viernes, 21 de junio de 2019

Blanca del Cerro: Amor estilo aceituna



Desde su improvisada atalaya dominaba todo sin ser visto. El campo infinito, el olivar inmenso, las montañas allá a lo lejos, la extensión salpicada de verde y verde y más verde que cabalgaba hasta que se perdía en un horizonte también verde de olivos. Desde aquel lugar dominaba el lago, el castillo y el pueblo, dominaba hasta el aire que apretaba los pulmones de tan puro. Y desde allí arriba, sobre una rama gruesa y retorcida —debía tener un infinito de años a su espalda—, su fortaleza particular, fue donde la vio por vez primera, en secreto, como si fuera un águila a la caza de su presa. La vio y el alma se le llenó de suspiros.
Sabía quién era, ¿cómo no saberlo?, la hija pequeña del dueño de todo aquello que tenía delante y probablemente más allá, la única niña después de cuatro varones, el tesoro privado de los Marqueses de Villaflora, los amos de tantos y tantos olivos que se extendían hasta que la vista ya no podía más y los ojos se achicaban formando rendijitas. Esa era ella, Manuela, así llamada en honor a su abuela paterna, una verdadera dama. Por aquellos tiempos lejanos, con motivo de su nacimiento se celebró una grandiosa fiesta —baile, comida y jolgorio— tanto en el castillo como en el pueblo, todos los empleados de los marqueses recibieron un jornal extraordinario y las celebraciones se prolongaron a lo largo del fin de semana, unas jornadas fastuosas salpicadas de flores y sonrisas. Los trabajadores, sin faltar uno, acudieron en tropel a contemplar a la niña, blanca y rubia. Entre ellos, los propios padres de Hugo. Hugo no lo recordaba porque solo tenía dos años en aquellos días de gloria, muy azules y muy verdes, porque el cielo y la tierra quedaron comprimidos en una algarabía desconocida de sonrisas para la conmemoración de aquel nacimiento.
El firmamento empezaba a deshacerse hacia el atardecer. Desde su atalaya Hugo pudo ver a Doña Fernanda, la madre de Manuela, la Marquesa de Villaflora en persona, acompañada por un par de damas, tan elegantes como ella misma, tintineo de pulseras y collares, paseando y charlando por el olivar, y a su hija Manuela, que las seguía unos cuantos metros detrás, se diría olvidada, tocando todos los árboles a medida que pasaba junto a ellos. También tocó aquel en el que estaba encaramado Hugo, quien la contempló desde las alturas y se preguntó que de dónde habría surgido tanta belleza y tanta dulzura, parecía un verdadero ángel, allí, en medio de una nada verde, en el centro de un olivar inmenso. Y la muchacha continuó su caminar tras las señoras sin percatarse de que dos ojos de color noche la perseguían y la habían grabado fascinados. Aquel día la vida del joven dio una voltereta en el aire.
Hugo, desde su atalaya oculta, ya no contemplaba el campo, ni el viento, ni el castillo, ni el olivar, ni el mundo verde que le rodeaba, porque todo aquello había dejado de interesarle. A partir del día en que divisó a Manuela, subía todas las tardes a esperarla por si su figura surgía tras el séquito de las damas elegantes, unas tardes aparecía, otras no, dependía del tiempo y del sol, y también de la época del año, o no dependía de nada en concreto sino de que simplemente apareciesen, y desde allí la observaba soñando con sus labios, imaginando locuras a su lado, desgranando las palabras que pronunciaría ante ella, cómo mirarían sus ojos, cómo sonaría su voz, cómo le acariciarían sus manos, suponiendo que algún día se atreviera a acercarse. Y así, un sueño detrás de otro, se le iban las tardes subido a la rama de un olivo centenario, a la búsqueda de una sombra y un alma. No sabía cómo comportarse ni cómo actuar, pero sí sabía que no podía ni debía hacer mucho más de lo que estaba haciendo, aunque lo deseara.
Manuela era la hija del dueño de aquel grandioso marquesado y él era el hijo de dos de sus sirvientes, su padre trabajaba en los campos y su madre en las cocinas del castillo. Manuela poseía grandes riquezas y él no tenía más que unas pocas monedas en los bolsillos, fruto de su trabajo, aunque casi todo lo entregaba a su madre, no había otro remedio, tenían que comer y vivir. Manuela habitaba en un castillo fastuoso y él en una humilde casita de un pueblo perdido. Manuela escalaría a lo largo de su vida las cumbres de las altas esferas y el sería por siempre un humilde empleado. Al fin y a la postre, Manuela tenía su destino escrito en las estrellas y él en los charcos.
