Fotografía de Socorro
González –Sepúlveda
Salíamos de misa un domingo
de Adviento antes de Navidad. Hacía mucho frio. Yo debía de tener siete u ocho
años, pero había hecho ya la primera comunión porque llevaba el pequeño libro
de nácar en las manos. Recuerdo todos esos detalles con claridad, como todo lo
que pasó y vi después que quedó grabado para siempre en mi mente.
Los niños, mal abrigados, salíamos de la
iglesia, sin calefacción, echándonos el
aliento sobre las manos ateridas para calentarnos. El frio se sentía y se veía.
En las puertas de las casas que daban al Norte se acumulaba la escarcha de
días, que no se derretía hasta la primavera, como si hubiese nevado. Todo el
pueblo olía a leña quemada, que ardía en las
casas, y a las especies utilizadas en las matanzas que se hacían en estas
fechas.
Aquel domingo de adviento, durante la misa, debió correr el rumor de lo
sucedido entre los mayores, pero los niños no nos enteramos hasta la salida,
cuando todos empezaron a hablar en voz alta dando versiones diferentes:
-Dicen
que un hombre forastero se ha ahorcado…
-No,
es el hijo de la Francisca que se ha caído en un pozo y, lo han sacado muerto…
-Esta
noche han ido los quintos a robar corderos y se ha caído el techo del pajar
sobre ellos…
Todos los niños salimos en tropel y
seguimos los pasos de la gente, que en vez de dispersarse hacia sus casas, siguió el camino del
cementerio que a su vez llevaba a la finca de “Los Nogales”. Los pequeños nos
adelantamos, íbamos casi corriendo para llegar
los primeros…
Allí, en la carretera desnuda de árboles, frente a la
huerta de los algarrobos, una pareja de la Guardia Civil esperaba, junto un
cadáver tendido en el suelo, la llegada del juez. Estaba tapado parcialmente
con una manta vieja de rayas. Solo se veían sus pies rígidos, calzados con unas
abarcas sin calcetines.
Nunca olvidare la soledad y el frio
que sentí al ver aquella imagen sin rostro, nunca le puse cara, soñé muchas
veces con aquellos pies y aquellas abarcas. Después supe que era un chico joven,
hijo único de una viuda, que había estado gritando y llorando abrazada al
cadáver, hasta que las vecinas se la llevaron a la fuerza. Era el primer muerto
que yo veía, ¡Estaba tan solo! Alguien se dio cuenta de nuestros ojos
asustados y dijo:
-¿Pero qué hacen aquí
todos estos niños?
El maestro, adelantándose, nos puso en fila y nos llevó de
vuelta al pueblo.
©
Socorro González-Sepúlveda Romeral
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