Alzó el rostro,
preguntándose de dónde vendría toda aquella luz que entraba a raudales por su
ventana. Intentó esconder la cabeza baja lo almohada, pero el brillo que se
colaba por los resquicios de las sábanas hizo que cualquier intento de huir
fuera imposible. El día había llegado y
no podía hacer nada para evitarlo. Se incorporó de mala gana en la cama y
se tocó el cabello: lo tenía hecho un desastre debido al calor de la noche. Aún
tenía el cuerpo impregnado del sudor nocturno.
Con un esfuerzo y más
de un quejido se puso en pie y se encaminó al baño mientras el bulto que había
dejado en el lecho se movía con lentitud. Aunque sus pensamientos eran caóticos
recordaba que ambos se habían ido a dormir enfurruñados. De ahí la mueca de disgusto que se le pintó en los labios cuando se
metió en la ducha y dejó que el agua recorriera su cuerpo de arriba a abajo.
Aquello era la gloria en comparación con la pegajosa noche que había tenido.
Cuando su pareja abrió
la mampara de la ducha para meterse con ella apenas se dio cuenta y solo en el
momento en el que unas manos suaves se colocaron en sus hombros sintió un
escalofrío en la columna vertebral. No
estaba segura de querer hacer las paces tan pronto y así fue a decírselo,
aunque la intención se quedó en un simple amago. El primer beso en el
cuello la tomó totalmente desprevenida. Soltó un extraño ruido, entre un jadeo
y una advertencia, y se volvió de golpe, encarando aquel rostro con barba de
varios días.
El agua seguía
cayendo, inexorable, y seguiría haciéndolo sin que nadie hiciera movimiento
alguno para evitarlo. Porque cuando sus
labios se encontraron en un arrebato todo dejó de tener sentido. El enfado
de la noche anterior, el cristal empañado, el calor que insistía en estropear
los días de verano, el resto del universo...
© M. J. Pérez
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