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sábado, 19 de agosto de 2017

José Carlos Peña: Las hormigas

                                         




Lo que más le gustaba a Dany de la casa del pueblo era que había bichos. Era una casa vieja y un poco pequeña, y en invierno hacía tanto frío que sus padres no lo llevaban casi nunca, porque tenían miedo de que pillara un constipado. Pero cuando hacía buen tiempo pasaban allí todos los fines de semana.

Al principio Dany se aburría un poco, porque no había niños pequeños como él con los que jugar, aunque muy pronto encontró algo con lo que entretenerse.
Como en su barrio no había árboles, en la casa donde vivía todos los días, en el cole y en el parque infantil tampoco  había pájaros, ni bichos de ninguna clase. De hecho, a la profe casi le daba un patatús cuando en verano se colaba alguna mosca dentro del aula, y rápidamente avisaba al conserje, porque los niños se distraían siguiendo al pequeño insecto con la mirada y no atendían a las explicaciones.

Y además, como sus padres siempre decían que la suciedad traía bichos, en su casa nunca hubo ninguno, aparte de una araña de patas larguísimas que estuvo viviendo una temporada en un rincón del techo de la cocina, hasta que su madre la vio y le cambió el color de la cara, y su padre casi se rompe una pierna subiéndose a un taburete para quitarla de allí. Luego a él se lo recordaron muchas veces, pero Dany no estaba seguro de si lo había visto o lo había soñado, porque cuando ocurrió aquello era demasiado pequeño.

Sin embargo, en la casa del pueblo había bichos por todas partes y parecía que a sus padres les daba lo mismo. Debía ser porque él se entretenía mucho observando los regueros de las hormigas, y mirando cómo arrastraban de aquí para allá pequeños trozos de hojas, ramitas y también las migas de las galletas que él iba poniendo en su camino.

Cuando se cansaba de mirar a las hormigas, Dany podía pasar mucho tiempo buscando escarabajos entre la hierba, persiguiendo a las mariposas o fastidiando a los caracoles, que como eran tan lentos no podían escaparse y terminaban siempre escondidos dentro de la bola que llevan encima de la espalda.

Mientras hacía todo eso, sus padres lo miraban pero no decían nada.
Tampoco decían nada, aunque su mirada parecía más extraña, cuando empezó a llevarse bichos a casa.  Primero fue un caracol, que estuvo dando vueltas por su mesa de estudio y dejando un reguero de babas brillantes hasta que desapareció misteriosamente mientras él cenaba en la cocina. Después, cuando se guardó en un bolsillo dos pequeños escarabajos de color rojo, con puntitos negros en el lomo, sus padres tampoco le dijeron nada, aunque lo miraban de manera extraña, como si supieran que los había puesto dentro de una cajita de clips junto al cristal de la ventana; el caso es que al día siguiente, cuando volvió del cole, la cajita tenía la tapa levantada y estaba vacía.

Como sus padres no decían nada, probó con unas hormigas. Se llevó unas cuantas en un botecito de plástico, las soltó debajo de la cama y les dejo unas miguitas de pan, por si tenían hambre.

Así, todas las noches, mientras sus padres veían la tele en el salón pensando que estaba dormido, se introducía bajo la cama y las buscaba con la luz de su móvil de juguete. Algunas veces veía una, o dos, y otras veces ninguna, pero siempre observaba con satisfacción que las miguitas de pan que él les ponía habían desaparecido.

Hasta que una noche se llevó un susto muy grande cuando vio que las hormigas ya no eran dos, ni tres ni cinco, sino una fila muy larga que recorría todo el rodapié bajo la cama, desde un pequeño agujero entre una baldosa y la pared.

Aquel fue su secreto durante algunos días y algunas noches, hasta que su secreto ya no podía ser tan secreto, porque la fila de hormigas salía de su cuarto y se perdía en el pasillo. Encontró algunas, al día siguiente, buscando comida en el suelo del cuarto de baño, y otras, unos días más tarde, rebullendo entre los pelos de la alfombra del salón.

Dany les dejaba cada vez más comida bajo la cama, para que no tuvieran que ir a buscarla en las demás habitaciones, pero ellas no hacían caso, y un día vio con pavor que la fila de hormigas corría por encima del fregadero de la cocina mientras la familia desayunaba tranquilamente. Sus padres lo miraban, con esa mirada extraña que él no sabía qué quería decir, pero no le decían nada.

El siguiente fin de semana, su madre no fue al pueblo porque dijo que tenía que resolver algunos asuntos en casa. Dany pasó el tiempo como siempre, buscando bichos por el campo mientras su padre charlaba con los vecinos o jugaba al futbol con los chicos mayores. Pero casi no se atrevía a mirar las hormigas, por lo menos cuando creía que su padre lo estaba observando.

Luego, al llegar a casa el domingo por la noche, se llevó una sorpresa muy grande al entrar en su cuarto: sobre una estantería nueva, en una pared donde siempre daba el sol, su madre había colocado una pecera llena de algas. Entre todas esas hierbas se movían a la velocidad del rayo unos pececillos brillantes, con rayas rojas y cuerpos casi transparentes; y pegado a la pared de cristal se arrastraba un caracol de agua, que no se escondía en el caparazón por mucho que él se acercase a mirarlo.

­–Cuando sean mayores y se acostumbren a ti –le dijo su madre– los peces nadarán más despacio y podrás observarlos mejor.

Otra sorpresa fue comprobar que las hormigas habían desaparecido y no quedaba ni una en toda la casa; pero, como ya era habitual, sus padres no dijeron nada de eso.



© José Carlos Peña

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