La maldita mujer me había abandonado.
Una mañana encontré un pequeño bloque de piedra y una carta. Supe que
era de ella, pues su papel, de un inimitable y algo cursi tono rosado
resultaba inconfundible. Lo abrí tembloroso. Joven y confiado en ese
momento de la vida en el que me encontraba, todo lo que provenía de ella
me inundaba de una inquieta emoción.
La cuartilla rosada y con borde
ondulado, simplemente decía. “Dentro está el secreto y ahí me
encontrarás”. Mi asombro y rabia corrieron parejos, valiente estupidez
se le ocurría a esa mujer.
Traté de localizarla, pero todo fue inútil. En el hotel dónde estuvo
viviendo no dejó ninguna seña y la amiga común que nos presentó me dijo
burlona.
—¿Otro incauto incapaz de retenerla?
Aunque pateé los lugares dónde íbamos,
tratando de encontrar algún rastro; nada resultó. Se había volatilizado
como una sombra, un sueño pensaba yo entonces lleno de romántica
desesperación.
Nuestra historia de amor fue breve e
intensa. Se llamaba Magda, unos años mayor que yo y de origen húngaro,
afirmaba ella sin mucho convencimiento, con un acento arrastrado y una
pícara expresión violeta en los ojos. Nadie pudo aclararme de dónde
venía ni a qué se dedicaba, pero estar a su lado me resultaba
electrizante, como si de ella emanara algo magnético que me envolvía.
Mis palabras cobraban un sentido nuevo; mis ideas de creación, una
amplitud y una posibilidad de ser reales, que parecían estar ya
acabadas. Quería ser artista, aunque mi carrera de ingeniería y mi
tradición familiar parecían estar ya trazadas. Pero Magda, sentada
frente a mí, me miraba con esos ojos profundos, inquietantes, igual que
un bosque al anochecer o el destello malva de la aurora sobre el hielo y
el mundo se volvía ancho, profundo, abarcable y yo era el centro, el
capaz. Y ahora me veía con ese papelito y una piedra sin labrar como
única respuesta y recuerdo de esa mujer.
Han pasado muchos años, mis aspiraciones
artísticas se quedaron en eso, aspiraciones, conformadas por una vida
amable, burguesa, hasta interesante diría yo, pues al menos con mi
ingeniería fui capaz de inventar unas poleas y unos martillos neumáticos
que se pudieron aplicar no sólo a finalidades mecánicas, sino que
tuvieron mucho éxito entre escultores para poder mover los bloques de
mármol y tallarlos con más facilidad.
Y sí, el pequeño bloque de piedra me
acompañó toda mi vida. Exigía que estuviera cerca de mí como una suerte
de talismán y de recuerdo de felicidad, pese a las quejas familiares
primero de padres, de mi mujer después, y hasta de mis hijos que lo
consideraban manías caprichosas. Cuántas veces me pregunté qué quiso
decirme Magda con esa críptica cartita “Dentro está el secreto y ahí me
encontrarás”.
Mi invento de las poleas me hizo
contactar otra vez con el mundo del arte e iba a comprobar como
funcionaban en algún taller. Una mañana de diciembre, angustiosa por la
bruma y el malestar que el frío ya me producía en los huesos, me empeñé
en ir caminando a un taller de las afueras. El viento se colaba por los
cristales mal emplomados y una única estufa calentaba el lugar, pero el
escultor, un hombre joven, barbudo y sonriente, en la plenitud de la
vida, lleno de entusiasmo, con poderosas manos y un ceño vibrante de
inteligencia que le salía a raudales por los ojos, ¡Oh Dios mío!, casi
me tienen que sostener. Eran malvas, maravillosamente malvas como un
bosque al anochecer o el destello malva…
—Señor, ¿se encuentra bien?
Algo en mí se rompió sin control y tuve
que esforzarme por no lloriquear en su presencia, pues sentí como si con
su punzón de escultor hubiera levantado en mí una losa que sepultaba
mis mejores sentimientos. Cuando me recuperé, temblequeando junto a la
estufa, acabé una copa que amablemente me ofreció y en ese momento tuve
la certeza de que era la persona que debía tallar mi piedra que, ahora
comprendí, había sido un peso de desencanto arrastrado a lo largo de mi
vida.
Me entró una excitación incontrolable y
le supliqué que se instalara a trabajar en mi casa, le pagaría lo que
quisiera, pero necesitaba que tallara, que diera vida a ese bloque. Y
así fue. Vino conmigo y empezó a trabajar sin descanso. Me puse enfermo.
El frío se había apoderado de mis huesos, mis pulmones, mi aliento, y
sólo el entusiasmo por ver terminada la obra me obligaba a mantenerme
absorto frente a las manos del artista, igual que si fueran las mías. Lo
que veía surgir me llenaba de emoción incrédula.
Cuando estuvo terminado, acaricié la
cara con delicadeza, con todo el amor que aún podían trasmitir mis
helados dedos y en una suerte de adoración, le besé los fríos labios.
—Magda.
El joven me cogió en sus brazos, pues yo
desfallecía, y me llevaron a la cama. No pudo explicar qué me había
sucedido, le oí decir asustado, él solo intentaba reproducir la cara de
su madre. Y sí, su nombre era Magda.
Fue lo último. Un sueño gris, una poderosa nube se apoderó de mí.
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