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jueves, 3 de septiembre de 2015

Mª Paz Horcajuelo Torres: Madrid Capital



Paseo de la Castellana. Torre Picasso
Taxis de Madrid



Una mañana de verano como otra cualquiera, Andrés como cada día se levantó a las cinco, soñoliento y algo mareado se tomó un café  con galletas y salió a la calle en busca del taxi que tenía aparcado a la vuelta de la esquina. Un frescor agradable le sacudió la cara, respiró hondo para aprovechar el suave clima de la madrugada pues se avecinaba un día más de ola de calor sahariano en la ciudad.  De caminar lento y cabizbajo con su inseparable gorra chispera a rayas, la camisa amarilla clara y el pantalón ancho color beige,  subió  al coche, arrancó y tranquilamente, se dirigió a la Avenida donde habría de conducir en busca de pasajeros escoltado por otros compañeros que transitaban a la misma hora por el mismo lugar.  Pasaban las horas y subía la temperatura, apenas un par de clientes, trayectos cortos. El aire acondicionado refrescante acababa siendo irritante a medida que transcurría la mañana.

Se dirigió por la autovía hacia las zonas más cercanas al aeropuerto. Los últimos días había comprobado que en ese lugar cada poco tiempo salía algún cliente, se detuvo junto a un hotel, efectivamente, no habían pasado quince minutos cuando salió una pareja; le hicieron una señal, entonces se percató de que había  otro taxi detrás del suyo. La pareja se dirigió hacia su coche y Andrés salió a coger las maletas, se agachó y agarró el asa de la maleta. En ese momento una mano le sujetó con fuerza el brazo; ante él se erguía el conductor del taxi aparcado detrás  gritándole:

                -¡Suelta esa maleta!-, mientras continuaba apretando y tirando de su mano para que la soltara.
 
                -¿Por qué? ¡Yo he llegado antes que tú!- le respondió Andrés, contrayendo los músculos de la cara en un gesto de rabia.

El otro hombre, de unos cincuenta años más corpulento que él, el cinturón del pantalón oscuro abrochado por debajo de un inmenso vientre, la camisa clara abierta por arriba, dejaba ver una cadena de oro, algo de pelo cano tras la calva. La cara redonda, la boca torcida entreabierta en un gesto fiero y provocador, gafas de sol de montura dorada.  Agarró la maleta que Andrés había soltado y con voz bronca e imperiosa le espetó:

-¡Tú no tienes que estar aquí!

-¿Y tú sí? ¿Qué pasa? ¿Qué eres el amo de la calle?-, respondió  Andrés.

-Somos varios los que te observamos desde hace días, ¡un día de estos te vas a enterar!-, le gritó amenazante el susodicho, a lo que Andrés respondió:

-¡Ya… ¿Qué…  sois una mafia?

Con disimulo, Andrés había cogido el espray defensivo de pimienta, escondiéndole a la espalda con las dos manos atrás, en espera de que el colega oponente se quitara las gafas de sol para rociarle los ojos.

Pero no se quitaba las gafas, se había dado cuenta de la maniobra de Andrés y seguía amenazando:

-¡Vamos ahí detrás, que no hay nadie y nos vemos las caras!

A las puertas del hotel, había ya un grupo de personas con sus maletas, testigos mudos de la disputa, en espera de que acabara para subir al taxi.

-¿Y qué?  ¿Me vas a matar tú, grandullón?

El hombre se llevó la maleta y acabó la discusión repitiendo su amenaza: 

- ¡Cómo te volvamos a ver por aquí, te vamos a dar!

Metió la maleta en su maletero; los clientes le siguieron en silencio y se subieron a su taxi. Andrés, ciego de rabia, cogió el equipaje de una mujer que había llegado durante la discusión,  mientras miraba fijamente a través de los cristales de sus gafas, el coche del compañero, intentando memorizar la matrícula y el modelo. Uno tras otro arrancaron saliendo de allí con un fuerte acelerón.

La mujer que se había sentado en el asiento trasero, apenas esbozó el nombre de la estación de tren a donde se dirigía. Andrés conducía rápido y exaltado. En el interior del vehículo había  un silencio tenso. Después de dejar a la pasajera en la Estación de Chamartín, quitó el cartel de “LIBRE” y se dirigió a toda la velocidad que le permitían el tráfico y los semáforos a su barrio, debía dejar ese coche a medio día y coger otro, tal como estaba estipulado según los turnos y normas establecidas por el jefe. Aprovechó para subir a su casa, refrescarse un poco, ir al servicio y tomarse el segundo café, después salió a la calle en busca del segundo coche. Ahora caminaba más deprisa, calle abajo por la acera, la mochila a la espalda, la cabeza baja con su gorra de chispero; el rostro contraído por la furia y el resentimiento hacia el colega con el que había estado a punto de pegarse y hacia todos los seres humanos en general, maquinando una venganza tremenda, acorde con la rabia que sentía y que le tensaba todo los músculos del cuerpo.

Iba a cruzar la calle cuando oyó una voz familiar: -¡Eh, Andrés!

Levantó la cabeza y vio a Lucía que se acercaba.

–¡Hola Andrés!-, le saludó sonriente. -Ya tienes la plancha arreglada, baja a por ella luego-; fue la respuesta al saludo de la mujer sin alterar el gesto que le contraía la cara, el entrecejo fruncido, la boca apretada, las comisuras caídas en una mueca dolorida y asqueada reflejo de la cólera reprimida. Lucía se dio cuenta de que no estaba muy bien, eran vecinos y amigos de la infancia.

–Te acompaño- le dijo, -Bajaré a tu casa por la tarde, a última hora  a por la plancha- y  siguieron caminando bajando la cuesta de la Calle de Matarredonda, al momento Andrés comenzó a contar a Lucía la movida que había tenido por la mañana con el otro taxista.

                 -¡Esto no se va a quedar así!, prosiguió, - ¡ese tío se va a enterar, voy a buscarle por todas partes hasta que le encuentre!

Lucia no salía de su asombro, haciéndose cruces como tenía por costumbre ante cualquier cosa que, como solía decir, estuviera fuera del sentido común.  Se acercaban al coche y Andrés continuaba con sus amenazas: -¡Cuando le encuentre voy a romperle el coche!-, dijo en un arrebato de ira, a modo de desahogo. Ella se propuso apaciguar su enojo, por mucho que estuviera justificado para él.

-Cálmate, mañana lo verás de otra manera. No vuelvas por allí, no merece la pena complicarse la vida… ve tranquilo ahora a terminar la jornada, no te conviene ir tenso y nervioso. Le dio un beso en la mejilla como  medicina,  tal como se le da a un niño para aplacar su llanto.

Andrés sonrió, su rostro se ablandó y desaparecieron las arrugas que encogían su rostro. Se sentó en el coche, ella levantó su mano como penúltima despedida. La miró mientras se alejaba con su caminar rítmico y algo lento, en eso se parecían, su  pantalón corto por encima de la rodilla, los rizos de su pelo rozándole apenas los hombros y la blusa blanca plegándose  cadenciosa en  su espalda. Se acomodó en el asiento y al tiempo que arrancaba dio un hondo suspiro, lleno su pecho de aire y sintió como se ensanchaba su cuerpo desde las piernas hasta la cara, como si todos sus músculos se expandieran después de haber estado largo tiempo aprisionados. Lentamente arrancó el taxi deslizándose por el  ardiente asfalto del medio día.



© Mª Paz Horcajuelo Torres

Antiguos colores de los taxis de Madrid

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