Algo raro pasaba en la casa, antes siempre llena de voces
y risas. El padre entraba y salía de ella cien veces, alicaído con cara de
ausente. Los hermanos hablaban entre sí de cosas sin importancia, cierto pudor
les impedía hablar de lo que les preocupaba. La madre estaba enferma en la
cama.
Entraban y salían las visitas de la mañana a la noche.
Unas solo para interesarse por la salud de la madre, otras con el afán de
ayudar y ser útiles, entre estas últimas estaban las tías que aconsejaban a la
hija mayor sobre cómo cuidar a la enferma. Amigos y vecinos también se volcaban
por ayudar, a veces, alguien traía un plato de natillas, un caldo sustancioso o
algo bueno, otras se llevaban a casa ropa para repasar o zurcir. Por las
noches, también llegaban amigos y parientes para hacer compañía.
La más pequeña percibía todos estos cambios y los vivía,
al principio, como una novedad, luego, cuando vio que su madre no se levantaba
y vio llorar a su hermana a escondidas, comprendió que algo grave estaba
pasando. A ella le encargaron la tarea de escribir al hermano seminarista. Cada
semana le enviaba una carta junto con la ropa limpia: “Madre dice que estudies
mucho y que no te preocupes que ella está mejor. Por aquí, todos bien”.
Llegó el médico de la capital y habló con el médico del
pueblo, después, con el padre y la hermana mayor, luego, esta con las tías. La
niña veía los ojos rojos, de haber llorado, en sus hermanos mayores. Silencios
repentinos cuando ella llegaba, pero a pesar de todo, no pensaba que su madre
pudiese morir. Cada día, antes de irse a la escuela, entraba para darle un beso
y, lo mismo cuando volvía, pero siempre había alguien en la habitación de la
enferma.
Llegó la Navidad. El pueblo, como cada año, se llenó de
sones y olores navideños. Los quintos sacaron los panderos, que habían
preparado meses antes, las pandillas de amigos iban de casa en casa pidiendo el
aguinaldo. Se horneaban dulces en todas las casas. Dulces no faltaron, pero
nadie fue a pedir el aguinaldo ni a cantar villancicos, como de común acuerdo,
se hizo un silencio en torno a la casa, y la gente hablaba como en sordina,
cuando pasaba por la puerta.
En febrero vino el hermano seminarista. En verano, la
llegada del hermano siempre había sido un motivo de alegría para ella. Todas
las tardes, después de la siesta salían con él los dos pequeños e iban a la
huerta o a la viña a coger uvas o moras. Esta vez era diferente. La niña no
había salido a esperarlo como tantas veces, se había presentado sin avisar, y
cuando llegó, se encerró con su hermana mayor y hablaron largo rato. Cuando
salió parecía haber llorado.
Fue la enferma la que mandó a los más pequeños a buscar
agua a la fuente de la ermita. Entre
almendros y viñedos estaba la pequeña fuente, al lado de una gran piedra, donde
dicen se apareció la Virgen al pastor. Los almendros comenzaban a florecer, los
insectos zumbaban alrededor de las flores, un musgo blando se extendía por el
suelo como una alfombra. El olor a tomillo y el silencio les hizo pensar en un
lugar encantado. Luego, llenaron la jarra de agua y volvieron al pueblo. La
niña creía en los milagros y había pedido a la Virgen que curara a su madre.
La casa comenzó a llenarse de gente, cuando corrió la
noticia de que la enferma recibiría los últimos sacramentos. En la habitación,
rodeando la cama, estaban todos los hijos, el padre y las tías. Por el resto de
las habitaciones se distribuían el resto de familiares, vecinos y amigos. La
campanilla, que toca para anunciar el paso del Señor, se oía cada vez más
cerca. La gente se abría paso en el portal para dejar pasar la procesión. El
cura puso el cáliz en el pequeño altar improvisado. La madre estaba preparada,
la habían vestido y peinado para la ceremonia. Su cara pálida se confundía con
las sábanas limpísimas. Se esforzaba por sonreír y su mirada se detenía con
cuidado en cada uno de sus hijos, también se detiene en la niña, que observaba
la ceremonia con los ojos muy abiertos. Ese día cumplía doce años. Era toda una
mujer.
© Socorro González- Sepúlveda Romeral
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