Desde
su improvisada atalaya dominaba todo sin ser visto. El campo infinito, el
olivar inmenso, las montañas allá a lo lejos, la extensión salpicada de verde y
verde y más verde que cabalgaba hasta que se perdía en un horizonte también
verde de olivos. Desde aquel lugar dominaba el lago, el castillo y el pueblo,
dominaba hasta el aire que apretaba los pulmones de tan puro. Y desde allí
arriba, sobre una rama gruesa y retorcida —debía tener un infinito de años a su
espalda—, su fortaleza particular, fue donde la vio por vez primera, en
secreto, como si fuera un águila a la caza de su presa. La vio y el alma se le
llenó de suspiros.
Sabía
quién era, ¿cómo no saberlo?, la hija pequeña del dueño de todo aquello que
tenía delante y probablemente más allá, la única niña después de cuatro varones,
el tesoro privado de los Marqueses de Villaflora, los amos de tantos y tantos
olivos que se extendían hasta que la vista ya no podía más y los ojos se
achicaban formando rendijitas. Esa era ella, Manuela, así llamada en honor a su
abuela paterna, una verdadera dama. Por aquellos tiempos lejanos, con motivo de
su nacimiento se celebró una grandiosa fiesta —baile, comida y jolgorio— tanto
en el castillo como en el pueblo, todos los empleados de los marqueses
recibieron un jornal extraordinario y las celebraciones se prolongaron a lo
largo del fin de semana, unas jornadas fastuosas salpicadas de flores y sonrisas.
Los trabajadores, sin faltar uno, acudieron en tropel a contemplar a la niña,
blanca y rubia. Entre ellos, los propios padres de Hugo. Hugo no lo recordaba
porque solo tenía dos años en aquellos días de gloria, muy azules y muy verdes,
porque el cielo y la tierra quedaron comprimidos en una algarabía desconocida de
sonrisas para la conmemoración de aquel nacimiento.
El
firmamento empezaba a deshacerse hacia el atardecer. Desde su atalaya Hugo pudo
ver a Doña Fernanda, la madre de Manuela, la Marquesa de Villaflora en persona,
acompañada por un par de damas, tan elegantes como ella misma, tintineo de
pulseras y collares, paseando y charlando por el olivar, y a su hija Manuela, que
las seguía unos cuantos metros detrás, se diría olvidada, tocando todos los árboles
a medida que pasaba junto a ellos. También tocó aquel en el que estaba
encaramado Hugo, quien la contempló desde las alturas y se preguntó que de
dónde habría surgido tanta belleza y tanta dulzura, parecía un verdadero ángel,
allí, en medio de una nada verde, en el centro de un olivar inmenso. Y la
muchacha continuó su caminar tras las señoras sin percatarse de que dos ojos de
color noche la perseguían y la habían grabado fascinados. Aquel día la vida del
joven dio una voltereta en el aire.
Hugo,
desde su atalaya oculta, ya no contemplaba el campo, ni el viento, ni el
castillo, ni el olivar, ni el mundo verde que le rodeaba, porque todo aquello había
dejado de interesarle. A partir del día en que divisó a Manuela, subía todas
las tardes a esperarla por si su figura surgía tras el séquito de las damas
elegantes, unas tardes aparecía, otras no, dependía del tiempo y del sol, y
también de la época del año, o no dependía de nada en concreto sino de que
simplemente apareciesen, y desde allí la observaba soñando con sus labios,
imaginando locuras a su lado, desgranando las palabras que pronunciaría ante
ella, cómo mirarían sus ojos, cómo sonaría su voz, cómo le acariciarían sus
manos, suponiendo que algún día se atreviera a acercarse. Y así, un sueño
detrás de otro, se le iban las tardes subido a la rama de un olivo centenario,
a la búsqueda de una sombra y un alma. No sabía cómo comportarse ni cómo actuar,
pero sí sabía que no podía ni debía hacer mucho más de lo que estaba haciendo,
aunque lo deseara.
Manuela
era la hija del dueño de aquel grandioso marquesado y él era el hijo de dos de
sus sirvientes, su padre trabajaba en los campos y su madre en las cocinas del
castillo. Manuela poseía grandes riquezas y él no tenía más que unas pocas
monedas en los bolsillos, fruto de su trabajo, aunque casi todo lo entregaba a
su madre, no había otro remedio, tenían que comer y vivir. Manuela habitaba en
un castillo fastuoso y él en una humilde casita de un pueblo perdido. Manuela
escalaría a lo largo de su vida las cumbres de las altas esferas y el sería por
siempre un humilde empleado. Al fin y a la postre, Manuela tenía su destino
escrito en las estrellas y él en los charcos.
