano como otra cualquiera, Andrés como cada día se levantó a las cinco, soñoliento y algo mareado se tomó un café con galletas y salió a la calle en busca del taxi que tenía aparcado a la vuelta de la esquina. Un frescor agradable le sacudió la cara, respiró hondo para aprovechar el suave clima de la madrugada pues se avecinaba un día más de ola de calor sahariano en la ciudad. De caminar lento y cabizbajo con su inseparable gorra chispera a rayas, la camisa amarilla clara y el pantalón ancho color beige, subió al coche, arrancó y tranquilamente, se dirigió a la Avenida donde habría de conducir en busca de pasajeros escoltado por otros compañeros que transitaban a la misma hora por el mismo lugar. Pasaban las horas y subía la temperatura, apenas un par de clientes, trayectos cortos. El aire acondicionado refrescante acababa siendo irritante a medida que transcurría la mañana.
Se dirigió por
la autovía hacia las zonas más cercanas al aeropuerto. Los últimos días había
comprobado que en ese lugar cada poco tiempo salía algún cliente, se detuvo
junto a un hotel, efectivamente, no habían pasado quince minutos cuando salió
una pareja; le hicieron una señal, entonces se percató de que había otro taxi detrás del suyo. La pareja se
dirigió hacia su coche y Andrés salió a coger las maletas, se agachó y agarró
el asa de la maleta. En ese momento una mano le sujetó con fuerza el brazo;
ante él se erguía el conductor del taxi aparcado detrás gritándole:
-¡Suelta
esa maleta!-, mientras continuaba apretando y tirando de su mano para que la
soltara.
-¿Por
qué? ¡Yo he llegado antes que tú!- le respondió Andrés, contrayendo los
músculos de la cara en un gesto de rabia.
El otro
hombre, de unos cincuenta años más corpulento que él, el cinturón del pantalón
oscuro abrochado por debajo de un inmenso vientre, la camisa clara abierta por
arriba, dejaba ver una cadena de oro, algo de pelo cano tras la calva. La cara
redonda, la boca torcida entreabierta en un gesto fiero y provocador, gafas de
sol de montura dorada. Agarró la maleta
que Andrés había soltado y con voz bronca e imperiosa le espetó:
-¡Tú no tienes
que estar aquí!
-¿Y tú sí?
¿Qué pasa? ¿Qué eres el amo de la calle?-, respondió Andrés.
-Somos varios
los que te observamos desde hace días, ¡un día de estos te vas a enterar!-, le
gritó amenazante el susodicho, a lo que Andrés respondió:
-¡Ya… ¿Qué… sois una mafia?
Con disimulo,
Andrés había cogido el espray defensivo de pimienta, escondiéndole a la espalda
con las dos manos atrás, en espera de que el colega oponente se quitara las
gafas de sol para rociarle los ojos.
Pero no se
quitaba las gafas, se había dado cuenta de la maniobra de Andrés y seguía
amenazando:
-¡Vamos ahí
detrás, que no hay nadie y nos vemos las caras!
A las puertas
del hotel, había ya un grupo de personas con sus maletas, testigos mudos de la
disputa, en espera de que acabara para subir al taxi.
-¿Y qué? ¿Me vas a matar tú, grandullón?
El hombre se
llevó la maleta y acabó la discusión repitiendo su amenaza:
- ¡Cómo te
volvamos a ver por aquí, te vamos a dar!
Metió la
maleta en su maletero; los clientes le siguieron en silencio y se subieron a su
taxi. Andrés, ciego de rabia, cogió el equipaje de una mujer que había llegado
durante la discusión, mientras miraba
fijamente a través de los cristales de sus gafas, el coche del compañero, intentando memorizar la
matrícula y el modelo. Uno tras otro arrancaron saliendo de allí con un fuerte
acelerón.
La mujer que
se había sentado en el asiento trasero, apenas esbozó el nombre de la estación
de tren a donde se dirigía. Andrés conducía rápido y exaltado. En el interior
del vehículo había un silencio tenso.
Después de dejar a la pasajera en la Estación de Chamartín, quitó el cartel de
“LIBRE” y se dirigió a toda la velocidad que le permitían el tráfico y los
semáforos a su barrio, debía dejar ese coche a medio día y coger otro, tal como
estaba estipulado según los turnos y normas establecidas por el jefe. Aprovechó
para subir a su casa, refrescarse un poco, ir al servicio y tomarse el segundo
café, después salió a la calle en busca del segundo coche. Ahora caminaba más
deprisa, calle abajo por la acera, la mochila a la espalda, la cabeza baja con
su gorra de chispero; el rostro contraído por la furia y el resentimiento hacia
el colega con el que había estado a
punto de pegarse y hacia todos los seres humanos en general, maquinando una
venganza tremenda, acorde con la rabia que sentía y que le tensaba todo los
músculos del cuerpo.
Iba a cruzar
la calle cuando oyó una voz familiar: -¡Eh, Andrés!
Levantó la
cabeza y vio a Lucía que se acercaba.
–¡Hola
Andrés!-, le saludó sonriente. -Ya tienes la plancha arreglada, baja a por ella
luego-; fue la respuesta al saludo de la mujer sin alterar el gesto que le contraía
la cara, el entrecejo fruncido, la boca apretada, las comisuras caídas en una
mueca dolorida y asqueada reflejo de la cólera reprimida. Lucía se dio cuenta
de que no estaba muy bien, eran vecinos y amigos de la infancia.
–Te acompaño-
le dijo, -Bajaré a tu casa por la tarde, a última hora a por la plancha- y siguieron caminando bajando la cuesta de la
Calle de Matarredonda, al momento Andrés comenzó a contar a Lucía la movida que
había tenido por la mañana con el otro taxista.
-¡Esto no se va a quedar así!, prosiguió, - ¡ese
tío se va a enterar, voy a buscarle por todas partes hasta que le encuentre!
Lucia no salía de su asombro,
haciéndose cruces como tenía por costumbre ante cualquier cosa que, como solía
decir, estuviera fuera del sentido común.
Se acercaban al coche y Andrés continuaba con sus amenazas: -¡Cuando le
encuentre voy a romperle el coche!-, dijo en un arrebato de ira, a modo de
desahogo. Ella se propuso apaciguar su enojo, por mucho que estuviera
justificado para él.
-Cálmate, mañana
lo verás de otra manera. No vuelvas por allí, no merece la pena complicarse la
vida… ve tranquilo ahora a terminar la jornada, no te conviene ir tenso y
nervioso. Le dio un beso en la mejilla como medicina,
tal como se le da a un niño para aplacar su llanto.
Andrés sonrió,
su rostro se ablandó y desaparecieron las arrugas que encogían su rostro. Se
sentó en el coche, ella levantó su mano como penúltima despedida. La miró
mientras se alejaba con su caminar rítmico y algo lento, en eso se parecían, su pantalón corto por encima de la rodilla, los
rizos de su pelo rozándole apenas los hombros y la blusa blanca plegándose cadenciosa en su espalda. Se acomodó en el asiento y al
tiempo que arrancaba dio un hondo suspiro, lleno su pecho de aire y sintió como
se ensanchaba su cuerpo desde las piernas hasta la cara, como si todos sus
músculos se expandieran después de haber estado largo tiempo aprisionados.
Lentamente arrancó el taxi deslizándose por el ardiente asfalto del medio día.
Madrid Capital por Mª Paz Horcajuelo Torres se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
© Mª Paz Horcajuelo Torres
Antiguos colores de los taxis de Madrid |
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