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viernes, 1 de mayo de 2020

Amantes de mis cuentos: Fantasmas en la estación de Chamberí



Cuando aquel luminoso 21 de mayo de 1966, las puertas se cerraron con un ruido ensordecedor, mi novio y yo estábamos dándonos un apasionado beso en uno de sus rincones. Ni cuenta nos dimos. Me había pedido que nos casáramos y con la emoción nos quedamos dentro.

Ya nadie volvió a subir ni a bajar de ningún vagón, los trenes no paraban. Recorríamos todo el andén con los brazos en alto haciendo señales, pero los pasajeros no nos veían. Iban tan ensimismados en sus pensamientos, leyendo o hablando que nadie se percató de nuestros gritos. Subíamos los peldaños de las escaleras y dábamos golpes en las puertas de entrada y salida. Nada. Todo era silencio.

Mi hombre, con aquellos ojos color de avellana llenos de vida, perdió la esperanza. Me tomó de la mano y nos sentamos a aguardar un milagro. Soñábamos con las mantecadas de aquel convento cerca de mi casa, con la fuente de agua cristalina de nuestro barrio, pensábamos en la angustia que tendrían sus padres y los míos por nuestra desaparición. Nos arrebujábamos en el suelo de la taquilla con mi abrigo azul marino y su chaqueta de pana marrón. Esperando, siempre esperando. Llorar hacía que nos sintiéramos mejor.

Muchos años pasaron y un día se abrieron las puertas y comenzó un ir y venir de gentes, albañiles, carpinteros, pintores, hombres con cascos dando órdenes… Nuestra antigua estación de Chamberí, nuestro hogar, se iba a convertir en museo. Nos presentamos ante ellos, pero lo mismo que los pasajeros de los trenes, no nos hicieron caso. Poco importa ya.

Ahora nos entretenemos recorriendo el museo, viendo fotografías, logotipos, carteles, el silbato con el que el jefe de la estación daba la señal de apertura y cierre de puertas… Y aunque hacemos ruidos extraños, algún que otro empujoncito a los visitantes, pasamos a través de las parejas de enamorados, y jugamos con los niños, pocos son los que se estremecen.

El olvido duele.


© Marieta Alonso Más   

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