Encaramado a su rama, se le escapó algo que podría confundirse con un sollozo.
El mes de mayo estallaba ingrávido entre mariposas y flores. Aquel día, por una u otra razón —porque llevaba mucho tiempo contemplándola, o porque las palabras se escapaban solas, o porque se le atragantaban los suspiros en el centro de la garganta, quién podría saberlo—, Hugo pensó que había llegado el momento de surgir de la nada, de aparecer en la vida de su adorada Manuela, de darse a conocer, de que ella por fin supiera de su existencia, ya que, de lo contario, acabaría muriendo de pena y silencio. No sucedería nada porque nada podía suceder tras su hazaña —tal vez una sonrisa o tal vez un rechazo—, pero llevaba demasiado tiempo acumulando tantos sinsabores que era totalmente necesario actuar de alguna manera.
Arrancó una rama de olivo con su flor correspondiente y esperó.
Aparecieron por el camino que llevaba al castillo y se adentraron en el olivar, la tarde cayendo a plomo, esta vez eran cuatro damas, una estela de perfume tras de ellas, y la joven a la zaga, tocando los árboles y deteniéndose de cuando en cuando a observar cualquier pequeño detalle que brindara la naturaleza. Hugo ni siquiera respiraba. Descendió hasta posarse en la rama más cercana al suelo, hasta que Manuela llegó al olivo donde él se encontraba agazapado y cuando la tuvo a dos pasos, chistó desde arriba. Manuela levantó la cabeza extrañada, vio a su enamorado —sin saber todavía que lo era—, y abrió la boca estupefacta mientras el joven se ponía un dedo sobre su boca fruncida para que ella no profiriese una palabra, algo que, en realidad, no podría haber hecho porque se lo impedía el asombro. Aprovechando el momento de desconcierto, Hugo alargó su brazo izquierdo, entregó a Manuela la rama de olivo con su flor correspondiente —rapa era el nombre de dicha flor—, y empezó a trepar hacia las alturas desapareciendo al instante.
La muchacha permaneció quieta, con la rama en la mano, pensando si aquello había sido un sueño o un engaño de su imaginación. Miró hacia arriba, hacia la copa del árbol, y no vio más que hojas, ramas, flores y muchas sombras entremedias.
Agazapado en lo alto de la copa, Hugo intentó agarrarse el corazón con las manos porque creyó que iba a salir dando saltos por la campiña. Era un valiente, se había atrevido a presentarse ante ella, había visto sus ojos casi transparentes, su boca formada de cerezas y sus manos hechas de rocío suave, y le había entregado la rama y la flor, lo único que poseía, y ella le había mirado asustada, sin saber qué hacer ni cómo actuar. No podía creer que se hubiera atrevido a tal hazaña. Aquella tarde llegó a su casa montado en el potro blanco de las ilusiones.
A partir de ese día grandioso, y normalmente tras una jornada de arduo trabajo junto a su padre, Hugo sacaba fuerzas de su interior desesperado y la mayoría de las tardes aguardaba a Manuela encaramado en su árbol. Y Manuela acudía siempre que le era posible, unas veces sola, otras en compañía de su madre y las damas, dejándolas caminar delante, a recibir los halagos, las sonrisas y las escasas palabras de aquel muchacho que le parecía el paradigma de la dulzura y el hijo del misterio. No sabía quién era, pero no importaba. Se llamaba Hugo, eso sí lo sabía, porque se lo había dicho él, y el resto carecía de interés. Y ella también le había dicho su nombre, aunque no hiciera falta porque todo el mundo conocía a Manuela, la única hija de los Marqueses de Villaflora.
Durante aquellos encuentros secretos bañados de melancolía y secretismo, ojos y manos acariciando, los jóvenes hablaban poco pero sí lo suficiente para saber un pellizco de sus vidas y captar una chispa de sus almas, y al cabo del tiempo acabaron por comprender que se amaban y se amarían hasta el final de los siglos con ese amor estilo aceituna, tan amarga al principio y tan deliciosa a la postre, tal y como estaban seguros que finalizaría su sueño, porque aquel sueño debería acabar bien, y se confesaron pasión incondicional y eternidad sucediera lo que sucediese, como si la eternidad fuera un pedazo de arcilla que pudieran moldear a su antojo. Dadas sus extrañas circunstancias, no eran muchos los días que podían encontrarse, pero sí intensos, las pupilas prendidas en las pupilas, las manos buscando trocitos de piel y los corazones al galope, parecidos a potros desbocados.
