Fachada principal de la estación de Atocha Madrid 1892 |
A Edgar Allan Poe
Me va a matar. Ahora. Me lo
dicen sus siniestros ojos, su boca silenciosa, el cuello grueso, su traje negro.
No ha dejado de mirarme ni un momento. Sin pestañear.
El andén está a rebosar. Ya
pasan dos minutos de la hora prevista para que llegue el tren. Ya asoma la
locomotora con sus vagones detrás y su ruido inconfundible. Siento su mirada
fija, que me traspasa.
Los periódicos llevan días anunciando a un asesino
suelto que sin piedad mata a sus víctimas. Las elige al azar. La distancia
entre su mirada y la mía se va acortando. Con disimulo me alejo. Me sigue. El
tren abre sus puertas. Lo tengo a mi lado. Por instinto de supervivencia corro
e intento subir en el último momento al tren. ¿Lo conseguiré? Ya ha sonado el
silbato, las puertas me aprisionan. Un viajero me ayuda a traspasarlas. Respiro
tranquila. Veo sus ojos a través de la ventanilla. Parpadea.
Un anciano al verme con
tanta agitación me ofrece su asiento. Un joven no lo permite. Me acomodo y
cierro los ojos. Lo que me faltaba. No contenta la vida con todos los problemas
con que me obsequia, ahora me regala el acoso de un criminal. Ya no tengo
fuerzas para luchar. El médico fue tajante y me recomendó mucho ánimo. ¡Qué
fácil es dar consejos!
¡Perdón! No he escuchado lo
que me ha dicho, le digo al anciano caballero que solícito me pregunta algo.
Miro hacia la puerta divisoria
de los vagones. ¡Oh, Señor! Detrás del cristal están sus ojos. Miro alrededor.
La salida la tengo a mano, en cuanto pare el tren me bajo y busco ayuda
policial. No, mejor me quedo donde estoy. Entre tantas personas no se atreverá
a hacerme daño. Sí, que se atreverá, me dice una voz interior.
Aprovecho el tumulto para
bajar. Veo venir a dos policías corriendo. Buena señal. Están a punto de
atrapar al asesino. La estación comienza a dar vueltas. Pierdo el conocimiento.
Al volver en sí, oigo a uno de los policías pedir una ambulancia, me mira,
sonríe, pregunta mi nombre. Estoy a salvo.
¡Dios mío! Detrás del uniforme
están esos ojos que me persiguen. Señalo con el dedo, no puedo hablar, intento
levantarme. El agente se da la vuelta.
Señora… tranquila. Es solo
un cuervo.
© Marieta
Alonso Más
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