Heno |
Era
una mujer preciosa con sus ojos color violeta. Y no sé qué más se puede decir
de ella. Algo agradable, se entiende. La conocí en un burdel.
Me
cegó su belleza. Soy de esas personas bastante tozudas que piensan que lo que
se dice una y otra vez al final se convierte en realidad.
Por
eso me repetía:
−Me
puede valer, paciencia.
Hablaba
siempre en un tono distinguido. Se imaginaba que si miraba por encima del
hombro sus maneras parecerían más ilustres. Claro que su padre era francés y su
madre rusa. No sé cómo pudo llegar con ese pedigrí a este pueblo.
Toda
su conversación versaba sobre los muchos viajes que había realizado. Para ella
el mundo era un lugar hermoso que había que conocer. Los viajes, según ella,
cultivaban la mente, se aprendía geografía y se eliminaban los prejuicios
pueblerinos.
−Leer
puede ser una alternativa −decía yo, pensando en lo caro que resultan los
viajes.
No
se dignaba contestarme. Carraspeaba y daba por hecho que tenía razón.
Era
extremadamente sensible, sobre todo cuando la interrumpía, detestaba mi
brusquedad. Yo me reía, para no tener que explicarle que para mí una persona
sensible suele ser aquella que siempre le mete el dedo en la llaga a los demás.
−Eres
un egoísta −me decía.
La
besaba para limar asperezas. También pensando en lo que podría venir a
continuación, que en el fondo era lo que me gustaba. Ella seguía con su
perorata, enumerando lo que consideraba sus virtudes. Y yo, a lo mío.
Un
día, en el momento cumbre, me dice:
−¡Qué
visión tan trivial tienes del amor!
Ni
con esas me desanimé. Su cuerpo era lo más importante en ese momento, así que
no hice caso de sus palabras.
Otras
veces parloteaba sobre la amistad, para ella era imprescindible tener amigos y
saber cómo son, lo que piensan. Se enfadó cuando le solté que conocer a los
amigos es lo más peligroso que existe.
Eso
sí, me sorprendía, cuando lograba que entrara en acción y su cuerpo color de
leche se ponía escarlata, cuando volaba hasta el cielo para luego bajar en
forma de lluvia. Hay momentos en que una altanera y un paleto se acoplan de
maravilla.
Le
gustaba escucharse hablar. Era uno de sus mayores placeres. No dejaba de hacerlo
ni siquiera cuando no le prestaba atención.
Soñaba
con trajes de fiesta, zapatos de salón: Yo le preguntaba para qué le podían
servir esos lujos, el pueblo se quedaba aislado la mayor parte del invierno. Lo
que me hacía falta era que me ayudara a arar los campos, a guardar las pacas de
heno, a cuidar de las ovejas.
−Amado
mío −me decía como quien dicta sus memorias−, ¿cuándo te darás cuenta que no estoy
hecha para esas labores?
Me
convenció. Así que contraté a uno para que hiciera su trabajo.
Y
una mañana me quedé sin jornalero y sin mujer.
© Marieta Alonso Más
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