Manuela escapaba y corría hacia su olivo favorito. Hugo observaba el camino. Ambos se encontraban y se amaban a base de silencios. Manuela sonreía. Hugo bebía a tragos lentos sus labios y sus palabras. Ambos se decían verdades que a la postre serían mentiras, pero eran felices, allí, en medio de un olivar que se diría infinito. Jamás hablaban del futuro porque solo tenían presente y lo vivían y lo disfrutaban como si no hubiera más allá.
Fue un amor secreto de ojos y labios del que nadie, salvo ellos, tuvo conocimiento.
Y así transcurrió casi un año de cariño y peripecias, un año vivido en un olivar plantado de sueños, hasta ese mes de marzo, época de floración de los olivos, en que casi no pudieron verse por las lluvias intensas que inundaron las tierras, los campos y el pueblo, y ya no se vieron de nuevo porque fue a partir de ese momento cuando Manuela dejó de acudir a sus encuentros con Hugo. Así, de repente, sin una palabra, sin una explicación, sin una razón aparente, Manuela desapareció. No volvió a dar señales de vida, no volvió a pisar el olivar, no volvió a unirse con el muchacho bajo su árbol-atalaya, como si hubiera sido un espectro que se volatilizara en el camino al castillo. El joven esperó un día tras otro ver surgir el cuerpo de su amada por el sendero, esperó oír sus pasos mientras se acercaba, esperó escuchar sus palabras cálidas y contemplar sus ojos buscando miradas y arrullos, pero nada de eso sucedió. Hugo, encaramado en su rama, permaneció a la espera de su adorada Manuela una tarde tras otra, un día tras otro, un suspiro tras otro, sin perder jamás las esperanzas, pero en sus manos solo quedó una nada profunda e incomprensible.
No entendía qué podía haber sucedido, quizás le hubiera ocurrido algo malo, o estuviera enferma y aparecería en cualquier momento, o su madre hubiera descubierto su aventura y la hubiese encerrado por siempre en sus aposentos, aunque no creía porque habían sido muy precavidos. No podía imaginar cuál sería el motivo de su repentina desaparición, pero sabía sin lugar a dudas que su amada no tendría forma de comunicarse con él para informarle de cualquier noticia, ni podría enviar a nadie a hacerlo, dado el secretismo en el que se movían, por lo que solo le cabía esperar y seguir esperando. Y eso es lo que hizo.
La mayoría de las tardes —no todas porque tal comportamiento hubiera resultado altamente sospechoso— llegaba ansioso al olivar cuando el cielo empezaba a teñirse de sombras y arrullos, la hora del paseo de Manuela, ascendía a su improvisada atalaya, perdía los ojos en el camino a la morada de su amor y esperaba impaciente verla aparecer, algo que no sucedió ni, aparentemente, volvería a suceder dado cariz que estaban tomando los acontecimientos.
Ignorante de los posibles motivos que habían llevado a Manuela a no volver a sus citas, el interior agotado de Hugo se reconcomía lentamente.
Transcurrieron los días y el mes de abril surgió oscuro por dentro y por fuera de su alma.
Manuela se había hecho humo.
Y la duda y la angustia quedaron prendidas en la oscuridad de los interrogantes hasta aquella noche. Fue su propia madre quien, sirviendo la cena, despejó el tétrico horizonte de su hijo con una frase que le hizo trizas el corazón:
—Todo anda muy revuelto en el castillo últimamente, no os lo podéis imaginar, aquello es un guirigay. Y es comprensible: al parecer se nos casa la niña.
No hizo falta preguntar de qué niña se trataba. Hugo lo comprendió al instante. Apretó los dientes y cerró los ojos. Se nos casa la niña, Manuela, su niña, su tesoro, Manuela se casaba, Manuela… pensó el joven, no es posible, no puede ser cierto, me estás engañando, madre, no me lo creo, no, no me lo creo, no, no, no, no, no...
