Dama en amarillo escribiendo Johannes Vermeer |
Estoy tan contenta. Aunque me gustaría
vestirme con algo más cómodo, él quiere que esté siempre bien arreglada. Se lo
merece y tiene razón. ¡Si hasta tengo una doncella que me peina y me pone los
lazos en la cabeza! Y nunca paso frío, siempre hay braseros o salamandras
encendidas. Las joyas, menos las perlas, me las pongo por la tarde cuando
él viene, pero las perlas me gustan y me las quito y las toco, las acaricio. Es
una suavidad como el caparazón de algunos animalitos, de esos que ya no veo y
tienen una blancura como de luna, lunas grandes que emborrachan cuando las
miras en cielos abiertos. Aquí, en la ciudad, es más difícil, sobre todo si la
tengo que atisbar desde una ventana enrejada o desde el patio. Ahí parece que
la pierdo, que no puedo apreciarla en toda la soledad que tiene en el campo.
Porque soledad sí tengo, no me importa, porque puedo escribir; también me trae
libros y tengo un preceptor, un viejo grasiento que huele a sótano y que me
instruye con paciencia y algún pellizco, un poco prolongado a veces. Le
advierto que se la mostraré al señor si me deja una sola marca, una sola rojez,
pues la delicadeza de mi piel es una de las cosas que más le gusta. ¡Qué
sorpresa! Una flor tan delicada en medio del estiércol. Eso es lo que yo era,
dijo él. Y ahora, soy la misma flor, pero ya no hay estiércol a mi alrededor.
Él quiere que sea instruida, dice que soy su obra perfecta, y también aprendo a
cantar. He escondido unos zuecos y, a veces, cuando estoy sola, bueno sola
estoy siempre, cuando me aprietan más mis recuerdos, me gusta ponérmelos
y pisar muy fuerte, oír como repiquetean, me subo las faldas hasta las rodillas
y golpeo el suelo y canto a mi manera, con la voz grave y con el cántico de
amor que dedicaba a los mirlos y a Hans, mi novio. La que me guarda luego
se lo cuenta, pero él dice que me dejen, que todavía es pronto. Cuando veo las
manos del señor, anchas, con los dedos llenos de sortijas, pienso que si se las
quitase, serían como las de cualquier campesino y que si no se perfumara tanto,
olería como huelen los hombres corrientes. Pero él las mueve acompasadamente
sobre la tripa gruesa, cubierta de terciopelo, como si se acariciara, y me mira
y yo no sé qué hacer, y no le quiero hablar de cuando me bañaba en el río, ni
cómo me gustaba el calor del heno en el pajar, o recoger los huevos. Él solo
quiere que yo esté muy quieta, me mira y me remira, como hace con sus cuadros y
sus muebles. Dice que a lo mejor me hacen un retrato. Tiene muchos de otras
mujeres. A veces me hace seguirle y me va explicando lo que es y lo que vale
cada cosa; yo sé que por mí ha pagado mucho. Así que, como he aprendido a
escribir, escribo cada día lo que recuerdo, cada pequeña cosa que hacía, el
olor de la hierba cortada, el del estiércol, el de la sal del mar cuando cambia
el viento, el ruido de la cuchara contra el plato de estaño, mi madre, el
calor de las manos de Hans y sus ojos duros, asombrados, cuando le velamos.
El adiós. Y ahora lo escribo todo para recordar lo que fui.
Me ha dicho que cuando llegue el buen
tiempo me llevará a otra casa que tiene, tardaremos dos jornadas de viaje y ahí
sí podré pasear. Ya falta poco, veo como despuntan las flores en la jardinera.
© Cristina Vázquez Salinero
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