Mujeres bailando en el Moulin Rouge Toulouse Lautrec |
Ahora, cuando te decidas a girar, mira al
hombre del sombrero que está a tu espalda —le dice sonriente Margarita a
Denise. Son amigas del pueblo y es la primera noche que salen.
Denise ha llegado hace poco a Paris.
Su cara, macilenta y estricta, muestra su desgracia. Así lo dice ella: mi
desgracia, y cuando se lo contaba a su amiga, en el cuchitril que ésta tiene,
se retorcía las manos con una desesperación animal. Nunca fue una mujer
decidida ni alegre, todo en ella pasaba a un ritmo lento, como una foto
borrosa, en la que se desdibujaban las ilusiones, los deseos y hasta su voz,
que se quedaba sepultada en el vocerío de los hombres de su familia. Solo tenía
hermanos y padre, su madre murió al nacer el pequeño y ella se fue
transformando en la madre, la criada y la cosa a la que se necesita para el
bienestar.
Si tuvo alguna intención de secarse el
pelo en una pradera, cantar en voz alta, correr deprisa o ir a bailar con
las amigas, los hermanos y el padre aparecían como unos vigilantes taciturnos y
amenazadores: Para las mujeres, silencio, compostura y decencia.
Estoy tan asustada —le dice Denise—
estar así las dos bailando en público. Nos miran.
¡Que nos van a mirar! Aquí la gente hace lo que quiere y además ya bailábamos así a escondidas en los pajares. Quiero que te fijes en ese hombre de atrás, le susurra con apremio.
Las dos mujeres están bailando al ritmo de
una orquestina en la pista de un café nocturno, el olor a vino agrio, menta y
desinfectante, se esparce por el sitio con aserrín en el suelo. El aire
fresco en la pista, pues el techo es un toldo, las hace estrecharse más.
Margarita no va nunca a bailar ahí, sustituye a veces a otra amiga que se ocupa
del guardarropa, ella es costurera, pero como mujer de naturaleza alegre, le
gusta ver a la gente divertirse y quiere que su amiga Denise sonría un
poco y se le quite la cara de tristeza. La recuerda desde que eran pequeñas, la
dulzura de algún secreto compartido, el haber sido testigos del desarrollo de
sus cuerpos, con la embriaguez inocente de dos niñas solitarias.
Margarita había vivido también sin madre.
Le había dejado ropa a su amiga, una
ropa estricta, anodina, como le gustaba vestirse a ella y el mismo gorrito de
aspecto militar que escondía su pelo y disimulaba el de Denise que apenas le
había crecido de los trasquilones que le dieron los hermanos. Cuando llegó,
todavía tenía costras enredadas como espinas. Le había lavado y cuando estaba
curada, dejó que llorara su desgracia, como ella decía.
La desgracia ha sido lo que me ha
traído aquí —repetía.
Cada intento de salir a la calle se
convertía en un paseo angustioso, atemorizada de encontrarse con alguno de sus
hermanos. La sombra de cualquier hombre la obligaba a meter la barbilla en un
gesto forzado o llevarse las manos a la cara para taparse, hasta que le contó a
Margarita.
Apareció de repente en el pueblo con
un hombre, no me dijo quién era solo que se llamaba Marie y nos conocimos por
casualidad en una tienda. Ella me estaba peinando, deshaciéndome las
trenzas que me llegaban a la cintura. Me dijo que mi pelo era muy bonito,
que me lo arreglaría un poco, me lo acariciaba —se dio la vuelta con una
desolación oscura—. Nadie me había peinado nunca, nadie me dijo que mi pelo era
un trigal, ni sentido unas manos suaves sobre mi cabeza. Solo golpes. Por eso
me cortaron el pelo con un cuchillo –y se pasaba la mano mecánicamente entre
los ralos mechones.
No van a venir, no pueden —le
contestó su amiga— Si vienen los denuncias. ¿Estás segura de que han
matado a la mujer?
—No, porque de la paliza que me dieron me
desmayé. Solo oía sus gritos, chillando como un animal que destripan y
luego no la volví a ver.
Margarita la abrazó, notaba su temblor, y
supo que tardaría tiempo en desaparecer de sus pupilas esa desesperación.
Esa era la primera noche, principio de un
otoño fresco, en que conseguía sacar a su amiga a la calle y pensó que el café
era un buen sitio, anónimo y divertido. Podrían bailar como en el pajar y girar
y que su amiga se olvidara y beber una copita dulce y marearse un poco.
La sostiene, la abraza con la mano detrás del cuello, para que se sienta
protegida, está alegre, prefiere bailar con Denise que con otros y nota la
mirada del hombre con sombrero detrás en la barandilla. Sabe que es un fijo de
ese café y que es artista. Va allí a buscar imágenes, a inspirarse, le había
dicho su amiga del guardarropa y ahora no les quitaba el ojo de encima. ¿Y si
quisiera pintarlas? A lo mejor se sacaban un buen dinero, por eso le insistía a
su amiga que se diera la vuelta. Cuando al fin consiguió que lo hiciera, Denise
se demudó, quieta con las manos crispadas sobre la falda dio unos pasos
torpes en sentido contrario. Con la cabeza gacha empezó a andar rápida hacía la
salida, mientras Margarita le preguntaba qué le sucedía.
Ese hombre es el que venía con la
chica.
© Cristina Vázquez Salinero
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