Monasterio de clausura |
Todo
me llama la atención, las tiendas me atraen, me da lo mismo que sean
comestibles o de telas, me deleito en cada estantería, me gusta el diseño de la
ropa de los jóvenes, la de los mayores, la forma de peinarse, las alhajas que
llevan, quedé petrificada al ver a dos mujeres besándose en la boca y
estupefacta cuando dos hombres hicieron lo mismo. Me tapé los ojos con las
manos pero no pude evitar mirar por entre los dedos. Una chica y un chico
jugaban con sus manos entre los pantalones como si se masajearan. Nunca imaginé
que en la calle hubiera tanto amor.
Hace
tres meses que salí del convento. La Madre Superiora me permitió salir porque mi padre
que está viejo, enfermo y ciego necesita que su única hija cuide de él. En el
fondo me alegré… no de que mi padre estuviera en tan mal estado sino de que
Dios me diera una nueva oportunidad. Tras veinte años en clausura, había
comenzado a sentir que me ahogaba, a pensar que quizás me había equivocado. Me
entró tal desazón por no saber cómo dar marcha atrás que me puse hecha una
sílfide cuando siempre he tenido más peso del que me corresponde.
Mis
amigas de la niñez vinieron a verme nada más enterarse de que estaba en el
mundo. Éramos inseparables en el colegio religioso donde estudiamos hasta el
bachillerato, y en el que permanecí mientras cada una de ellas tomaba su propio
rumbo. Desde que nos hemos encontrado, nos reunimos dos veces por semana en una
cafetería a tomar chocolate con churros, café irlandés, whisky, zumo de
naranja. A veces me sofoco al oír sus comentarios, hablan con gran ligereza de
cosas que son tabú para mí.
Me
han aconsejado que contrate los servicios de un enfermero, porque yo sola no
podré con todo. Les he hecho caso. Está en casa durante todo el día, a mí me
corresponde la noche, y un médico viene dos veces por semana. Los dos son
encantadores, tan es así que el médico ha comenzado a visitarnos todas las
noches. A mi padre se le nota la mejoría.
Han
pasado nueve meses desde que crucé las puertas del convento. Mi padre ha muerto
la semana pasada y desde entonces padezco insomnio. Nunca antes me había
pasado. Lo achaco a la decisión que debo tomar, que no es otra que volver al
convento o elegir entre el enfermero y el doctor. Los dos me han pedido
matrimonio, otra cosa sería impensable.
©
Marieta Alonso Más
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