Por puro azar -quiero creer- tropecé en el mercado con
el que fuera mi primer y único novio, el Antonio, dos años mayor que yo, por lo
que ahora tiene setenta. No le reconocí a bote pronto. Ha pasado mucho tiempo desde
que le había visto dándome la espalda al final de la calle del Pósito.
Su presencia después de
tantos inviernos me golpeó al recordar con amargura el motivo de aquella
despedida. Dejó embarazada a mi mejor amiga. Vino a decirme que le obligaban a
casarse y que se marchaban del pueblo. Nunca más volví a verlo. Hasta ahora.
Tras la sorpresa -no sé si agradable o no- me invitó a tomar un café
en la plaza. Accedí pensando que no era propio de una mujer adulta, como yo,
asestarle una bofetada en plena calle. Es lo que me hubiera aconsejado mi
difunta madre, que en gloria esté, pero no tengo su carácter. Y aquí estoy, muy
bien sentada después de alisar mi falda, a la espera de lo que tenga que decir.
El muy hipócrita comenzó
con que me veía igual que siempre. Sí, con cincuenta años y treinta kilos más,
le respondí. No le afectó la sorna. Recordó el cocido castellano que hacía mi
abuela -que
en gloria también esté-
con su relleno esponjoso y la sabrosa coliflor en su punto. Y me miraba como si
fuera uno de aquellos ingredientes que le hacían suspirar. Me emocioné.
Yo seguía sentada muy recta
en la silla oyendo el runrún de sus palabras y observando a un gorrión con un
trozo de pan más grande que él, que a un ligero movimiento de mis piernas,
asustado, salió volando sin soltar su presa. Puse atención. Ahora, aquel arrugado
viejo que de joven fue mi novio, me contaba que hacía seis meses había
enviudado, que no tuvieron hijos, que aquel embarazo fue una falsa alarma.
¡Qué lista la madre de mi
mejor amiga! Y la vi en el baile animando al Emeterio, el tonto del pueblo, a
que me sacara a bailar, lo que hice por lo bueno que era conmigo, a la vez que
invitaba a mi novio a bailar con su hija. Años más tarde me tocó cerrarle los
ojos y me pidió perdón. No supe en aquel entonces a qué se refería.
Cuando mi boda se fue al
garete, mi madre, que en paz descanse, sin emitir sonido -cosa de agradecer- tomó mi ajuar y al «sobrao».
Todo
lo fue colocando con detalle en el armario de la abuela, el pintado de verde
claro, y lo cerró con llave. Nunca averigüé el escondite…
-¡Eh,
Antonia! ¿Es que no me oyes?
-Disculpa,
se me fue el santo al cielo.
-Te
decía que…
Si mi tío Alberto
apareciera sobre su taimada yegua, de la que no se bajaba, así lloviese, nevase
o apedrease, y me viera sola, prestando oídos a lo que hablaba aquel «huevón»,
como
siempre le llamaba, me tomaría del brazo y con un enérgico impulso me subiría a
la grupa.
Pero nadie de mi familia está entre los vivos para ponerlo en su
sitio.
¡Cómo recuerdo aquél primer
beso! Y el segundo, y el tercero… Todos perduran a través del tiempo. Nunca
olvidé las misas dominicales en la parroquia de San Pedro -ya no existe- cuando su pierna rozaba la
mía. Miré con disimulo y lo encontré apoyado en su bastón, filosofando…
-Ahora,
Antonia, estamos en la tercera edad.
-Sí.
Así llamamos a la vejez de antes. -Y
parpadeé como cuando era joven y quería gastarle una cuchufleta.
-¿Sabes?
La artrosis es una de mis tantas peplas -comenta
como si quisiera inspirar lástima.
Veo venir a lo lejos una
figura conocida. Es el Emeterio que silencioso y tardo, camina poniendo un pie
delante del otro sin perder el equilibrio. Los años no parecen pasar por él. Al
llegar me mira asombrado, desliza su torva mirada hacia el Antonio, escupe y declara
con parsimonia:
-Vengo
de desyerbar en la huerta, y te traigo de regalo unos tomates -echándole un vistazo al paisano
de la cabeza a los pies, exclamó-.
¡Hay que ver lo promiscua que es la vegetación!
Se coloca a mi vera, me tiende
su brazo, que tomé agradecida, y argumentando como si de un gran sabio se
tratase, soltó: «La vida rueda con serenidad
por estos lares y todo intruso se me hace hostil.»
© Marieta Alonso Más
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