Esta
mañana salgo tan tranquilo a dar un paseo. No trabajo porque eso es una
responsabilidad muy grande. No estudio porque no tengo cabeza para ello. Así
que les doy a mis padres la satisfacción de mantenerme. Ellos, encantados.
Me
paro en un semáforo para cruzar una calle. Un hombre vestido de señor lleva una
niña de la mano, miro alrededor por hacer algo y, ¡joder!, hay un tío, detrás
de una columna, apuntando al hombre que está a mi lado. Pestañeo. Nada, el
pistolero continúa allí midiendo distancias.
Sin
pensar, le digo al caballero:
-No
quiero asustarle pero le van a disparar.
Cachazudo
él, me contesta:
-Por
favor lleve a la niña a esta dirección.
Se
agacha para hablar con ella y yo quedo en la línea de tiro. Me pongo a dar
saltos con un pie y con el otro como hacen los deportistas, hay que evitar por
todos los medios ser un buen blanco, cuando noto que la niña busca mi mano. El
muñeco verde del semáforo se enciende y a pasos apresurados cruzo la calle con
la niña a cuestas. Miro hacia atrás. ¡Coño! El caballero tiene un arma en la
mano. Se forma un tiroteo, tres hombres caen al suelo. No sé si se debe a una
artimaña de defensa o a que la han palmado. Yo, a lo mío.
En
menos de lo que canta un gallo llegamos a la dirección que me dio el que iba
tan bien vestido y que lo mismo es un mafioso. Toco el timbre de una puerta y
aparece una señora impecable, que me mira como si yo fuera un delincuente y rápido
pone a la niña a su espalda. Le cuento mi versión de los hechos, me da las
gracias y cierra la puerta en mis narices.
Ya
no existe la gratitud. Mejor tomo rumbo a mi casa, no sea que me busque un
problema.
Exhausto
me dejo caer en el sofá y le doy al mando de la televisión. Me siento de golpe
al ver mi imagen llevando a la niña y un primer plano de mi cara. Me tildan de superhombre.
¡Mamá,
papá! Venid a ver esto. Para que luego digáis que no sirvo para nada.
©
Marieta Alonso Más
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