Me llamo
Marieta. No me conoces ni yo a ti tampoco. Perdona que te tutee. Que no te
conozca es lo de menos, porque podríamos llegar a ser buenos amigos.
Tengo setenta
años, a veces me veo sacando la cuenta entre el año en curso y la de la fecha
de mi nacimiento, y me cuesta trabajo aceptar que ya tengo esta edad. Mi madre
con esos años era una anciana y yo no me veo como tal.
«No debe bajar
las escaleras corriendo», eso me dice el portero cuando se me olvida, porque,
sabes, con la mente me siento capaz de todo, y me veo con cincuenta años, haciendo
gestos al conductor del autobús para que me espere un segundo a que cruce la
calle.
‒Que no la dejo
en tierra ‒me decía‒, sabe que, si la veo, la espero.
Más tarde pasaba
ocho horas en aquella oficina donde estuve cerca de cuarenta años, para luego
llegar a casa y no tener tiempo ni de rascarme la cabeza. Siempre haciendo
cosas.
Ahora estoy
confinada en mi hogar por ser personal de riesgo, y por lo que sé a ti te tocó
ir al hospital. Corren malos vientos, pero recuerda que a toda noche de
insomnio le llega su amanecer, que el sol sale cada día, para todos, y de
gratis, que no es poco.
Recuerda que todo
está en cómo te despiertes. Sonríe siempre, aunque sientas ganas de llorar. No
pienses. Alguien dijo: «Si quieren vivir felices, no analicen, muchachos, no
analicen». Que tenemos problemas por supuesto que sí, pero hay que confiar en
que todo saldrá bien.
Me gusta
escribir cuentos. ¿Te gustaría leer alguno?
Por si me
dijeras que sí, aquí va:
Aromas de la niñez
La
colonia de la abuela sabía y olía a violetas. Todas las mañanas se sentaba ante
el tocador frente a un espejo ovalado. Deshacía y se volvía hacer aquel moño
como un rodete en su nuca. Como si fuera un ritual, despertaba justo en el
momento, en que se ponía unas gotas tras las orejas y el cuello. Dormía con
ella y el sueño olfateaba su fragancia.
A la hora
del desayuno su aliento denotaba el café con leche, el pan tostado con aceite,
ajo picadito y una pizca de sal, que se acababa de tomar. Ese era su desayuno.
Sus manos, en cambio, sí olían a pan de hogaza y chorizo casero, era por culpa
de aquellos bocadillos gigantes, que cortaba en tres trozos, para el almuerzo
del niño.
El
sendero que llevaba a la escuela olía a alfalfa, a boñigas de vaca, a
cagarrutas de cabras, a girasoles, a jaras. Regresaba a comer y desde lejos
sabía que el cocido castellano le estaba esperando y la boca se le hacía agua,
pensando en el momento del pringue. Algo delicioso ese tocino con pan. Los días
de fiesta la abuela hacía bacalao, arroz y patata y de postre, leche frita o
natillas que las tomaba con la cuchara sopera y no con la de postre. Era muy
pequeña.
Por la
tarde, iban en busca de leña y tenía que colocar muy bien los trozos en la
leñera, la abuela pasaba revista. Los amigos venían en su busca y dando patadas
al balón llegaba la hora de la cena: sopas de ajo y luego en una sartén con un
poco de aceite, se sofreían los garbanzos que habían quedado de la
comida. Cuando veía que el pequeño se quedaba con hambre le hacía
una tortilla francesa ‒que no gustaba‒ o un par de huevos fritos: ‒¡Abuela, qué
rico! Luego al calor de la lumbre hacía sus deberes y a la cama.
Esperaba
despierto a que la abuela viniera a acostarse a su lado. Cuando hacía alguna
travesura, lo amenazaba con que iría a dormir solo a su habitación. Y como por
arte de magia volvía a ser el mejor chico de la aldea. Desde que sus padres
murieran, le daba miedo separarse de la abuela, no se le fuera a ocurrir
dejarle solo.
Nunca se
durmió antes de que ella se acostara. Su agua de violetas y el beso de buenas
noches eran el preludio para caer rendido y eso que de niño pensaba que dormir
era una pérdida de tiempo, cuando podría estar jugando en la era, con sus
amigos.
© Marieta Alonso
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