La Puerta del Perdón Catedral de Santiago de Compostela |
Tanto tiempo de pecado le pesaba. ¿O más bien serían
los años? ¿Quién sabe?, pero desde luego sentía como si una piedra maligna y
sólida se le hubiera enquistado en el corazón, como un cuerpo extraño. Aunque
tampoco estaba segura de si el corazón estaba a la izquierda o a la
derecha, siempre había sido poco instruida y algo olvidadiza, pero el
dolor, ¡Ay el dolor!, y ese cuerpo extraño, eso, era tan verdad como que vio
caerse una estrella del cielo.
Le habían contado maravillas del Santo, y ella se las
creyó todas. ¡Qué carajo! Para eso era Santo y Santo importante con catedral,
misas, sombrero y hasta conchas. Le debían gustar las vieiras a Don
Santiago, aunque ella nunca las cató. Prefería la gente que le gustaba lo del
mar, le daban más confianza que los que se zampan la carne. Siempre pensó que
era más delicado comer los bichos marinos, había que tener educación para saber
tomarlos con finura, así que el Santo seguro que era educado y no le parecería
mal que llegara un poco estropeada, aunque había sacado sus mejores galas para
presentarse ante él.
El trecho que pudo hacer a pie, lo hizo, aunque, ¡Ay!,
ese cuerpo maligno que se le había metido en el costado, era un bicho que le
roía lento, lento y doloroso como un mal hijo que te chupa las entrañas. Cuando
ya le costaba dar pasos, un carretero la dejó subirse en la parte de atrás y
entre la paja se adormecía, como si estuviera en un lecho de plumas.
Alguna vez, pocas, lo había hollado, pero nunca en solitario como ahora, sin
ningún peso al lado, sin tener que reír a la fuerza, sin soportar manos
extrañas ni desprecios. Si no fuera por lo que la roía por dentro, no recordaba
poder mirar al cielo tanto tiempo, ni sentir las sombras de los árboles o el
sol sobre su cara. ¡Qué feliz era!, como una princesa en un carro de plumas que
volaba a visitar al Santo, al que, según decían, con mirarle te perdonaba todo.
¡Ay el dolor! Tan sordo.
En la entrada de la ciudad, el carretero que por
caridad había recogido a esa pobre mujer que parecía no tenerse en pie, fue a
decirle que bajara y la encontró quieta, con los brazos abiertos y mirando al
cielo con una sonrisa petrificada. Si ya lo decía él, no hay buena acción que
no tenga su castigo y por apiadarse de la vieja, ahora iba y se moría en su
carro. ¡Maldita sea! Esperó a que llegara la noche, la tapó con un saco,
pesaba como un niño, y la dejó ante la puerta del Perdón.
A la mañana siguiente empezó un alboroto por la
ciudad. ¡Milagro, milagro!, gritaban por las calles, otro milagro del Señor
Santiago. Habían encontrado una mujer muerta tumbada a sus pies y un rayo de
luz que salía de los mismísimos ojos de piedra del Santo, le iluminaba la cara.
Parecía una niña.
© Cristina Vázquez
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