Encaramado
a su rama, se le escapó algo que podría confundirse con un sollozo.
El
mes de mayo estallaba ingrávido entre mariposas y flores. Aquel día, por una u
otra razón —porque llevaba mucho tiempo contemplándola, o porque las palabras
se escapaban solas, o porque se le atragantaban los suspiros en el centro de la
garganta, quién podría saberlo—, Hugo pensó que había llegado el momento de surgir
de la nada, de aparecer en la vida de su adorada Manuela, de darse a conocer,
de que ella por fin supiera de su existencia, ya que, de lo contario, acabaría
muriendo de pena y silencio. No sucedería nada porque nada podía suceder tras
su hazaña —tal vez una sonrisa o tal vez un rechazo—, pero llevaba demasiado
tiempo acumulando tantos sinsabores que era totalmente necesario actuar de
alguna manera.
Arrancó
una rama de olivo con su flor correspondiente y esperó.
Aparecieron
por el camino que llevaba al castillo y se adentraron en el olivar, la tarde
cayendo a plomo, esta vez eran cuatro damas, una estela de perfume tras de
ellas, y la joven a la zaga, tocando los árboles y deteniéndose de cuando en
cuando a observar cualquier pequeño detalle que brindara la naturaleza. Hugo ni
siquiera respiraba. Descendió hasta posarse en la rama más cercana al suelo,
hasta que Manuela llegó al olivo donde él se encontraba agazapado y cuando la
tuvo a dos pasos, chistó desde arriba. Manuela levantó la cabeza extrañada, vio
a su enamorado —sin saber todavía que lo era—, y abrió la boca estupefacta
mientras el joven se ponía un dedo sobre su boca fruncida para que ella no
profiriese una palabra, algo que, en realidad, no podría haber hecho porque se
lo impedía el asombro. Aprovechando el momento de desconcierto, Hugo alargó su
brazo izquierdo, entregó a Manuela la rama de olivo con su flor correspondiente
—rapa era el nombre de dicha flor—, y empezó a trepar hacia las alturas desapareciendo
al instante.
La
muchacha permaneció quieta, con la rama en la mano, pensando si aquello había
sido un sueño o un engaño de su imaginación. Miró hacia arriba, hacia la copa
del árbol, y no vio más que hojas, ramas, flores y muchas sombras entremedias.
Agazapado
en lo alto de la copa, Hugo intentó agarrarse el corazón con las manos porque creyó
que iba a salir dando saltos por la campiña. Era un valiente, se había atrevido
a presentarse ante ella, había visto sus ojos casi transparentes, su boca
formada de cerezas y sus manos hechas de rocío suave, y le había entregado la
rama y la flor, lo único que poseía, y ella le había mirado asustada, sin saber
qué hacer ni cómo actuar. No podía creer que se hubiera atrevido a tal hazaña.
Aquella tarde llegó a su casa montado en el potro blanco de las ilusiones.
A
partir de ese día grandioso, y normalmente tras una jornada de arduo trabajo
junto a su padre, Hugo sacaba fuerzas de su interior desesperado y la mayoría
de las tardes aguardaba a Manuela encaramado en su árbol. Y Manuela acudía
siempre que le era posible, unas veces sola, otras en compañía de su madre y
las damas, dejándolas caminar delante, a recibir los halagos, las sonrisas y
las escasas palabras de aquel muchacho que le parecía el paradigma de la
dulzura y el hijo del misterio. No sabía quién era, pero no importaba. Se
llamaba Hugo, eso sí lo sabía, porque se lo había dicho él, y el resto carecía
de interés. Y ella también le había dicho su nombre, aunque no hiciera falta
porque todo el mundo conocía a Manuela, la única hija de los Marqueses de
Villaflora.
Durante
aquellos encuentros secretos bañados de melancolía y secretismo, ojos y manos
acariciando, los jóvenes hablaban poco pero sí lo suficiente para saber un
pellizco de sus vidas y captar una chispa de sus almas, y al cabo del tiempo
acabaron por comprender que se amaban y se amarían hasta el final de los siglos
con ese amor estilo aceituna, tan amarga al principio y tan deliciosa a la
postre, tal y como estaban seguros que finalizaría su sueño, porque aquel sueño
debería acabar bien, y se confesaron pasión incondicional y eternidad sucediera
lo que sucediese, como si la eternidad fuera un pedazo de arcilla que pudieran
moldear a su antojo. Dadas sus extrañas circunstancias, no eran muchos los días
que podían encontrarse, pero sí intensos, las pupilas prendidas en las pupilas,
las manos buscando trocitos de piel y los corazones al galope, parecidos a potros
desbocados.
