Ronda de Noche Rembrandt |
Willen Bannick cena y
almuerza siempre en el comedor de su palacio. Delante de él, un gran ventanal
le permite contemplar el canal y una de las aceras. A esa hora pasa el cambio
de guardia de los arcabuceros. Los mira con desprecio. Mas desprecio todavía siente
hacia los que los siguen y aplauden. ¿Qué sería de ellos si hombres como él no
trabajaran para pagar sus salarios? En cambio, a él, cuando pasa por la calle
lo miran con envidia y no lo abuchean porque no se atreven. Le cobran grandes
impuestos y la Hacienda lo acucia hasta extenuarlo. Aquella noche entre los
soldados va una rubia joven. Sorprendido la contempla. Algo en ella no cuadra
con sus ricos vestidos, quizá es el pollo colgado de su cintura.
Willen
Bannick se desata la servilleta del cuello y se acerca a la ventana que
no abandona hasta que la joven desaparece. Era hermosa y reía con alegría,
piensa. Al día siguiente, espera impaciente ver pasar al cambio de guardia. La
joven no está. Cena inquieto. Al cuarto día la vuelve a ver. Pide su capa y
embozado, sale a la calle. Sigue la ronda. Le molesta el olor de la
soldadesca y cierra más el paño sobre su cara. Logra acercarse a la
joven. Ella lo mira sorprendida.
—¿Es
usted arcabucero?
—Sí —miente con descaro.
La
joven desata el pollo de la cintura y se lo entrega. Ante su sorpresa, exclama
que se lo ha dado su madre, que ha muerto por las fiebres hace ya unos años,
pero como los arcabuceros se han encargado de cuidarla y mantenerla, de vez en
cuando, su madre, en sueños, le dice dónde se encuentra uno que pueda robar.
—
Y yo, señor, se los regalo a los pobres arcabuceros que tan bien se portan
conmigo.
Willen Bannick le
agradece el gesto y con un poco de miedo, guarda el pollo debajo de su capa.
Después le pregunta cuándo podrá volver a verla.
—Cuando
quiera. Y gracias por cuidarme.
La
joven, de un salto, lo besa. Luego corre y se une a la partida. Willen Bannick
la ve partir. Es casi una niña, piensa. Días después, mientras cena, vuelve a
contemplar el paso del cambio de guardia.
—¿Conoce
a la joven que lleva el pollo atado a la cintura? —pregunta a su mayordomo.
—Sí, señor. Anouk, es
una conocida mujer de la vida.
—¿Una mujer de la vida?
¡Si no tendrá más de trece años!
—No crea, por lo menos
quince.
—Eso ya es otra cosa,
pensó mientras se levantaba de la mesa decidido.
Bajó a la calle y
siguiendo a los soldados, poco a poco, se fue acercando a ella. Su vestido
amarillo, de cerca, no parecía ni rico ni nuevo.
—Anouk, grita.
La muchacha gira la
cabeza.
—Hola, señor. Hoy no
puedo darle el pollo, le muestra la cintura vacía. Ya se lo regalé a un
arcabucero que acaba de entrar en el cuerpo.
—¿Y mañana?
—Si me deja degustarlo
con usted, y lo disfrutamos juntos, es suyo —dice pícara, coqueta, plantándose
delante de él con los brazos en jarras. Él, sacándose el guante, le acaricia la
mejilla con sus bien cuidados dedos, mientras le dice dónde vive.
Willen Bannick con los
ojos entrecerrados contemplaba a su ya casi anciana esposa, propietaria de los
florines que fueron la levadura para amasar su fortuna. Entre sus dedos, los
huesos de un muslo de pollo al que sus escasos dientes arrancan la carne. Aquella
noche la dama viste de recamada seda amarilla.
© Malena Teigeiro
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