Los tiempos que corrían eran revueltos. Los católicos estaban cercando la ciudad de Amberes, y toda la guardia estaba apostada en los lugares estratégicos de defensa. Pero como decía Hubertus Van der Loes el mal nunca duerme, y al no poder ir a luchar contra ellos, pues un accidente le había dejado el brazo izquierdo inerte, decidió que asumiría la defensa de las calles de malhechores y pillos.
Existía un gran secreto, casi un misterio
en torno al accidente que le dejó inválido, las malas lenguas decían que se lo
rompió a causa de una desafortunada caída desde una ventana, huyendo de un
marido celoso, aunque él afirmaba que fue en un duelo contra el Duque de
Antioquia por defender el honor de una dama. Fuese como fuese, el señor Van der
Loes, no podía levantar el brazo ni para mesarse la barba.
Esa noche, henchido de amor patrio y
responsabilidad de mantener su ciudad en orden, habló con su amigo Johannes
Vrier, y acordaron reclutar a los hombres que estuvieran disponibles, muchos de
ellos mayores para el servicio de las armas, para ejecutar su plan. Johannes
Vrieer, siempre se sintió un militar frustrado, pues su familia, aunque noble,
no muy próspera, le dedicó a la Iglesia, vocación a la que no se sentía llamado
y gracias a un matrimonio por amor con una rica heredera, pudo abandonar la
santa institución y dedicarse a administrar, con muy buen tino, las propiedades
de su esposa. Pero siempre le había quedado la amargura de no haber podido
llevar a cabo ninguna acción militar, pero sus circunstancias se lo impidieron,
por lo que ahora, instigado por su amigo Hubertus, vieron ambos la oportunidad
de organizar un pequeño ejercito, con banda de música, arcabuces y lanceros,
convencidos de la importante misión que iban a cumplir. Lo único que exigieron
a los participantes es que se vistieran con sus mejores galas, pues la
apariencia de respetabilidad y valor era tan o más importante que la
respetabilidad y el valor en sí mismos.
Cuando ya estaban engalanados y dispuestos
a empezar su ronda de vigilancia, Johannes con una banda al pecho, que su mujer
le hizo con un resto de cortinaje y Hubertus con el traje de gala de su
presentación en la Corte, y el arcabuz, sujeto al brazo inerte con unas cuerdas
poco visibles, se reunieron secretamente en un aposento alejado del centro,
perteneciente a la fabrica de cervezas de la mujer de Johannes.
Cuando ambos amigos, comenzaron la arenga
para enardecer a sus hombres en el cumplimiento del deber, se oyó una vocecita,
bastante airada, en medio del fragor de armas y alboroto de hombres.
¿Ya estamos jugando otra vez a la guerra?,
un silencio sepulcral se apoderó de la reunión y sin saber muy bien de dónde
procedía, los hombres se sintieron incómodos, hasta que se fijaron en la
pequeña figura de Bárbara. Todos miraron hacia otro lado, pues conocían a la
elegante y casi enana cortesana, que les había divertido y dado buenos consejos
para sus inversiones, pues ella había hecho una fortuna considerable, con su
talento.
Volved a casa, deprisa, vuestras mujeres
os buscan y la ciudad está empezando a arder.
No hay manos para apagar el incendio. Ya
habrá otro momento para juegos.
© Cristina Vázquez Salinero
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