Manuela
escapaba y corría hacia su olivo favorito. Hugo observaba el camino. Ambos se
encontraban y se amaban a base de silencios. Manuela sonreía. Hugo bebía a
tragos lentos sus labios y sus palabras. Ambos se decían verdades que a la
postre serían mentiras, pero eran felices, allí, en medio de un olivar que se
diría infinito. Jamás hablaban del futuro porque solo tenían presente y lo
vivían y lo disfrutaban como si no hubiera más allá.
Fue
un amor secreto de ojos y labios del que nadie, salvo ellos, tuvo conocimiento.
Y
así transcurrió casi un año de cariño y peripecias, un año vivido en un olivar
plantado de sueños, hasta ese mes de marzo, época de floración de los olivos, en
que casi no pudieron verse por las lluvias intensas que inundaron las tierras,
los campos y el pueblo, y ya no se vieron de nuevo porque fue a partir de ese
momento cuando Manuela dejó de acudir a sus encuentros con Hugo. Así, de
repente, sin una palabra, sin una explicación, sin una razón aparente, Manuela
desapareció. No volvió a dar señales de vida, no volvió a pisar el olivar, no
volvió a unirse con el muchacho bajo su árbol-atalaya, como si hubiera sido un
espectro que se volatilizara en el camino al castillo. El joven esperó un día
tras otro ver surgir el cuerpo de su amada por el sendero, esperó oír sus pasos
mientras se acercaba, esperó escuchar sus palabras cálidas y contemplar sus
ojos buscando miradas y arrullos, pero nada de eso sucedió. Hugo, encaramado en
su rama, permaneció a la espera de su adorada Manuela una tarde tras otra, un
día tras otro, un suspiro tras otro, sin perder jamás las esperanzas, pero en
sus manos solo quedó una nada profunda e incomprensible.
No
entendía qué podía haber sucedido, quizás le hubiera ocurrido algo malo, o
estuviera enferma y aparecería en cualquier momento, o su madre hubiera
descubierto su aventura y la hubiese encerrado por siempre en sus aposentos,
aunque no creía porque habían sido muy precavidos. No podía imaginar cuál sería
el motivo de su repentina desaparición, pero sabía sin lugar a dudas que su
amada no tendría forma de comunicarse con él para informarle de cualquier
noticia, ni podría enviar a nadie a hacerlo, dado el secretismo en el que se movían,
por lo que solo le cabía esperar y seguir esperando. Y eso es lo que hizo.
La
mayoría de las tardes —no todas porque tal comportamiento hubiera resultado altamente
sospechoso— llegaba ansioso al olivar cuando el cielo empezaba a teñirse de
sombras y arrullos, la hora del paseo de Manuela, ascendía a su improvisada
atalaya, perdía los ojos en el camino a la morada de su amor y esperaba
impaciente verla aparecer, algo que no sucedió ni, aparentemente, volvería a
suceder dado cariz que estaban tomando los acontecimientos.
Ignorante
de los posibles motivos que habían llevado a Manuela a no volver a sus citas, el
interior agotado de Hugo se reconcomía lentamente.
Transcurrieron
los días y el mes de abril surgió oscuro por dentro y por fuera de su alma.
Manuela
se había hecho humo.
Y
la duda y la angustia quedaron prendidas en la oscuridad de los interrogantes
hasta aquella noche. Fue su propia madre quien, sirviendo la cena, despejó el
tétrico horizonte de su hijo con una frase que le hizo trizas el corazón:
—Todo
anda muy revuelto en el castillo últimamente, no os lo podéis imaginar, aquello
es un guirigay. Y es comprensible: al parecer se nos casa la niña.
No
hizo falta preguntar de qué niña se trataba. Hugo lo comprendió al instante. Apretó
los dientes y cerró los ojos. Se nos casa la niña, Manuela, su niña, su tesoro,
Manuela se casaba, Manuela… pensó el joven, no es posible, no puede ser cierto,
me estás engañando, madre, no me lo creo, no, no me lo creo, no, no, no, no, no...