Quiso preguntar, pero no hizo ninguna falta, su madre le ofreció la realidad servida en una bandeja de terror: Don Justo y Doña Fernanda, Marqueses de Villaflora, habían pactado la unión de su única hija, a punto de cumplir los diecisiete abriles, con el hijo mayor de los Condes de Albalisia, los amos y señores de los territorios aledaños al marquesado, más filas y filas de olivos unas junto a otras, más extensiones inmensas, más verde inacabable. Todo había estallado en júbilo al conocerse la futura unión de Manuela que, según decían, estaba acordada desde hacía tiempo. La boda se celebraría casi de inmediato, en muy pocas semanas, a mediados o finales del mes de mayo, y el castillo se había convertido en un ir y venir continuo de actividades y preparativos diversos relacionados con el acontecimiento.
Tras el brutal golpe que supuso para su corazón aquella infausta nueva, Hugo dejó su plato casi intacto —el dolor se le hacía astillas en la garganta impidiéndole tragar—, y salió al exterior a aspirar un poco de aire. Se zambulló en el olivar más cercano y tomó asiento junto a un árbol, uno de tantos testigos de su desolación. Sentía el odio burbujeando por todo su cuerpo, la rabia, la pena, el dolor, todo un conglomerado de miserias paseando arriba y abajo, y los celos sin sentido hacia aquel desconocido que en muy poco tiempo tomaría posesión de su amor y que, sin saberlo ni sospecharlo, haría trizas su esperanza, su ilusión y su vida. Pero nada podía hacer y lo sabía, lo había sabido siempre y no había querido verlo nunca.
Pensó en presentarse ante ella, Manuela, y declararle lo que ambos ya sabían, que su verdadero amor era él, Hugo, no aquel con quien iba a desposarse, probablemente un rico heredero que nada sabía de sentimientos, ni de esperas, ni de amores brujos como el suyo propio; pensó toda la noche colgado de las estrellas que le acompañaban; pensó en una venganza, una firme y retorcida venganza para gritar su desesperación. No podía hacer nada… pero si podía.
Por su mente patinó una y otra vez la imagen de Manuela, a quien probablemente no volvería a ver jamás. Manuela a su lado, Manuela sonriendo, Manuela en el olivar, Manuela bajo el árbol, Manuela… Estaría encerrada en el hogar paterno y no tendría permitido salir hasta el mismo día de la boda que se celebraría en la capilla del castillo, y posteriormente presidiría un fastuoso banquete en la morada de los Condes de Albalisia, de donde ya posiblemente no saldría de nuevo, quedando para siempre a merced de su esposo. Se acabaron los paseos, se acabaron los encuentros, se acabaron las miradas, las sonrisas, los silencios a su lado.
Los pensamientos le atormentaban.
Su voz, su encanto, su calidez, su boca, sus dedos sobre la piel del atardecer, su dulzura, las ramas de los árboles, su ilusión, su secreto tan bien guardado, la dulce y repetida espera rodeada de olivos, su amor estilo aceituna…
Durante el día trabajaba hasta la extenuación y por las noches quedaba machacado de frustración y pensamientos.
No podía hacer nada y nada hizo salvo reconcomerse el alma rebozándose continuamente en los recuerdos. O sí podía… El odio se apoderaba de él. Y a medida que se acercaba la fecha del evento, de la boda de su amada, su alma se hundía más y más en las marismas oscuras de la incomprensión y el desaliento.
A primeros de mayo, cuando estaba a punto de producirse la aparición de las primeras flores en los olivos, Hugo decidió actuar, decirle a Manuela que él estaba allí y que estaría siempre, mandarle de alguna manera un mensaje en el que quedara encerrado todo su sentimiento, su inútil sentimiento que no serviría para nada, sin duda alguna. Otra cosa no podría hacer, o sí, pero no. Y posteriormente, ya vería su forma de actuación, o su forma de no actuación, lo ignoraba, pues no quería pensar porque los pensamientos se transformaban de inmediato en heridas y él ya estaba sufriendo demasiado con el horror de la tortura de su amada en los brazos de otro para siempre.
Salía noche tras noche a contemplar las estrellas y durante el día se hundía irremediablemente en un enorme saco de silencio y frustración, sabiendo de antemano que poco podía hacer para solucionar su dilema.
