Venezuela |
Esta mañana me levanté
eufórico y dinámico para ir andando hasta el consultorio. Mi primer día de
trabajo. Me dieron las directrices y como soy espabilado pensé que ya estaba
todo dicho.
Entra el primer paciente:
-Buenos días.
-Buenos días. ¿Nombre,
por favor?
-Bartolo Eurípides
Carrasco Pérez
Busco la ficha, por
Carrasco no está archivada, por Pérez tampoco. Hay un tal Bartolo hijo de
Chicho. No, éste no es. Aquí está. En la letra E. Eurípides Carrasco. Le sonrío
y le enseño la ficha. Afirma con la cabeza y me pregunta:
-¿Me volteo y me pelo el
rabo?
Silencio. Con tono
moderado le digo:
-Vamos a ser serios que
yo vengo aquí a trabajar.
En ese momento entró mi
amigo, le dio una palmada en la espalda al paciente y me explicó lo que intentaba
decirme. Nada de doble sentido. Era que si se daba la vuelta y se descubría la
nalga para que yo le inyectase. Lo peor de los cubanos es lo mal pensados que
somos.
La mañana transcurrió con
algún que otro mal entendido, pero pronto me acostumbré a preguntar el
significado de las palabras. Sin problemas llegó la tarde, siento que casi
hablo venezolano. Lo que no entiendo lo adivino.
Mi mujer vino a buscarme
a la hora de salida. Mi amigo es soltero y ella ni corta ni perezosa se ha
hecho dueña de la casa. Él, feliz de que le organicen la vivienda. Es muy
buena persona porque si hubiese sido al contrario, no sé… no sé. A mí no me
gusta que me toquen mis cosas.
El caso es que venía a
buscarme con una lista para ir de compras. Avanzábamos despacio porque mi mujer
llama alubia y yo frijoles a lo que ellos llaman caráotas. Tiene su intríngulis
esto de que a un mismo producto se le llama de tantas maneras. Que mi mujer no
sepa lo que es malanga, ¡ok!, en su aldea nunca la han comido, pero que yo a la
malanga tenga que aprender a llamarla ocumo y a la papaya, lechosa, hace que se
me trabe la lengua
Nos saludan por las
calles. Se ha corrido la voz de que soy el nuevo enfermero y me parece que mi
mujer está un poco celosa al comprobar lo popular que soy.
Entramos en la
carnicería. Me llevo una sorpresa cuando me topo con Eurípides, que está detrás
del mostrador y me echa una sonrisa de oreja a oreja. Le presento a mi mujer. Ella
le pide un redondo, yo le aclaro que es carne mechada.
-¿Qué?
-Sí, mire -le dice mi
mujer en plan didáctico. Es un trozo de carne de vaca relativamente cilíndrica
a la que se le pone un relleno y luego con un cordel se amarra.
-¡Ah! Usted lo que quiere
es que yo le haga un muchacho.
-¡Será atrevido! Gustavo
dile algo.
-Calma, mi amor.
Eurípides se deshacía en
disculpas. Al final se calmaron los ánimos y salimos con lo que habíamos ido a
buscar.
Todas las tiendas estaban
a mano. Así que compramos dos franelas, una ponchera, dos cobijas y un
chinchorro. Cansados de aprender tantas palabrejas pero con el deber cumplido, nos
paramos a tomar chicha, que es una bebida a base de arroz, leche condensada y
canela. Dejamos los paquetes en el suelo.
Y en medio de nuestro
ágape apareció un ladronzuelo de poca monta, rubio y de ojos claros, al que
unos llamaron malandro y otros catire, con la intención de llevarse nuestras bolsas,
cosa que no logró gracias al chichero, a Eurípides y a otros que se abalanzaron
contra él. Con agilidad circense soltó los paquetes y salió volando como una
flecha.
Invité a todos a beber
cerveza, a saborear unas masas de puerco fritas, a mover el esqueleto. Y
aceptaron hasta los que ni siquiera habían visto al ratero.
Esto de hablar el mismo
idioma no siempre tiene ventajas.
© Marieta Alonso Más
No hay comentarios:
Publicar un comentario