La casa de mi infancia olía a lilas y heno recién segado
en primavera, coincidiendo con la Semana Santa, cuando los misioneros, que iban
a predicar al pueblo, nos amenazaban con el fuego del infierno. A tierra mojada del patio recién regado, en
verano. En invierno, dominaba el olor a leña quemada y el tufo inconfundible
del brasero, pero cuando se acercaba la Navidad, mi casa como todo el pueblo olía
a dulces recién horneados. Recuerdo otros olores: el de la ropa limpia
secándose al sol, el de Netol en las camas doradas y el de naftalina en los
baúles antiguos.
El recuerdo de los sabores, seguramente idealizado, es,
cuanto menos, delicioso. El sabor que
predomina por encima de todos es el sabor a pan caliente. El pan era la base de
nuestras meriendas: pan con queso, con aceite, con azúcar, con chocolate. Con
el pan hacíamos migas de pastor, sopas de ajo, torrijas y tostadas. El pan era
imprescindible y casi venerado, se besaba al recogerlo si se caía de la mesa,
también se besaba al darlo a un pobre. Antiguamente se amasaba en casa y se
llevaba a cocer al horno del pueblo. Cuando era pequeña mi madre me hacía
muñecos de pan y bartolitos.
Los ruidos de la casa familiar eran muchos en mi infancia.
Recuerdo con temor los de la noche, como las campanas, cuando tocaban a muerto.
Las puertas que gemían al abrirse y cerrarse y el viento que se colaba por las
rendijas y la chimenea en las largas noches de invierno. Los muebles antiguos
también crujían como si se lamentaran. Durante el día, los ruidos eran amigos y
familiares: los de las cigüeñas en la
torre cercana de la iglesia, los zureos de las palomas y el cuchichí de las
perdices enjauladas, que mi padre usaba como reclamo, el ronroneo de los gatos
tendidos al sol. A lo lejos, las esquilas de las ovejas y los ladridos del
perro del pastor. Los pasacalles de la banda de música tocando en las fiestas.
La corneta del pregonero. El anuncio, con una armónica, del afilador. La voz
del ¡Tostonerooo!
Todos estos recuerdos, que forman el bagaje de mi infancia,
están mezclados en mi mente con las emociones que sentí entonces y que siento
ahora al recordarlos. Sé que están idealizados y que, tal vez, no sean del todo
exactos. Que los olores sean sabores y los ruidos sean producto de mi
imaginación poco importa. Yo los percibo así cuando evoco la casa familiar.
© Socorro
González–Sepúlveda Romeral
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