Quiso
preguntar, pero no hizo ninguna falta, su madre le ofreció la realidad servida
en una bandeja de terror: Don Justo y Doña Fernanda, Marqueses de Villaflora,
habían pactado la unión de su única hija, a punto de cumplir los diecisiete
abriles, con el hijo mayor de los Condes de Albalisia, los amos y señores de
los territorios aledaños al marquesado, más filas y filas de olivos unas junto
a otras, más extensiones inmensas, más verde inacabable. Todo había estallado
en júbilo al conocerse la futura unión de Manuela que, según decían, estaba
acordada desde hacía tiempo. La boda se celebraría casi de inmediato, en muy pocas
semanas, a mediados o finales del mes de mayo, y el castillo se había
convertido en un ir y venir continuo de actividades y preparativos diversos
relacionados con el acontecimiento.
Tras
el brutal golpe que supuso para su corazón aquella infausta nueva, Hugo dejó su
plato casi intacto —el dolor se le hacía astillas en la garganta impidiéndole
tragar—, y salió al exterior a aspirar un poco de aire. Se zambulló en el olivar
más cercano y tomó asiento junto a un árbol, uno de tantos testigos de su
desolación. Sentía el odio burbujeando por todo su cuerpo, la rabia, la pena,
el dolor, todo un conglomerado de miserias paseando arriba y abajo, y los celos
sin sentido hacia aquel desconocido que en muy poco tiempo tomaría posesión de
su amor y que, sin saberlo ni sospecharlo, haría trizas su esperanza, su
ilusión y su vida. Pero nada podía hacer y lo sabía, lo había sabido siempre y
no había querido verlo nunca.
Pensó
en presentarse ante ella, Manuela, y declararle lo que ambos ya sabían, que su
verdadero amor era él, Hugo, no aquel con quien iba a desposarse, probablemente
un rico heredero que nada sabía de sentimientos, ni de esperas, ni de amores
brujos como el suyo propio; pensó toda la noche colgado de las estrellas que le
acompañaban; pensó en una venganza, una firme y retorcida venganza para gritar
su desesperación. No podía hacer nada… pero si podía.
Por
su mente patinó una y otra vez la imagen de Manuela, a quien probablemente no
volvería a ver jamás. Manuela a su lado, Manuela sonriendo, Manuela en el
olivar, Manuela bajo el árbol, Manuela… Estaría encerrada en el hogar paterno y
no tendría permitido salir hasta el mismo día de la boda que se celebraría en
la capilla del castillo, y posteriormente presidiría un fastuoso banquete en la
morada de los Condes de Albalisia, de donde ya posiblemente no saldría de nuevo,
quedando para siempre a merced de su esposo. Se acabaron los paseos, se
acabaron los encuentros, se acabaron las miradas, las sonrisas, los silencios a
su lado.
Los
pensamientos le atormentaban.
Su
voz, su encanto, su calidez, su boca, sus dedos sobre la piel del atardecer, su
dulzura, las ramas de los árboles, su ilusión, su secreto tan bien guardado, la
dulce y repetida espera rodeada de olivos, su amor estilo aceituna…
Durante
el día trabajaba hasta la extenuación y por las noches quedaba machacado de
frustración y pensamientos.
No
podía hacer nada y nada hizo salvo reconcomerse el alma rebozándose continuamente
en los recuerdos. O sí podía… El odio se apoderaba de él. Y a medida que se
acercaba la fecha del evento, de la boda de su amada, su alma se hundía más y
más en las marismas oscuras de la incomprensión y el desaliento.
A
primeros de mayo, cuando estaba a punto de producirse la aparición de las
primeras flores en los olivos, Hugo decidió actuar, decirle a Manuela que él
estaba allí y que estaría siempre, mandarle de alguna manera un mensaje en el
que quedara encerrado todo su sentimiento, su inútil sentimiento que no
serviría para nada, sin duda alguna. Otra cosa no podría hacer, o sí, pero no.
Y posteriormente, ya vería su forma de actuación, o su forma de no actuación,
lo ignoraba, pues no quería pensar porque los pensamientos se transformaban de
inmediato en heridas y él ya estaba sufriendo demasiado con el horror de la
tortura de su amada en los brazos de otro para siempre.
Salía
noche tras noche a contemplar las estrellas y durante el día se hundía
irremediablemente en un enorme saco de silencio y frustración, sabiendo de
antemano que poco podía hacer para solucionar su dilema.
