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domingo, 29 de marzo de 2020

Cristina Vázquez: ¿Qué ocultas?


La maldita mujer me había abandonado. Una mañana encontré un pequeño bloque de piedra y una carta. Supe que era de ella, pues su papel, de un inimitable y algo cursi tono rosado resultaba inconfundible. Lo abrí tembloroso. Joven y confiado en ese momento de la vida en el que me encontraba, todo lo que provenía de ella me inundaba de una inquieta emoción.

La cuartilla rosada y con borde ondulado, simplemente decía. “Dentro está el secreto y ahí me encontrarás”. Mi asombro y rabia corrieron parejos, valiente estupidez se le ocurría a esa mujer.

Traté de localizarla, pero todo fue inútil. En el hotel dónde estuvo viviendo no dejó ninguna seña y la amiga común que nos presentó me dijo burlona.

—¿Otro incauto incapaz de retenerla?

Aunque pateé los lugares dónde íbamos, tratando de encontrar algún rastro; nada resultó. Se había volatilizado como una sombra, un sueño pensaba yo entonces lleno de romántica desesperación.

Nuestra historia de amor fue breve e intensa. Se llamaba Magda, unos años mayor que yo y de origen húngaro, afirmaba ella sin mucho convencimiento, con un acento arrastrado y una pícara expresión violeta en los ojos. Nadie pudo aclararme de dónde venía ni a qué se dedicaba, pero estar a su lado me resultaba electrizante, como si de ella emanara algo magnético que me envolvía. Mis palabras cobraban un sentido nuevo; mis ideas de creación, una amplitud y una posibilidad de ser reales, que parecían estar ya acabadas. Quería ser artista, aunque mi carrera de ingeniería y mi tradición familiar parecían estar ya trazadas. Pero Magda, sentada frente a mí, me miraba con esos ojos profundos, inquietantes, igual que un bosque al anochecer o el destello malva de la aurora sobre el hielo y el mundo se volvía ancho, profundo, abarcable y yo era el centro, el capaz. Y ahora me veía con ese papelito y una piedra sin labrar como única respuesta y recuerdo de esa mujer.

Han pasado muchos años, mis aspiraciones artísticas se quedaron en eso, aspiraciones, conformadas por una vida amable, burguesa, hasta interesante diría yo, pues al menos con mi ingeniería fui capaz de inventar unas poleas y unos martillos neumáticos que se pudieron aplicar no sólo a finalidades mecánicas, sino que tuvieron mucho éxito entre escultores para poder mover los bloques de mármol y tallarlos con más facilidad.

Y sí, el pequeño bloque de piedra me acompañó toda mi vida. Exigía que estuviera cerca de mí como una suerte de talismán y de recuerdo de felicidad, pese a las quejas familiares primero de padres, de mi mujer después, y hasta de mis hijos que lo consideraban manías caprichosas. Cuántas veces me pregunté qué quiso decirme Magda con esa críptica cartita “Dentro está el secreto y ahí me encontrarás”.

Mi invento de las poleas me hizo contactar otra vez con el mundo del arte e iba a comprobar como funcionaban en algún taller. Una mañana de diciembre, angustiosa por la bruma y el malestar que el frío ya me producía en los huesos, me empeñé en ir caminando a un taller de las afueras. El viento se colaba por los cristales mal emplomados y una única estufa calentaba el lugar, pero el escultor, un hombre joven, barbudo y sonriente, en la plenitud de la vida, lleno de entusiasmo, con poderosas manos y un ceño vibrante de inteligencia que le salía a raudales por los ojos, ¡Oh Dios mío!, casi me tienen que sostener. Eran malvas, maravillosamente malvas como un bosque al anochecer o el destello malva…

—Señor, ¿se encuentra bien?

Algo en mí se rompió sin control y tuve que esforzarme por no lloriquear en su presencia, pues sentí como si con su punzón de escultor hubiera levantado en mí una losa que sepultaba mis mejores sentimientos. Cuando me recuperé, temblequeando junto a la estufa, acabé una copa que amablemente me ofreció y en ese momento tuve la certeza de que era la persona que debía tallar mi piedra que, ahora comprendí, había sido un peso de desencanto arrastrado a lo largo de mi vida.

Me entró una excitación incontrolable y le supliqué que se instalara a trabajar en mi casa, le pagaría lo que quisiera, pero necesitaba que tallara, que diera vida a ese bloque. Y así fue. Vino conmigo y empezó a trabajar sin descanso. Me puse enfermo. El frío se había apoderado de mis huesos, mis pulmones, mi aliento, y sólo el entusiasmo por ver terminada la obra me obligaba a mantenerme absorto frente a las manos del artista, igual que si fueran las mías. Lo que veía surgir me llenaba de emoción incrédula.

Cuando estuvo terminado, acaricié la cara con delicadeza, con todo el amor que aún podían trasmitir mis helados dedos y en una suerte de adoración, le besé los fríos labios.

—Magda.

El joven me cogió en sus brazos, pues yo desfallecía, y me llevaron a la cama. No pudo explicar qué me había sucedido, le oí decir asustado, él solo intentaba reproducir la cara de su madre. Y sí, su nombre era Magda.

Fue lo último. Un sueño gris, una poderosa nube se apoderó de mí.



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