Como
no tengo hermanos, pedía a gritos un cachorro. Mi padre sentenciaba: “entrando
un perro en casa, saliendo yo por la puerta”. Mi madre al abrazarme me
susurraba al oído: ¡La paciencia todo lo alcanza!
Hace
unos meses pasó algo. No sé qué fue. Oía ruidos extraños y me recosté en la
puerta del dormitorio de mis padres. Tenía prohibido entrar sin tocar; antes llamaba
y ya dentro decía ¿se puede pasar? Ahora
no me queda más remedio que esperar: mi padre puso un cerrojo. El caso es que aquí estoy a la espera de que
terminen unas risitas de ratón, unos gemidos de gato y unos ladridos roncos. Cansado,
aporreé la puerta y cuando abrieron, que demoraron lo suyo, alegué que no había
derecho a que ellos se acostaran con todo tipo de animales y a mí me negaran el
tener un perro, que fuera solo mío, y me enseñara lo que son las
responsabilidades.
Parece
que les convencí y mi padre, al día siguiente, me trajo de regalo el perro más
lindo del mundo. No entiendo que siendo mío, mi madre se haya adueñado de él. Fue
quien lo bautizó con el nombre de Azúcar, cuando yo quería que se llamara
Pluto. Lo llevó de compras y regresó con un abrigo, un collar y unas gafas para
que, cuando lo lleváramos a la nieve, el sol no le hiciera daño. Se lo probó
todo delante de mí. No sé qué mirada le regalé, pero Azúcar se tapó los ojos
con una pata y se le cayeron las gafas. Mi
madre ha dicho que les pondrá un cordoncito para que eso no vuelva a suceder.
Mi padre, pasándose una mano por la calva, comentó que con ese ropaje parecía
un perro bitongo. Ni Azúcar ni yo sabíamos qué era bitongo y nos explicó que
era un niño de familia pudiente, criado con privilegios por encima de la media.
No comprendo nada. Si el niño soy yo, ¿por qué llama así a mi perro?
Menos
mal que Azúcar me quiere, si me ve triste y me acuesto en su rincón favorito, me
da cientos de lametazos en la cara hasta que le sonrío. En la calle me mira
como si pidiera permiso y yo dejo que huela de lo que pica el pollo. A mi madre
le dan los siete males cuando Azúcar olisquea el trasero de otros perros, que a
saber si están vacunados y si los bañan con jabones artesanales de hierbas
aromáticas.
Azúcar
y yo somos cómplices, sabemos guardar secretos, por eso tenemos nuestro propio
lenguaje: ¡Guau!, que tiene hambre; ¡Guau, Guau! que vienen mis padres; ¡Guau, Guau,
Guau!, que quiere ir a correr. Por mi parte, si le digo muy bajito Pluto, sabe
que voy a darle chuches; Pluto, Pluto, se echa a mis pies; Pluto, Pluto, Pluto,
salta a mi cama y nos arrebujamos hasta el día siguiente en que me despierta:
¡Guau, Guau!
© Marieta Alonso Más
Me encanta....Azúcar y yo somos cómplices.
ResponderEliminarSaludos y letras.
Eres un cielo de persona Antonio. No sabes lo que te agradezco tus comentarios. Un abrazo.
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