Dos
días antes del casamiento, cuando el castillo y el pueblo bullían de
sensaciones y actividades, Hugo salió de su casa encaminándose hacia el olivar,
se detuvo bajo uno de los olivos, espléndido con sus flores blancas, y cerró
los ojos guardando la imagen de Manuela bajo la piel. Suspiró profundamente y cortó
una rama.
Aquella
misma tarde, ya casi al anochecer, se dirigió al castillo de los Marqueses de
Villaflora con su rama de olivo en la mano, entró por la puerta de las cocinas,
la que traspasaba su madre a diario para ir al trabajo. Nadie se percató de su
presencia confundido entre el ir y venir de los sirvientes. Y subió por las
escaleras hacia la zona de los salones. Conocía bien los recovecos de aquella
grandiosa vivienda, había corrido por allí muchas veces siendo muy pequeño,
cuando su madre le llevaba consigo por no poder dejarle solo en la casa.
Procuró esconderse tras las columnas y en las esquinas para no tener tropiezos
inesperados. En una de las diversas salas existentes, aroma de luna y rosas,
estaban depositados los regalos para los contrayentes. Efectivamente, allí se exhibían
cientos y cientos de dádivas de las más variadas procedencias, quedando
expuestas a la vista de cualquier visitante.
Hugo
contempló los numerosos objetos que tenía delante, avanzó unos pasos y depositó
la rama de olivo con sus flores blancas sobre una repisa. Junto a ella se dejó
el alma.
Ella
sabría de dónde procedía aquel delicado obsequio que tanto significaba para él.
Permaneció
unos instantes pensativo guardándose la rabia en algún lugar profundo, y salió
de inmediato de la sala, procurando ocultarse de todo el que pasara por allí.
Ella
comprendería el amor y el sentimiento que encerraba aquel mensaje.
Abandonó
el castillo sin apenas haberse hecho notar, como una sombra más entre las
sombras, como un espectro, dejando dentro el fantasma de su amor desgajado.
Ella,
únicamente ella, entendería el significado.
Al
salir del castillo, Hugo se hundió en una noche muy negra, acompañado de muchas
nubes espesas y muchos olivos suaves que, a partir de aquel momento, podrían
llegar a ser sus eternos compañeros, aunque sabía que en unos instantes
dejarían de serlo porque él se encargaría de ello porque los haría desaparecer.
La furia y la rabia se habían apoderado de todo su ser. Manuela, Manuela,
Manuela… ¿por qué? Él era muy poco para ella, él no significaba nada, él era
miseria.
Se
acercó a su casa, tomó un tronco delgado, lo encendió en la chimenea formando
una tea y empezó a caminar hacia los campos de los Condes de Albalisia.
Sucumbirían todos bajo el fuego, todos los olivos, todo el olivar, la campiña
al completo, él mismo se encargaría de ellos, los haría desaparecer, crearía un
infierno de humo y llamas. Guiado por el odio se adentró en los olivares con la
tea encendida en la mano. Cruzó los campos del marquesado cabalgando en el
potro de la demencia absoluta hasta llegar a la cima del cerro que separaba los
dominios. Contempló todo aquello que iba a destrozar en un instante. El odio lo
consumía y su llama interior lo devoraba. Iba a terminar con todo, iba a
arrasar todo, iba a destrozar todo. El fuego acabaría con su angustia.
Un
espantoso trueno reventó la noche. Los nubarrones se arremolinaron y empezó a
llover de forma inclemente, sin sentido, como un aullido inmenso que se
prolongara hasta el horizonte y más allá.
Hugo
extendió la mirada por la negrura del firmamento mientras el agua mojaba sin
piedad su cuerpo y apagaba la tea que ardía en su mano.
Permaneció
allí de rodillas, bajo la lluvia torrencial, durante un tiempo infinito, jamás
supo cuánto, mucho, tal vez horas, tal vez siglos, no podría calcularlo, con la
tea apagada, con el corazón supurando angustia y con el alma empapada de
llanto.
Adiós,
Manuela… Adiós para siempre…
Su
interior profundo quedó inundado de tristeza de arriba abajo.
Estuvo
lloviendo toda la noche.
Al
amanecer contempló los campos que se perdían por el horizonte, los olivos ahora
limpios, el cielo despejado, la luz que hería, la inmensa campiña que debía
haber sucumbido bajo las llamas y que se extendía inmensa y, levantándose de
aquel lecho de tierra, lanzó lejos la tea apagada y empezó a caminar
dirigiéndose lentamente a su casa.
© Blanca del Cerro
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