Máquina de escribir Underwood nº 3 de carro ancho. Fabricada en 1929 con teclado español |
Érase una vez una niña -casi con nueve años- que se sentía feliz
rebuscando en la trastienda de la librería de su padre. Aquella habitación
tenía magia, con anaqueles abarrotados de libros, y con una escalera que le
ayudaba a llegar a todos los rincones. Muchas veces ni se bajaba de ella se
sentaba en el último peldaño y allí leía, leía y leía…
Un día en vez de subir en
busca de un libro se sentó en el suelo, no mejor acostada, pensó. Al hacerlo
descubrió una caja en un rincón. Poco a poco la fue sacando, la abrió y
¡Sorpresa! Estaba llena de cuentos con dibujos en un formato de libro pequeño,
de bolsillo.
Con muchos besos y abrazos le
pidió a su padre, que entraba en aquel momento:
-¿Me
los regalas, papi?
-Sí,
pero largo de aquí que vamos a echar serrín. Estamos de limpieza.
No se hizo de rogar.
Empujando la caja unas veces con las manos y otras con los pies logró llevarla a
su casa y en la cabecera de su cama fue colocando todos aquellos cuentos. En
una semana se los había leído todos. Su madre venga a regañarla porque no secaba
los cubiertos, no hacía las tareas escolares, no contestaba si se le llamaba…
A la salida del colegio,
dos veces por semana, debía ir a aprender mecanografía y los dedos le dolían
porque había que dar con mucha fuerza a las teclas de una máquina de escribir
Underwood: «q w e r t»
con la mano izquierda, «p o i u y»
con la mano derecha. En casa practicaba con una que había sido de su abuelo. ¡Qué
aburrido!
Una luz en su cerebro se
encendió. Si escribía a máquina los cuentos que tanto le habían gustado… mataba
dos pájaros de un tiro, practicaba mecanografía y podría venderlos a sus
compañeritos de la escuela. Su madre no daba crédito: Esa tarde las teclas
estuvieron durante más de cinco horas tac, tac, tac… tac, tac, tac… hasta hubo
que llamarla dos veces a cenar y eso que había croquetas, su comida preferida.
Al día siguiente se levantó
una hora antes de lo habitual, pidió a su padre que le ayudara a grapar las
hojas, mientras ella las iba poniendo por orden. Eran cinco cuentos completos
que guardó en su cartera del colegio.
Después del saludo a la
bandera, nada más entrar a clases tenía sus cinco cuentos vendidos a mitad de precio
de los originales por no tener éstos dibujos y les hacía ver cuánto se habían
ahorrado. Los demás también querían y fue anotando en una lista los títulos que
le fueron pidiendo. Ese fin de semana hubo una larga cola de niños hambrientos
de cuentos ante su casa.
Y así fueron pasando los
días, con tanto practicar ya tenía una velocidad impensable con aquellas teclas.
Una tarde de exámenes en
vez de estar contestando a las preguntas se dedicó a entregar los cuentos
solicitados, la maestra de lejos, observaba. No, no estaban jugando, ni copiando
unos de otros sino que había un gran trasiego de compra, venta e intercambios,
como en un mercado. ¿Qué era aquello?
Se acercó, escuchó, ordenó
comenzar el examen y recogió los cuentos que estaban por vender. Yéndose a su
mesa les echó un vistazo. Pensando, pensando… Consideró que era una forma como
otra cualquier de que sus alumnos se animaran a leer y a medida que le iban
entregando los exámenes se los fue vendiendo, como un favor especial a aquella
niña, lectora empedernida, capaz de emprender a sus pocos años tan buen
negocio.
© Marieta Alonso Más
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