Demasiado trabajo. Había pasado todo el día
frente al ordenador, con aquel programa que se le resistía desde hacía muchos
días y al que no lograba vencer. Se estiró en la silla, el respaldo no andaba
bien y no era demasiado cómodo.
«Tengo que comprar otro sillón o me voy a
quedar doblado», pensó.
No tenía hambre y decidió salir a pasear. Le
gustaba pasear por la ciudad, de noche, sin rumbo. Se puso el chubasquero y
salió a la calle. La fina llovizna que siempre estaba, como una seña de
identidad de la ciudad, le dio en la cara. En realidad, no era ni siquiera
llovizna, era simplemente humedad que a veces se condensaba en finas gotas. La
ciudad estaba en silencio, vacía, sin apenas luces en las casas.
«Todo el mundo durmiendo y yo aquí, paseando,
dueño de la ciudad», se le ocurrió pensar y sonrió.
Paró en un semáforo y, aunque en ese momento
no circulaba ningún coche, esperó a que la luz se pusiera verde. Miró a los
edificios. En la casa que tenía frente a él, había una luz en la terraza del
tercer piso y una figura se movía en ella. Miró con curiosidad. Era una mujer,
no acertaba a ver la edad, estaba tendiendo ropa, sábanas le parecieron. Pensó
que era muy tarde para estar tendiendo. Un coche llegó y se detuvo ante el
semáforo. Siguió observándola. La mujer se volvió y se inclinó para recoger
algo, miró hacia donde él estaba y por un instante, sus miradas se cruzaron. Y
en aquel instante de coincidencia, levantó la mano en forma de saludo y cruzó
apresuradamente la calle porque el semáforo se había puesto a parpadear, y se
perdió en la noche, en aquella ciudad tan suya, tan húmeda, tan tranquila.
Había llegado tarde a
casa y estaba de mal humor. Esta semana estaba de tarde y su compañera había
llamado para decir que estaba mala, que no podría venir, según había dicho
cuando llamó a la gobernanta.
«Toñi es una caradura,
menuda mala está hecha esa», pensó.
Y la gobernanta se lo consentía, vaya usted a
saber por qué. Según se acordaba de la tarde se iba cabreando más. Había sido
de aúpa, con tres nuevos ingresos y dos altas, o sea, limpiar dos habitaciones,
cambiar camas, recoger ropas, fregar el suelo y meter una cama más porque no
había sitio, ni sitio ni personal, putos recortes y puto gobierno, que vinieran
a limpiar les daba yo para que vieran lo que es bueno. Y encima, toda la planta
para ella sola, porque estaba sola, y toda la tarde con termómetros, orinas,
cacas, meriendas y cenas, y luego recogerlas, claro, porque las enfermeras no
ayudaban mucho. Y ahora tenía que tender. Había dejado la lavadora antes de
irse y había dejado la comida hecha. Menos mal que los niños habían cenado y
estaban acostados.
«Claro, con la comida
que he tenido que hacer yo».
Julián la estaba
esperando, pero:
«Claro, no se le ha
ocurrido tender, eso lo tengo que hacer yo, cómo no».
Y encima, mientras
cenaban, Julián empezó a intentar meterla mano y a decir tonterías. Le había
mandado a paseo.
«Anda y que se vaya
con su tía», pensó, «Con las sábanas que tengo para tender, estoy yo para
pensar en las de la cama».
Y encima aquella
humedad, así no se secaba nunca la ropa. Tendió la última sábana, se inclinó
para recoger el barreño y miró a la calle. A la débil luz que venía de fuera,
vio un coche parado y a un hombre en la acera de enfrente, en el semáforo. La
estaba mirando y ella le miró extrañada. En ese momento el semáforo comenzó a
parpadear y el hombre levantó la mano como si la saludara y cruzó rápidamente
la calle húmeda.
«Hala, un tonto más»,
refunfuñó, y apagó la luz.
Iba distraído, sin pensar
en nada en especial. El día había sido como siempre, lleno de rutina. Bueno,
no, hoy se había tenido que quedar a terminar unos cuadrantes y unos balances
que ni le interesaban ni le producían emoción alguna, total, eran cuentas de
dinero que no era suyo. El otro contable, Bermejo, había contado los mismos
chistes de siempre, casi todos verdes y casi todos estúpidos.
«Y el imbécil se cree
gracioso».
Pensó que debería
decirle algún día que dejara de hacer tonterías, de decir siempre lo mismo,
pero abandonó la idea, no tenía ganas de líos, que siguiera con los chistes, le
daba igual. El tener que quedarse en la oficina pasaba algunos días. Estaba
resignado y, en realidad, no le importaba mucho porque no tenía otra cosa que
hacer. No tenía aficiones, solo tenía un hermano al que procuraba ver poco
porque no había quien aguantara a la mujer y a los niños, y no le daban ganas
de nada. La ciudad le parecía aburrida y encima siempre estaba húmeda. Detuvo
el coche en el semáforo. Había un tipo esperando a cruzar. Miró distraídamente
las gotas en el parabrisas. Aquel tipo no cruzaba, estaba mirando fijamente a
la casa de enfrente. Miró a la casa y vio a una mujer que miraba al tipo.
«Vaya unas horas para
miraditas».
El semáforo empezó a
parpadear, el hombre saludó a la mujer y cruzó la calle, la luz de la casa se
apagó y él arrancó el coche.
© Luis Box
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