Dos días antes del casamiento, cuando el castillo y el pueblo bullían de sensaciones y actividades, Hugo salió de su casa encaminándose hacia el olivar, se detuvo bajo uno de los olivos, espléndido con sus flores blancas, y cerró los ojos guardando la imagen de Manuela bajo la piel. Suspiró profundamente y cortó una rama.
Aquella misma tarde, ya casi al anochecer, se dirigió al castillo de los Marqueses de Villaflora con su rama de olivo en la mano, entró por la puerta de las cocinas, la que traspasaba su madre a diario para ir al trabajo. Nadie se percató de su presencia confundido entre el ir y venir de los sirvientes. Y subió por las escaleras hacia la zona de los salones. Conocía bien los recovecos de aquella grandiosa vivienda, había corrido por allí muchas veces siendo muy pequeño, cuando su madre le llevaba consigo por no poder dejarle solo en la casa. Procuró esconderse tras las columnas y en las esquinas para no tener tropiezos inesperados. En una de las diversas salas existentes, aroma de luna y rosas, estaban depositados los regalos para los contrayentes. Efectivamente, allí se exhibían cientos y cientos de dádivas de las más variadas procedencias, quedando expuestas a la vista de cualquier visitante.
Hugo contempló los numerosos objetos que tenía delante, avanzó unos pasos y depositó la rama de olivo con sus flores blancas sobre una repisa. Junto a ella se dejó el alma.
Ella sabría de dónde procedía aquel delicado obsequio que tanto significaba para él.
Permaneció unos instantes pensativo guardándose la rabia en algún lugar profundo, y salió de inmediato de la sala, procurando ocultarse de todo el que pasara por allí.
Ella comprendería el amor y el sentimiento que encerraba aquel mensaje.
Abandonó el castillo sin apenas haberse hecho notar, como una sombra más entre las sombras, como un espectro, dejando dentro el fantasma de su amor desgajado.
Ella, únicamente ella, entendería el significado.
Al salir del castillo, Hugo se hundió en una noche muy negra, acompañado de muchas nubes espesas y muchos olivos suaves que, a partir de aquel momento, podrían llegar a ser sus eternos compañeros, aunque sabía que en unos instantes dejarían de serlo porque él se encargaría de ello porque los haría desaparecer. La furia y la rabia se habían apoderado de todo su ser. Manuela, Manuela, Manuela… ¿por qué? Él era muy poco para ella, él no significaba nada, él era miseria.
Se acercó a su casa, tomó un tronco delgado, lo encendió en la chimenea formando una tea y empezó a caminar hacia los campos de los Condes de Albalisia. Sucumbirían todos bajo el fuego, todos los olivos, todo el olivar, la campiña al completo, él mismo se encargaría de ellos, los haría desaparecer, crearía un infierno de humo y llamas. Guiado por el odio se adentró en los olivares con la tea encendida en la mano. Cruzó los campos del marquesado cabalgando en el potro de la demencia absoluta hasta llegar a la cima del cerro que separaba los dominios. Contempló todo aquello que iba a destrozar en un instante. El odio lo consumía y su llama interior lo devoraba. Iba a terminar con todo, iba a arrasar todo, iba a destrozar todo. El fuego acabaría con su angustia.
Un espantoso trueno reventó la noche. Los nubarrones se arremolinaron y empezó a llover de forma inclemente, sin sentido, como un aullido inmenso que se prolongara hasta el horizonte y más allá.
Hugo extendió la mirada por la negrura del firmamento mientras el agua mojaba sin piedad su cuerpo y apagaba la tea que ardía en su mano.
Permaneció allí de rodillas, bajo la lluvia torrencial, durante un tiempo infinito, jamás supo cuánto, mucho, tal vez horas, tal vez siglos, no podría calcularlo, con la tea apagada, con el corazón supurando angustia y con el alma empapada de llanto.
Adiós, Manuela… Adiós para siempre…
Su interior profundo quedó inundado de tristeza de arriba abajo.
Estuvo lloviendo toda la noche.
Al amanecer contempló los campos que se perdían por el horizonte, los olivos ahora limpios, el cielo despejado, la luz que hería, la inmensa campiña que debía haber sucumbido bajo las llamas y que se extendía inmensa y, levantándose de aquel lecho de tierra, lanzó lejos la tea apagada y empezó a caminar dirigiéndose lentamente a su casa.


© Blanca del Cerro

No hay comentarios:

Publicar un comentario