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sábado, 11 de noviembre de 2017

Socorro González-Sepúlveda Romeral: Domingo de Adviento




 Fotografía de Socorro González –Sepúlveda
       

Salíamos de misa un domingo de Adviento antes de Navidad. Hacía mucho frio. Yo debía de tener siete u ocho años, pero había hecho ya la primera comunión porque llevaba el pequeño libro de nácar en las manos. Recuerdo todos esos detalles con claridad, como todo lo que pasó y vi después que quedó grabado para siempre en mi mente.

Los niños, mal abrigados, salíamos de la iglesia, sin calefacción, echándonos el aliento sobre las manos ateridas para calentarnos. El frio se sentía y se veía. En las puertas de las casas que daban al Norte se acumulaba la escarcha de días, que no se derretía hasta la primavera, como si hubiese nevado. Todo el pueblo olía a leña quemada, que ardía en las casas, y a las especies utilizadas en las matanzas que se hacían en estas fechas.

Aquel domingo de adviento, durante la misa, debió correr el rumor de lo sucedido entre los mayores, pero los niños no nos enteramos hasta la salida, cuando todos empezaron a hablar en voz alta dando versiones diferentes:

-Dicen que un hombre forastero se ha ahorcado…

-No, es el hijo de la Francisca que se ha caído en un pozo y, lo han sacado muerto…

-Esta noche han ido los quintos a robar corderos y se ha caído el techo del pajar sobre ellos…



Todos los niños salimos en tropel y seguimos los pasos de la gente, que en vez de dispersarse hacia sus casas, siguió el camino del cementerio que a su vez llevaba a la finca de “Los Nogales”. Los pequeños nos adelantamos, íbamos casi corriendo para llegar  los primeros…

Allí, en la carretera desnuda de árboles, frente a la huerta de los algarrobos, una pareja de la Guardia Civil esperaba, junto un cadáver tendido en el suelo, la llegada del juez. Estaba tapado parcialmente con una manta vieja de rayas. Solo se veían sus pies rígidos, calzados con unas abarcas  sin calcetines.

Nunca olvidare la soledad y el frio que sentí al ver aquella imagen sin rostro, nunca le puse cara, soñé muchas veces con aquellos pies y aquellas abarcas. Después supe que era un chico joven, hijo único de una viuda, que había estado gritando y llorando abrazada al cadáver, hasta que las vecinas se la llevaron a la fuerza. Era el primer muerto que yo veía, ¡Estaba tan solo! Alguien se dio cuenta de nuestros ojos asustados y dijo: 

-¿Pero qué hacen aquí todos estos niños? 

El maestro, adelantándose, nos puso en fila y nos llevó de vuelta al pueblo.




© Socorro González-Sepúlveda Romeral

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